Para algunos uno de los máximos representantes actuales del cine político italiano, para otros un esteta reconvertido en impostado analista de cierta realidad contemporánea, Gianfranco Rosi es uno de los cineastas más controvertidos del momento. Su última película, Notturno, triunfó en el último Festival de Venecia y ahora llega a Sevilla como representante, en la sección oficial, de una determinada “no ficción” que empieza a dar muestras de cansancio. ¿Y qué hace Rosi al respecto? Pues llevar al límite sus métodos, poniéndolos en práctica en filmaciones efectuadas durante tres años en las fronteras entre Irak, Kurdistán, Siria y Líbano. Paradójicamente, su película tiene mucho más interés cuando actúa desde la distancia, cuando Rosi reconoce su papel de observador lejano, que cuando se acerca a ese universo con la intención de escrutarlo de cerca. Pues es en aquellos momentos de pudor cuando Notturno hace honor a su título: una colección de imágenes sobre el desarraigo que terminan componiendo una delicada pieza de inspiración musical, decantada al ritmo del montaje.
Hay una escena decisiva que, por lo menos en el caso de este crítico, supone un punto de no retorno al respecto. Un grupo de niños se enfrentan a una psicóloga y le cuentan sus pavorosas experiencias en contextos bélicos siempre relacionados con el Estado Islámico. La cámara los filma a veces en primer plano, enseña sus dibujos, muestra ese miedo que no los abandona, y el espectador se pregunta si era necesaria tanta intimidad con el horror. En cambio, en otros instantes Rosi sabe observar siluetas que se mueven en la noche, ciudades mal iluminadas, caminos polvorientos, inquietantes puntos fronterizos, que se convierten para él en emblemas de la inquietud y el temor, metáforas de una geografía condenada a un estado de excepción perpetuo. Pues bien, es a través de ese objetivo quizá indiscreto pero también certero cuando Notturno llega a ser lo que debería durante todo su metraje: un universo en sí mismo donde el tiempo se suspende y el espacio se revela la única vara de medir un universo que parece eternamente desestabilizado.