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“Más emoción”, le pide la directora de la obra de teatro a una de las protagonistas del film durante los ensayos de la función. Y eso es lo que le sobra precisamente a la película por cada rincón. Porque además, en Entre les vagues todas las emociones están vacías, sobreactuadas, desbarradas. La segunda película de la cineasta francesa Anaïs Volpe pretende ser la historia de una amistad entre dos jóvenes que deriva hacia una reflexión sobre la muerte y el dolor. Una deriva que hace pasar al film, a su vez, de la comedia al drama. Pero no es capaz de afrontar ni lo uno ni lo otro. Porque tanto la amistad como el dolor ante la muerte son aquí sentimientos infantilizados, convertidos en esqueletos, sin profundidad, ni carne, ni nada. Y porque tanto la risa como el llanto son excesivos, forzados, desbordados, vacíos. Un vacío que la película llena de ruido a través de una puesta en escena que funciona, efectivamente (esa coherencia si está), a imagen y semejanza del exceso de sus personajes y su trama. En Entre les vagues hay una cámara al hombro imparable, desatada, que se llena de brillos (tanto de las luces como del trabajo de arte y vestuario) y que solo sabe expresarse en tonos saturados.

Además, en el interior de la película, anida el asunto de la obra de teatro -en la que las dos amigas participan y que, claro está, funciona como representación de lo que viven- más un intento inocuo de ofrecer una mirada hacia el exilio de los franceses a Estados Unidos durante los años 20 que queda, como todo lo demás, en absolutamente nada.

Jara Yáñez