Minimalismo y exuberancia.
Jaime Pena.
Si el Festival de Venecia se redujese a los dos días que llevamos hasta el momento sería muy fácil sacar conclusiones. Pocas veces la política de programación de un festival habría quedado tan en evidencia. Sí, a Alberto Barbera y sus chicos les gusta el minimalismo conceptual. Debe de ser por aquello de que este año también coincide la Biennale de Arte…
Lo digo porque tanto la película inaugural, Gravity, de Alfonso Cuarón, presentada fuera de concurso, como las tres películas vistas hasta ahora en la competición Venezia 70 parten de planteamientos similares: una situación única, pocos personajes y un destacado protagonismo femenino. Que Gravity lo rodee todo de una gran fanfarria de efectos especiales, suspense y acción sin desmayo es lo de menos: de todo este grupo de películas es la que apuesta más sinceramente por su planteamiento, la que lo utiliza en beneficio propio con más inteligencia. Cuarón se diría inspirado por el Brian de Palma de Misión a Marte y en particular por aquella escena en la que un astronauta sobrepasaba el punto de no retorno y se condenaba a vagar por el espacio hasta que se le agotase el oxígeno. Gravity plantea no una sino varias situaciones límite similares. En todo caso, el planteamiento inicial no se corresponde del todo con el desarrollo posterior. A Cuarón se le va la mano en la acumulación de peripecias, quiere recrearse en exceso a la hora de destruir estaciones espaciales, quizás porque necesita que su película sea lo más espectacular posible, de ahí también el recurso excesivo a la música, cuya única explicación es llenar el vacío del espacio, la ausencia de todo sonido. Ahí radica muy probablemente la diferencia entre una buena película y una gran película, entre Cuarón y De Palma.
Por su lado, John Curran pone a su protagonista, Mia Wasikowska, con 3.000 kilómetros de desierto australiano por delante en Tracks, una película que uno no se imagina en Cannes, quizás en Un Certain Regard y gracias más que nada a su protagonista. La historia parte de un hecho real acaecido a mediados de la década de 1970 cuando una joven australiana, Robyn Davidson, decidió seguir los pasos de su padre e iniciar su propia aventura acompañada de un perro y un grupo de camellos. Su trayecto fue financiado por National Geographic y recogido por las fotografías de Rick Smolan (¡Adam Driver!). Davidson saca a relucir en algún momento sus reproches éticos a la forma que Smolan tiene de (re)interpretar la realidad. Parece una autocrítica del propio Curran (¿será consciente?) que con sus imágenes convierte a National Geographic en un modelo de ascetismo. Sí, lo sabe cualquier asiduo al circuito de festivales: no hay nada más peligroso que una película australiana con aborígenes.
En Venecia ese peligro viene por el lado local. Via Castellana Bandiera viene a confirmar la maldición del cine italiano en Venecia. Ante estas películas no se precisa citar a Greil Marcus y su “What is this shit?”, se da casi por supuesto que se trata de toda una “shit”. Que conste que esta ópera prima de Emma Dante, centrada en el enfrentamiento entre dos mujeres tan testarudas que optan por atascar una calle estrecha durante todo un día y una noche antes que dar marcha atrás con su coche y ceder el paso a la otra, podría haber dado lugar a una buena comedia en los tiempos gloriosos de la comedia italiana. Hoy es otra cosa que no se sabe muy bien qué. Bueno, sí, una metáfora de la sociedad contemporánea, quizás, y de ahí que Dante vaya ensanchando la calle, convertida al final de la película en casi una avenida sin que las respectivas conductoras se percaten de ello. Para este tipo de moralejas hubiese bastado con un cortometraje.
Puede que también en el caso de The Police Officer’s Wife, de Philip Gröning, que además dura casi tres horas y se centra en una serie de viñetas de la vida cotidiana de una familia, un oficial de policía, su mujer y su hija pequeña, de la que poco a poco se va adueñando la violencia (de él hacia ella). Gröning ordena su película en capítulos, hasta 58, creo, cada uno precedido de un rótulo sobre negro, “Inicio del capítulo 15 (o el que toque)”, y que terminan con otro más, “Final del capítulo 15”, de tal forma que los capítulos están separados por un negro de unos quince segundos, si sumamos los rótulos de Final de un capítulo e Inicio del otro, según justifica el propio director en el press-book de la película, “porque tenía la necesidad de marcar la distancia entre capítulos”. Con muy pocos diálogos y un desarrollo dramático tan escaso como pausado, The Police Officer’s Wife se diría presidida por un rigor que es más teórico que práctico, una película en la que todo parece aleatorio, en la que el conjunto es el resultado de la suma de medio centenar de partes, la mayoría completamente prescindibles.
Al minimalismo de la competición podríamos contraponer la exuberancia de las paralelas. Fuera de concurso se vio otra producción alemana, si bien en las antípodas de la de Gröning. Edgar Reitz presenta en Home From Home – Chronicle of a Vision algo así como un precedente de su monumental Heimat (por esa razón su título alemán no es otro que Die Andere Heimat, la otra Heimat). Si en su mítica trilogía (más un epílogo) recorría la historia alemana desde los años posteriores a la Primera Guerra Mundial y hasta el siglo XXI, en Home From Home vuelve la vista mucho más atrás, hasta la década de 1840, para retratar una pequeña comunidad rural prusiana en la que la mayoría de los jóvenes sueñan con emigrar a Brasil, al país donde no existen los inviernos. El protagonista es Jakob, hijo de una familia de herreros, cuya imaginación vive ya en Brasil, lo que le ha permitido estudiar las lenguas de los indígenas y convertirse en todo un especialista. Pero a todos sus sueños parece adelantársele siempre su hermano mayor, Gustav, ya se trate de una mujer o del viaje a Brasil. Home From Home está regada por la savia novelesca de la literatura decimonónica, hasta se diría que inspirada por alguna novela concreta si no se tratase en realidad de un guion original. Reitz ha logrado poner en pie una épica personal (lo lleva haciendo al menos desde hace 30 años, desde su primer Heimat) sin parangón en el cine contemporáneo. En realidad, con su plana fotografía en HD (blanco y negro con puntuales notas de color), Home From Home está más cerca de la televisión. Es lo que hemos perdido en estas tres décadas. En realidad, cine o televisión, lo que importa es su mera existencia.
Why Don’t You Play in Hell? (Orizzonti) sufre en sus carnes la contradicción de haber sido realizada a destiempo. Su director, Sion Sono, confiesa haber escrito el guion hace diecisiete años. Su película está protagonizada por un grupo de jóvenes idealistas que rueda películas en Súper 8 y que sueña con poder dar algún día el salto al cine profesional. Lo conseguirán cuando ya habían perdido toda esperanza al cruzársele en el camino dos bandas de yakuzas enfrentadas por una mujer a la que su padre quiere convertir en estrella cinematográfica. Los jóvenes, autodenominados los Fuck Bombers, filmarán la cruenta batalla congeniando ficción y una realidad avant la lettre. En 2013 y no en 1996, Sono ha tenido que rodar su película en digital, una película que él concibe como un “réquiem por el cine en 35 mm”. Se trata también de un problema menor, un problema ontológico que no afecta a su inventiva, al caudal de imágenes y soluciones visuales que parece inagotable. Viendo las películas de Edgar Reitz y Sion Sono es legítimo preguntarse por qué las secciones oficiales de los festivales no se conforman con las mejores películas.
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