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En un momento de este descarnado relato sobre el desafío de vivir el protagonista, un director de teatro que ha aceptado adaptar a Chéjov en Hiroshima, confiesa durante un trayecto en coche la tragedia que sufrió dos años antes, descrita en tiempo presente durante el primer tercio de película. Esa revelación posterior, que en el film no es más que la repetición verbal de lo que ya hemos visto, permite que trasluzca el profundo compromiso de Hamaguchi con sus personajes, la deferencia hacia sus historias personales, filmarlos en silencio como una muestra de respeto hacia su dolor. En Drive My Car, por tanto, la duración es un instrumento más para explorar las emociones de sus protagonistas. Adaptar la novela y su estado de ánimo cobra todo su sentido. La estructura es la primera de sus grandes virtudes, pero es la contención de lo sentimental lo que la eleva a un plano superior: el texto de Murakami bien podría ser traducido a través de una catarata de lágrimas que podrían conducir con facilidad al terreno de lo caricaturesco. En Hamaguchi el amor, sin embargo, nunca podrá ser objeto de burla. Amor y vida transmutan aquí con extrema delicadeza en un elemento inasible, incontrolable, apabullante ante el que los personajes solo pueden ser golpeados y la cámara solo puede ser testigo silencioso.

Mientras la adaptación de Chéjov en el interior del relato insiste en proclamar el deseo de vivir, la metáfora de Murakami se centra en la figura femenina del chófer como manera de soltar las riendas, de aprender a entregarse, del gesto de permitirse ser amado. Las lágrimas que se derraman no se filman buscando la sublimación, sino el profundo respeto. Quizás sea algo pronto para aventurarse a decirlo, pero habrá que volver a esta película con el tiempo para descubrir si realmente Drive My Car es el primer clásico contemporáneo de esta nueva década, que comenzó con un año lleno de silencio.