Hace unos pocos años, el joven cineasta chino Zhang Dalei realizó The Summer is Gone (2016), donde un protagonista adolescente aparece enfrentado tanto a la fugacidad del tiempo como a los cambios que está experimentando el país, ya en los años 90 del siglo pasado, durante un verano que cambia su vida. En su último cortometraje, Day is Done (2021), el cineasta retoma aquel mismo personaje y lo enfrenta a otro desafío: a punto de irse a estudiar a Rusia, asiste a una comida familiar, en casa de su abuelo, en la que debe despedirse de todo y de todos, como si su infancia desapareciera para siempre al tiempo que lo hace el universo que conoció. Y hay que decir, al respecto, que ese mundo es el de la Mongolia Interior, limítrofe con China y Rusia, testigo de incontables transformaciones en los últimos años, incluyendo su conflictiva relación con lo que fue la cultura soviética.

Las estrategias de puesta en escena de Zhang podrían identificarse, quizá con excesiva facilidad, con el cine de Yasujiro Ozu. En efecto, existe en Day is Done un sentimiento melancólico que tiene que ver con eso, pero hay más. Zhang intenta siempre mezclar lo personal y emocional con la percepción de lo político, de los cambios colectivos, desde una subjetividad sensible y a veces exacerbada. Y en Day is Done todo eso culmina tanto en un estilo evanescente y frágil como en imágenes al borde del onirismo: los edificios de otro tiempo que observa el chico desde el automóvil de su familia quedan así asociados al momento de la siesta, donde el tiempo se suspende y ya no existen ni el presente ni el pasado, quizá tampoco el futuro. Quizá el cine de Zhang tenga demasiadas deudas, y su mimetismo puede que resulte igualmente excesivo, pero el modo en que su mirada mezcla delicadeza y malicia no deja de ser sorprendente, algo así como si el cine de Jia Zhang-ke se hubiera sometido a un proceso de interiorización radical. CARLOS LOSILLA

Como si se tratase de la luminosa Still Walking (Hirokazu Koreeda, 2008), Zhang Dalei se acerca a lo cotidiano sin hacer ruido, conmovido por cada detalle que conforma lo que en apariencia podría denominarse intrascendente. Filma la llegada de una familia a la antigua casa del abuelo, a una visita que sabe a poco para el anciano y demasiado larga para la pareja. Y entre medias de ambos el cortometraje se detiene a observar al nieto, a ese adolescente en territorio ajeno y para el que esa cotidianidad se revela como tedio. La generación del abuelo y el joven choca del mismo modo que la música de Bach lo hace con el desfile accidental de las tradiciones del país asiático. La forma de concebir la relación entre ambos es capaz de aunar la emoción del hombre con la indiferencia del niño: una larguísima panorámica recorre los cuerpos cuando uno le pide al otro que se quede, recorriendo la infinita distancia emocional que los separa. Con qué sensibilidad relata la despedida y vuelta a la soledad del anciano, con qué brillante sutileza muestra a la pareja dormida en el coche de regreso. Como todas las grandes películas, Day is Done comienza en el terreno de lo imperceptible para aterrizar en lo más hondo, del mismo modo del que Ozu era capaz. Para quien suscribe estas líneas, esta pequeña pieza supone el descubrimiento de un cineasta imprescindible. JONAY ARMAS