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Jaime Pena.

Poco antes de tomar sus votos, una joven novicia, Anna (Agata Trzebuchowska), es autorizada a salir del convento para conocer a una tía, su único familiar vivo. A los pocos minutos Anna sabrá que en realidad su nombre es otro, Ida Lebenstern, y que su origen es judío. También que sus padres fueron asesinados en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, en circunstancias no aclaradas. Se lo cuenta, casi como una especie de ajuste de cuentas, su propia tía, Wanda (Agata Kulesza), una jueza que en tiempos fue conocida como Wanda la Roja por la implacabilidad con la que perseguía a los enemigos del régimen. Bajo su cinismo y su afición a la bebida, el tabaco y los hombres, parece disimular su hastío, probablemente también el cansancio de haber ocultado sus orígenes, su propia tragedia, durante tantos años. Estamos en la Polonia del régimen comunista, en los años sesenta, época que Pawel Pawlikowski retrata como nuestro propio imaginario del cine polaco de aquellos tiempos es capaz de recrear: en blanco y negro y formato 1:1,33.

Tía y sobrina emprenden un viaje en busca de sus orígenes, una como infligiéndose un autocastigo, pues en el fondo sabe lo que le espera; la otra a regañadientes, pues ni en el orfanato ni en el convento se había cuestionado nunca su pasado. Poco o nada sabe Anna sobre todas las ‘Idas’ que en su momento fueron enterradas o incineradas en los campos de exterminio. Los judíos de Polonia fueron víctimas de los nazis tanto como del antisemitismo polaco (la ‘cuestión polaca’ a la que alude Claude Lanzmann y que aparece bien reflejada en Shoah o en La liebre de la Patagonia) y hoy parecen haberse esfumado, a veces simplemente porque han adoptado otra identidad.

Al finalizar su investigación, una de estas dos mujeres habrá experimentado algo sobre la vida pero no está claro que eso implique algo sobre su futuro; para la otra, sin embargo, supone el reconocimiento de una negación, la de todos estos años viviendo otra vida, y desde ese momento ya nada tendrá sentido.

En apenas ochenta minutos, Pawlikowski, que nunca fue muy dado a irse por las ramas (Last Resort aún era más corta), sintetiza el drama de estas dos mujeres, un drama que representa el estigma colectivo que los veinte años transcurridos desde la guerra pueden haber silenciado pero nunca harán desaparecer. Desconozco si el cine polaco ha tratado el tema con anterioridad, pero es sugerente pensar que haya tenido que ser un cineasta local formado en el extranjero el que ha abordado finalmente un tema tan incómodo (si bien, es preciso reconocerlo, Ida ha sido recibida con entusiasmo en Polonia). En todo caso, lo más importante, lo realmente sustancial, es cómo Pawlikowski ha resuelto su proyecto: con un estilo ascético, sin ningún asomo de sentimentalismo y sin dar más explicaciones que las estrictamente necesarias y, por eso mismo, sin dar pie a las justificaciones, yendo al grano y apenas realizando algunas, muy pocas, concesiones a ese imaginario que nos gusta identificar con los años sesenta (el joven saxofonista), una época en la que una mera referencia a 24.000 baci, de Celentano, o Naima, de Coltrane, implica una apelación a la empatía de los espectadores occidentales.