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Han pasado ya más de treinta años desde que Zhang Yimou filmara Ju Dou (1990), que para este firmante sigue siendo todavía su mejor película, y La linterna roja (1991). El Zhang Yimou con el que nos reencontramos ahora recupera en esta pequeña fábula algunas de las mejores virtudes de su cine (su capacidad para extraer fuerza vital, vibración lírica y hasta un soterrado aliento épico de pequeñas anécdotas, de empeños íntimos y personales), pero también algunas de las debilidades más evidentes de los últimos años de su filmografía: una filmación académica, tan correcta como anodina. Y es una lástima, porque la historia de un hombre que, tras escapar de un campo de trabajo (durante la barbarie de la Revolución Cultural china), persigue con denuedo los escasos fotogramas de un noticiario en los que sale su hija (ese segundo al que alude el título), como único recurso para poder tener una imagen de ella, tiene un hermoso potencial dramático y metafílmico que la película explora en ocasiones con fortuna (todas las secuencias que transcurren dentro del cine, con la pantalla blanca, la reacción de los espectadores y la manipulación de la cinta de celuloide por el proyeccionista: ahí se encuentra lo más vivo y lo más inventivo del film), pero que decae y se hace prosaica y casi vulgar –cinematográficamente hablando– en el resto de las secuencias. Lo que queda es una bonita historia contada a ratos con inspiración poética y a veces de manera desmayada y rutinaria. El conjunto queda lejos de los mejores trabajos de su autor, pero merece la pena disfrutar con la parte más conseguida y más entrañable. CARLOS F. HEREDERO

A estas alturas ya no tiene demasiado sentido hablar de la fotografía en las películas de Zhang Yimou. Tampoco lo tiene hablar de cómo tratan de personajes que corren desesperados de un punto a otro con la remota esperanza de encontrarse a sí mismos al llegar a la meta. Tampoco es ninguna novedad recordar que en otros de sus grandes títulos es el colectivo lo que construye los relatos. Aquí se dan cita ambas cosas, los personajes que deambulan por la pantalla y también la multitud, y quizá el problema sea que ambos relatos en cierto modo se molestan más que se complementen entre sí: mientras la historia colectiva parece construirse con identidad propia, el relato de los protagonistas conduce a terrenos más elementales, peligrosamente tópicos, quizá moralistas. Pero su presencia e insistencia desemboca en un hermoso lugar que tal vez da sentido a la película: la idea de la repetición a través del cine, ese deseo de abrazar lo inasible, la relación de nuestros afectos con las imágenes que vemos. El cine como prisión del alma. El protagonista termina atrapado observando en bucle las imágenes de su propia hija en la pantalla, un abrazo tan imposible como el de encontrar un fotograma en la arena del desierto. JONAY ARMAS