Print Friendly, PDF & Email

A medida que disminuye el prestigio del recuerdo, aumenta el del silencio. Después de los violentos sucesos de 1981 en Casablanca y la paulatina pérdida del Estado de derecho durante la dictadura del rey Hassan II, en los denominados años de plomo, se perdió algo aún más valioso: la función del recuerdo. Una función siempre condicionada por la capacidad para el olvido. La directora Asmae El Moudir, quizás ya harta de promesas mezquinas y de seguir avanzando por un lúgubre camino de engaño premeditado, reconstruye la memoria histórica de una nación a partir de la historia de su propia familia, sabiendo que, para llegar hasta el final de cada emoción censurada, primero sobrevino, al menos durante un tiempo, el silencio.

La recreación de este ‘viejo/nuevo’ mundo surge en el seno de un interrogante: ¿Por qué no se conservan fotos de su infancia? La puesta en escena, a través de una realidad modelada y esculpida, se presenta como una especie de catafalco donde las máscaras que disfrazaban la ‘verdad’, y su predisposición al engaño, quedan descubiertas por un vivo deseo de contar, por desentrañar las capas de un pasado derruido por una memoria psicológica y material coaccionada. Porque el dolor de la separación pierde sus verdaderos límites cuando la memoria desaparece y deja una herida sin cuerpo. Un cuerpo sin memoria. Una afección que parece desaparecer en la fugaz mirada de la abuela por el objetivo de su nieta. En versos de Berta García Faet: “Escribí lo que no supe/ como no supe/ y si me he curado/ es un secreto”. Un instante detenido que la reconcilia y la libera. Felipe Gómez Pinto