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Serendipia en Valdivia.
Quintín.

Según la Wikipedia, la palabra ‘serendipia’ significa “un hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta.” En mi vida escuché a nadie que la use en castellano, aunque en inglés serendipity es mucho más frecuente; hasta hay una película con ese título. Quien la usa todo el tiempo es Bill Morrison (Chicago, 1965), un cineasta que trabaja en lo que se denomina found footage, películas cuyas imágenes son material tomado de otras películas. Morrison se ocupa sobre todo (aunque no solamente) de viejos filmes deteriorados y aprovecha el curioso, variado e impredecible efecto orgánico que el tiempo produce sobre el celuloide. De ahí surge el título de su película más conocida, Decasia, mezcla de ‘decadence’ y ‘fantasia’ (decadencia y fantasía).

En una película como Spark of Being, Morrison combina imágenes de un viaje a la Antártida con otras fuentes para contar la historia de Frankenstein, tan hecha de retazos como el propio monstruo y, del mismo modo que la criatura, un ser vivo creado a partir de materia muerta como son esas latas de películas abandonadas y sin futuro. La doble metáfora que vincula el resultado del cine de Morrison con su fabricación gira en torno a la serendipity de la que habla el realizador, hallazgos imprevistos en el decadente material de archivo que permiten resignificar las imágenes y el propio proyecto. Las metáforas articuladas por la aparición del ‘señor Serendipity’ (como tradujo una intérprete despistada) en el proceso de trabajo de Morrison le dan otra dimensión a un cine que, en un primer análisis, puede pensarse como una variante del videoclip, ya que Morrison trabaja con muy buenos músicos que le dan jerarquía a la banda de sonido (mi favorita es la de The Mesmerist, a cargo de Bill Frisell).

Por otro lado, la última película de Morrison, Dawson City: a Frozen Time, es un paso en otra dirección, pero está construida sobre el mismo principio de la analogía entre la confección de la película y su contenido. A partir de una serie de rollos de principios del siglo XX, restos del material que circulaba entonces por las cadenas de cines (filmes de ficción, noticieros, películas de viajes) encontrados en una ciudad que fue epicentro de la fiebre del oro en Yukón, Morrison cuenta, con esos fragmentos, la historia de los Estados Unidos, de Hollywood y del propio lugar, como si la película se desplegara en varias dimensiones a partir de ese principio de homología que todo lo conecta con el material encontrado.

Nuestra visita a la edición 23 del Festival de Valdivia estuvo bajo el influjo de la serendipia. Encontramos películas que no esperábamos, como la obra de Morrison, pero también otra serie de trabajos experimentales, como los cortos de Nataniel Dorsky, filmados en 16 mm. sin sonido y proyectados a dieciocho fotogramas por segundo o una muestra dedicada a Chick Strand. Y, al mismo tiempo, una sección dedicada al VHS erótico argentino, otras al descarado cineasta americano Potrykus y a los cortos de la muy sutil María Alché.

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Todo eso fuera de las secciones competitivas, que el director del festival Raúl Camargo y sus programadores consideran que deben alojar a películas valiosas pero frágiles, a las que les resultaría difícil defenderse fuera de los focos que estas secciones a concurso inevitablemente proyectan sobre las allí seleccionadas. Como por ejemplo la que resultó finalmente ganadora de la competición internacional, The Dazzling Light of Sunset, de Salomé Jashi, cineasta georgiana que muestra cómo las noticias en el canal de televisión del pueblo son el espejo de una oquedad amenazada por la censura oficial y un estado de suspensión animada al que no son ajenas la nostalgia por el estalinismo ni la presión de la iglesia ortodoxa.

Recípcrocamente, y como para que no haya un centro y una periferia sino una distribución armoniosa y democrática, fuera de competición puede aparecer una de las películas más fuertes del festival, como All the Cities of the North, del bosnio Dane Komljen, tal vez la opera prima más potente del circuito internacional de festivales 2016, una película de una solidez y una densidad que remite un poco a Tarkovski o a Sokurov, pero muestra a un cineasta en la plenitud de sus medios, con un futuro imprevisible. La película de Komljen fue uno de los platos fuertes de este edición, junto con los últimos trabajos de Cristi Puiu, Albert Serra, João Pedro Rodrigues, Matías Piñeyro, José Luis Torres Leiva y Johnnie To, presentados en la sección Galas.

En general, es difícil encontrar una película decepcionante en la programación de Valdivia, una especie de hermano menor de Mar del Plata y el Bafici, los dos grandes festivales de la región. Pero Valdivia tiene una escala humana que facilita la comunicación, la posibilidad de que los asistentes vean las mismas películas en un atmósfera relajada, sin estridencias, lo que lo hace particularmente agradable como experiencia.

En Valdivia puede ocurrir que la presencia del presidente del país en un festival de cine por primera vez, como fue la de Michelle Bachelet en la inauguración, sea parte de la normalidad y el clima de convivencia. Bachelet promulgó en Valdivia una ley que permite a directores y guionistas ser considerados como autores de las películas (y, en consecuencia, cobrar derechos) y destacó que sus asesores le decían que Valdivia era el festival más importante de Chile. Y lo es, por su programación, su público cada vez más numeroso y su ambiente tan favorable para el descubrimiento inesperado.