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Hay una apuesta formal, dramática y espacial particularmente fuerte en el segundo largometraje del director austriaco Sebastian Meise, filmado diez años después de su debut con Still Life (2011), pues estamos aquí ante una ficción basada en hechos reales que transcurre, íntegramente, entre los muros de una cárcel (de varias, en realidad) y con un reparto íntegramente masculino, para contar la lacerante historia de la represión de los homosexuales alemanes que, primero, fueron encerrados en campos de concentración por los nazis y de allí fueron transferidos directamente a otra cárcel por la Alemania democrática, tras la derrota del fascismo, en función de la Ley 175 que castigaba con penas de prisión la práctica de la homosexualidad y que no fue derogada ¡hasta 1969!, la fecha en la que termina la historia. La cámara sigue los pasos de uno de estos hombres en tres momentos temporales diferentes (1945, 1957 y 1969), su relación con un amigo también encerrado en la cárcel y su lucha por mantener su dignidad y, en la medida de lo posible, (aunque siempre de manera humillante o furtiva) el ejercicio de su sexualidad. Se conforma con ello un relato de dramaturgia sólida y robusta, que saca partido del encierro en el que permanece confinada toda la historia y que consigue traducir a términos espaciales la tragedia que sufren los protagonistas. Como otras películas de este festival tan ‘temático’ como el que hasta ahora se viene dibujando a orillas de la Croisette cannoise, el film vale más por la denuncia que coloca sobre la pantalla que por sus valores específicamente cinematográficos.

Carlos F. Heredero