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Si no me fallan las cuentas, la brasileña Casa de antiguidades es la tercera de las películas de New Directors, junto a Limbo y 16 Printemps, que lleva el label de Cannes 2020, un dato que puede alentar los prejuicios (¡una película que habría estado en Cannes!). No solo eso, la de Miranda Maria es una cinta llena de logotipos, esas otras etiquetas que pueden representarlo todo o nada, como no sea que se trata de un proyecto que ha viajado y pasado por distintas manos, de esas que aconsejan y no siempre para bien. En este caso, de forma destacada, la residencia de la Cinéfondation de Cannes o Cine en Construcción de Toulouse.

Quizás esto explique el recargado exotismo en el que incide, como si nos quisiese decir en todo momento que se trata de una película brasileña. La historia es la de Cristovam, un nativo negro que lleva ya muchos años trabajando para una familia de origen austriaco que ha decidido trasladar su industria láctea del norte al sur del país. Cristovam ha aceptado la mudanza y cuando el jefe le pregunta por sus razones, esperando seguramente algún tipo de agradecimiento o reconocimiento de fidelidad al patrón, él solo puede responder con toda la sinceridad del mundo que lo hizo por el dinero. Pero en ese sur germanófilo de Brasil que reclama la independencia para separarse del norte derrochador y vago (el relato es siempre el mismo en todas partes, aunque aquí norte y sur se inviertan), Cristovam se encuentra como trabajador extranjero, entre niños rubios que parecen salidos de una película de Haneke y un ambiente que no oculta su racismo (como si en Limbo los refugiados se impusiesen a los nativos). Su único refugio es una vieja casa llena de antigüedades que lo reafirma en su pertenencia a una cultura local llena de mitologías y misticismos, profundamente enraizada en la magia, una cultura que le proporciona las armas para enfrentarse a los ‘invasores’.

También Miranda Maria se sirve de esas armas, pero el resultado es otro, uno que le permite desatender el propio relato, que se vuelve críptico, más atento al colorido, ese exotismo del que hablaba más arriba, despreocupándose en el fondo del personaje que, como la propia película, se esconde tras una máscara, fingiendo ser aquello que no es y quedándose en lo más epidérmico.