Hagamos recuento. Este mes de octubre se estrenan en España, entre otros muchos títulos, las nuevas películas de Julia Ducournau (Titane), Paul Verhoeven (Benedetta), Céline Sciamma (Petite maman), Cristi Puiu (Malmkrog), Clint Eastwood (Cry Macho) y Ridley Scott (Duelo final). En noviembre llegan las esperadas realizaciones de Ryusuke Hamaguchi (La ruleta de la fortuna y la fantasía), Wes Anderson (The French Dispatch), Chloé Zhao (Eternals), Edward Wright (Última noche en el Soho) y Joachim Lafosse (Los intranquilos). 

Y veamos lo que ocurre con el cine español: entre octubre y noviembre, se estrenan los filmes de Pedro Almodóvar (Madres paralelas), Icíar Bollain (Maixabel), Fernando León de Aranoa (El buen patrón), Jonás Trueba (Quién lo impide), Manuel Martín Cuenca (La hija), Paco Plaza (La abuela), Clara Roquet (Libertad), Carlos Saura (El rey de todo el mundo), Álex de la Iglesia (Veneciafrenia), Daniel Monzón (Las leyes de la frontera), Óscar Aibar (El sustituto), Benito Zambrano (Pan de limón con semillas de amapola), Jaume Balagueró (Way Down) y Chema García Ibarra (Espíritu sagrado).

Casi la totalidad de estos títulos –desde los grandes blockbusters a los de humilde condición independiente– provienen de los más importantes festivales internacionales celebrados en lo que va de año (Rotterdam, Berlín, Cannes, Locarno, Venecia, San Sebastián) y constituyen, sin asomo de duda, una parte decisiva del cine más relevante de este año y, por ello, también del que despierta mayor expectación entre la comunidad cinéfila –en sus diferentes estratos, identidades y preferencias– desde ahora mismo y hasta lo que resta de temporada. La acumulación es tan apabullante como evidente.

Pero también suicida, y a esto vamos. Como si se hubiera destapado una olla a presión, todo el mundo quiere estrenar en octubre y noviembre, todo se amontona, todo se superpone. Unas películas van a pisar a otras, algunas conseguirán a duras penas sacar la cabeza sobre los despojos de las demás, pero ni siquiera esto último está asegurado para los más afortunados, o para aquellos que consigan hacer más ‘ruido’ en los medios, porque los porcentajes de asistencia a las salas y los números que viene arrojando la taquilla desde el comienzo de la rentrée no solo no permiten hacerse grandes ilusiones a nadie, sino que prácticamente garantizan que la única posibilidad es un reparto desigual de la pobreza.

La perspectiva que tenemos por delante, en consecuencia, no es que sea preocupante, es que resulta de todo punto absurda. Los gurús de las distribuidoras habrán hecho sus números y sus prospecciones, y habrán llegado a este pantagruélico calendario, a este gozoso festín de glotonería cinéfila, pero el riesgo –todavía mayor para el cine español, siempre más desprotegido– es que algunas pocas películas devoren a las demás. La fiesta amenaza con desembocar en un rosario de canibalismos. Mal negocio para todos. Mal horizonte para el cine, que perderá visibilidad, y también para los espectadores, que perderán oportunidades. Esperamos equivocarnos, eso sí.