Este segundo largometraje de Cyril Schäublin podría resumirse como sigue: la Historia es lo que ocurre mientras creemos estar viviendo la cotidianeidad, que nunca es inocente. En efecto, estamos en la región del Jura, en Suiza, a finales del siglo XIX. Una fábrica de relojes desarrolla su actividad mientras, entre los trabajadores, se impone la doctrina anarquista. De hecho, el joven Kropotkin está recorriendo la zona como topógrafo, elaborando un nuevo mapa de la región que regrese a los topónimos y delimitaciones originales. Los relojes están entrando en una nueva era de evolución tecnológica, cada vez más perfectos y precisos. La fotografía también hace su irrupción –atención a los puntos de contacto entre esta película y Godland, de Hlynur Pálmason, que merecerían un texto aparte–, como actividad artística y recreativa pero también como instrumento de identificación y dominación de la población, al igual que el telegrama está desapareciendo en beneficio de otros medios de comunicación más sofisticados, prestos para dar forma a eso que Foucault llamó la “sociedad del control”…
No piensen, sin embargo, que Unrueh es una película histórica al uso. Muy al contrario, Schäublin procede a mostrar el caos que supone todo eso, la gente que va y viene, los diálogos a veces inconexos que dan paso a otros que a su vez dan paso a otros, los espacios independientes –el trabajo, el ocio– que pronto van a estar cada vez más interconectados… Y lo hace con una cámara a veces alejada y descentrada, a veces cercana a los rostros o las manos que dan y reciben dinero. Es un trabajo de puesta en escena cercano a una imagen-ambient, que se vuelve hipnótica gracias a la singular utilización del sonido, que expande la acción más allá de la pantalla como un ruido constante e inidentificable. No hay clímax ni se narran sucesos trascendentales. Pues si el film de Schäublin es una película histórica es porque también actúa como una especie de reloj que no intenta medir el paso del tiempo –eso queda para el sistema, para los dueños de las fábricas y la policía–, sino sus pequeños seísmos y turbulencias… Es como si los mundos de Tati o Iosseliani se hubieran dispersado aún más, de manera que resultara más difícil descifrarlos. Pues Unrueh, a su modo, es también una comedia absurda, la farsa indescifrable de la Historia.
Carlos Losilla