“¿Cuántos días puedes estar sin comer antes de convertirte en una criatura salvaje?”, se pregunta Ana mientras, desde las alturas de su apartamento, observa la nueva adquisición del zoológico: un hipopótamo que los lugareños alimentan a base de carretillas cargadas de montañas de frutas y verduras. Mariana Rondón, tras abordar las problemáticas de la masculinidad dañina y callejera en su Pelo malo (2013), fabrica una distopía zoológica que se hace eco de la situación política de la Venezuela contemporánea. El límite entre la cordura humana y la socialización animal más primitiva se desvanece mientras la prioridad gubernamental es repoblar los zoológicos, focos de turismo y riqueza, a la vez que los habitantes de los imponentes y descuidados rascacielos apenas se hacen con alimento.
La inquietante fusión de géneros aumenta la expectación ante el inminente desastre, desde el drama más humano por la hambruna que acrecenta con el paso del metraje, hasta el roce con el horror distópico, que obliga a los vecinos a alimentarse de los pececillos de colores que nadaban ajenos a la desesperación más allá de su pecera. Un plano cenital de la piscina comunitaria, metafórico terreno disputado por los vecinos de bloques enfrentados, muestra a Ana y Edgar, su marido, a escondidas, limpiándose en el agua desinfectada con cloro, debido a la sequía que ha tomado control de sus cañerías. Otro plano cenital durante las primeras secuencias de la cinta, muestra a Zafari, el hipopótamo, nadando sereno en su charca, verdosa y turbia. Planos espejo, directos en su decodificación, en los que el tono distópico se rompe para abordar un realismo en el que la mujer pierde su humanidad a la par que la comida, insabora, requiere una condimentación absurda, y el núcleo familiar se queda en la oscuridad, consumido por el salvajismo de Edgar, cuando la única carne comestible es la del hipopótamo Zafari.
Elena del Olmo Andrade
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