Nina es una ginecóloga que vive y trabaja en la Georgia profunda. Un mal día es acusada de negligencia en un parto, situación en la que el recién nacido resulta muerto. Por si fuera poco, también se dedica a practicar abortos en las aldeas circundantes y a su exesposo, con el que trabaja, se le ordena investigar su comportamiento durante el fallecimiento del bebé. Algo pasa con Nina, además: se pasea por las carreteras sin asfaltar de la región ofreciendo sus favores sexuales a los hombres con los que se encuentra, sufre insomnio, y a veces, en los sueños o en las fantasías de alguien, quizá en las suyas o en las de la propia película, es como una especie de feto gigante, o un cuerpo envejecido o arrugado que atraviesa la oscuridad, se sienta ante la ventana, cruza el amanecer… ¿Qué importa este argumento, sin embargo? En el segundo largometraje de Dea Kulumbegashvili, tras la poderosa Beginning (2020), los lances de la trama se diluyen en el tiempo para convertirse en puras abstracciones: esta es una película larga, donde los planos y los colores parecen fundirse largamente entre sí, donde una tormenta se hace a sí misma ante nuestros asombrados ojos, sale de una nube y vuelve a ella, y el cielo es como un cuadro o un paisaje. A diferencia de Beginning, donde todo era más geométrico e incluso simétrico, en Aprili no importa el marco porque todo se trasciende a sí mismo. Incluso un parto o un aborto son situaciones fragmentarias que debemos recomponer con la mirada.
Por un lado, ello provoca que el presunto tremendismo del film no sea tal, sino que la sangre y las heridas formen parte de un mundo atávico en el que la vida termina y vuelve a empezar a cada instante. Por otro, este universo alucinado tiene que ver con una realidad que a la vez lo provoca y lo absorbe: un país, una situación social y económica, una zona del mundo políticamente abandonada a sí misma. Todo tiene que ver con todo: los campos llenos de flores conducen al vacío de la misma manera en que un camino enfangado podría llevar a un enfrentamiento que nunca tiene lugar. El error, en cualquier caso, consiste en apreciar ese mundo desde una mirada realista. La subjetividad encendida de Kulumbegashvili hace que, a menudo, la película se pierda o se detenga, se recree en su propia deriva. Pero ¿acaso no se trata de eso? Imaginen a un Bergman descompuesto, pasado por una paleta de colores dispuesta a pintar los paisajes del alma, y tendrán una idea de lo que es Aprili. Pues en esta película ya no se trata de componer situaciones dramáticas, ni mucho menos teatrales, sino de experimentar con lo que queda del cine. El otro día, a propósito de Monólogo colectivo, dejábamos en suspensión el choque entre el cine y el llamado ‘arte contemporáneo’, o el modo en que el primero se estaba fundiendo, en algunos casos, con el segundo. Y decíamos que la solución, si la había, vendría al final del festival. Pues bien, aquí está, en el film de Kulumbegashvili, que ya no es un metraje hecho de fragmentos, sino que él mismo es un fragmento que se descompone y recompone, pero que nunca pasa a ser totalidad, de la misma manera que los niños nunca llegan a nacer si no es por cesárea, por corte, y en que los planos nunca se estabilizan. Aprili es el cine en movimiento, el cine perdido en el tiempo. Y nosotros viendo sus evoluciones.
Carlos Losilla
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