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El último trabajo de Miguel Ángel Blanca puede ser leído como el sumatorio de aquel documental airado que fue La extranjera (2015) y de esa muy peculiar concepción del fantástico que zarandeaba nuestras retinas en Quiero lo eterno (2017). Solo que esta suma de partes y conceptos que cristaliza en Magaluf Ghost Town (2021) hay que elevarla unas cuantas potencias, pues da como resultado un artefacto tan seductor como complejo. Lo que arranca como un documental de corte etnográfico cuya intención primera parece ser la de convertirse en un estudio sociológico que destruya algunas de las medias verdades que ensombrecen el nombre de la localidad, termina en cuento de fantasmas reconstructor del mito de Magaluf, plató en el que una pléyade de personajes inolvidables interpreta cada día el papel de sus vidas.

El impacto que Blanca alcanza con Magaluf Ghost Town no procede únicamente de su primoroso trabajo con los actores, ni tampoco de la deconstrucción del relato mediático que ha contribuido a forjar la leyenda negra de la ciudad, ni siquiera de la contradictoria revelación que surge tras la implosión definitiva del modelo capitalista provocado por la colisión entre el turismo barato y la especulación inmobiliaria. Si la película supone un salto definitivo en la carrera del realizador catalán es porque para describir los extraños engranajes que mueven la capital del turismo low-cost aplica un muy particular sentido del encuadre que siempre busca el emplazamiento menos obvio -estamos ante una película que abomina de la mirada turística- para, tomando prestados recursos de la ficción, ofrecer una oblicua aproximación al documental.

Si el crítico Carlos Losilla apuntaba que en Las gentiles (2021) Santi Amodeo filmaba Sevilla como si fuera un Los Ángeles colmado de no lugares, y en Espíritu sagrado (2021) Chema García Ibarra galvaniza con el hálito de lo paranormal un humilde barrio ilicitano, aquí Miguel Ángel Blanca lo mismo se mira en Carmina o revienta (Paco León, 2012) -impagable la gracia natural de esa Tere que agarra al espectador desde la primera secuencia- que en el Ion de Sosa de Sueñan los androides (2014). Tres propuestas hermanadas por el tratamiento del espacio que indican la existencia de un cine español que sintoniza con el signo de los tiempos desde una radicalidad expresiva insobornable pero inequívocamente popular. ¿Se abrirá en el seno de la cinematografía patria, y de una vez por todas, la famosa tercera vía?