Carlos F. Heredero.

Acompañando al estreno de El vuelo del globo rojo (2007) publicábamos en Cahiers-España, nº 22 (abril, 2009) un relevante artículo de Antoine de Baecque que se titulaba ‘Míster Hou y la experiencia de la mirada’. Sin duda, porque el cine de Hou Hsiao-hsien nos coloca, efectivamente, ante una mirada hecha de experiencia: una experiencia que viene de muy lejos y que, según Baecque, parece haber “atravesado, contemplado, comprendido muchos lugares, gestos y seres humanos”. Una mirada “sensible a la más mínima variación, pero poco propensa a jerarquizar las impresiones”, pues los planos y los encuadres de sus películas no buscan explicar o sustentar un argumento psicologista, sino comunicar y “experimentar una distancia y un tiempo”.

Mirada, experiencia, distancia, tiempo. He ahí los cuatro conceptos determinantes que dan forma al cine de HHH. De su mirada emerge esa extraña cualidad hipnótica por la que la pantalla se abre sobre el tiempo y la distancia del plano para trasmitir una experiencia que sus encuadres tratan de capturar al vuelo, dejándose traspasar por una revelación –emocional o sintomática– que emerge de forma imprevista, que no está sujeta a las determinaciones del guion ni de la dirección de actores, pero que, de pronto, hace que algo vital “queme en el plano”. Y eso que quema, nos dice Alain Bergala, “es la vida y la presencia de las cosas y de los hombres que la habitan”.

De la experiencia, de su propia trayectoria vital y profesional, viene también el sustrato de sabiduría existencial desde el que parece mirar y filmar. Cineasta casi autodidacta, formado entre la jerarquía familiar femenina (tras la prematura muerte de su padre) y las bandas callejeras, su manera de estar en el mundo y de enfrentarse a las imágenes parece fusionar de manera armónica su itinerario personal y la historia entera de China, que –de forma enigmática– palpita y vibra en misterioso presente dentro de películas tan subyugantes como El maestro de marionetas, Flowers of Shanghai o The Assassin.

De la distancia dan cuenta la mayoría de sus planos, que dejan a sus actores en libertad para relacionarse con su entorno, pero también al espectador para pasear libremente su mirada por toda la extensión del cuadro y para perderse, incluso, en “esas zonas vacías que pueden contener una enormidad de cosas”, según el propio HHH. Unos espacios que parecen suspendidos en el tiempo, escrutados sigilosamente por un cineasta pudoroso que trata por todos los medios de no imprimir a las imágenes la marca de su propia subjetividad: “Mirar y no intervenir, observar y no juzgar”, que decía Confucio.

Y tiempo, por supuesto. El tiempo real que sus largos planos secuencia dejan discurrir con parsimonia, necesario para “captar lo que se desprende de un lugar o de un personaje” (palabras del cineasta), para que la imagen acabe por dar forma a la vivencia sensorial de ese transcurso mientras la mirada, la distancia y la experiencia van conjugando, al unísono, las sucesivas capas de las que están compuestas sus películas.

Por todo ello, volver a Hou Hsiao-hsien no solo supone reencontrarse de nuevo con sus imágenes, siempre hermosas y siempre verdaderas. Supone igualmente recuperar a un cineasta que no solo es “de lejos, el artista más importante producido por el cine chino contemporáneo” (según Olivier Assayas), sino también uno de los pocos creadores realmente grandes del cine mundial de las últimas tres décadas.