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Carlos F. Heredero

Lo detectamos ya el pasado mes de junio, cuando hacíamos balance de lo que se había visto en el Festival de Cannes. Películas como Jupiter’s Moon (Kornél Mundruczó; ganadora en Sitges), Sin amor (Andrey Zvyagintsev), The Square (Ruben Östlund), The Killing of a Sacred Deer (Yorgos Lanthimos), Happy End (Michael Haneke), Une femme douce (Sergei Loznitsa), El amante doble (François Ozon) e In the Fade (Fatih Akin) nos devolvían a un cine que “opta por refugiarse en las viejas certezas del guion, de los conceptos apriorísticos y del subrayado estilístico más propio del viejo cine de qualité que de las liberadoras conquistas de la modernidad cinematográfica, alérgicas a todo dogmatismo conceptual y abiertas a la búsqueda permanente de la puesta en escena”. Un cine, decíamos, que dejaba al descubierto la “pomposa ambición de sus ficciones, muchas de ellas con la pretensión obvia (casi tatuada en cada uno de sus planos) de convertirse en metáforas” de temas que casi siempre se expresan con una voluntad de trascendencia que termina por asfixiar a sus imágenes.

Ahora se estrenan algunos de esos títulos y la ocasión es propicia para volver a la cuestión. En el fondo, no estamos demasiado lejos de aquel modelo (el cine francés de la qualité academicista) que, según François Truffaut, destruye el realismo “en el momento preciso en que logra capturarlo, puesto que está más preocupado por aislar a los seres en un mundo cerrado, tapiado por fórmulas, juegos de palabras, máximas, que en dejar que se muestren tal como son, ante nuestros ojos”.

Una concepción del cine, en definitiva, a la que también alude Manny Farber cuando rechaza ese “arte elefante blanco” empeñado en “tratar cada centímetro de la pantalla y de la película como un área potencial de creatividad digna de premio”, un cine reo del “pecado de la construcción que encajona una acción con una idea noble o un efecto de cámara inspirado por el Arte con mayúscula“, prisionero de esa presuntuosa afectación que “aspira a clavar al espectador en la pared y a golpearle con toallas empapadas en arte y significado”.

Más allá de las valoraciones puntuales que puedan merecer cada una de estas películas, la disyuntiva se vuelve todavía mucho más clamorosa cuando este mismo año han surgido obras como Caras y lugares (Agnès Varda), The Day After (Hong Sangsoo), A Fábrica de Nada (Pedro Pinho), The Florida Project (Sean Baker) o Le Lion est mort ce soir (Nobuhiro Suwa); es decir, un cine poroso, abierto a las dudas y a los interrogantes, que deja libertad al espectador para que su mirada explore los rincones menos dominados por sus creadores. Un cine, decíamos el pasado mes de junio, “que se afana en trabajar con humildad para intentar capturar aquello que, de pronto, ‘quema’ el fotograma [como diría Alain Bergala] y lo revitaliza con destellos de humanidad no reducibles a fórmulas narrativas, giros de guion, encuadres enfáticos o poses autorales”. Un cine de la vida y no del diseño, por muy brillante que este sea.

Quizá estemos por todo ello ante un momento propicio para abrir la discusión, para reflexionar sobre los diferentes modelos del cine actual y, a la vez, sobre diversas maneras de recibir, leer y considerar las imágenes del presente. Sobre distintas tendencias en el campo de la creación y sobre dispares corrientes críticas, herederas de tradiciones que vienen de lejos, pero obligadas también a interrogarse y a renovarse frente a las heterogéneas realidades de hoy. El artículo de Jaime Pena que abre el Gran Angular de este mes se adentra por esos caminos, pero nuestras páginas están abiertas a nuevas  aportaciones que puedan contribuir a profundizar el debate.