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El primer largometraje de dos jóvenes cineastas taiwanesas se ha desvelado, ya casi al final de la competición oficial del certamen, como una de las apuestas más certeras de los programadores. Su historia comienza mostrando el día a día de un anciano matrimonio (una larga introducción salpicada de varias escenas tan magníficas como reveladoras) y se adentra luego por un territorio mucho más imprevisible a partir del momento en el que fallece la esposa, el marido opta por guardar su cadáver en un viejo congelador y el hijo regresa con su nueva pareja, que resulta ser otro hombre. Una vez más, y van ya cinco en el festival (Kalak, Ex – Husbands, Le Successeur, Great Absence), un hijo regresa a la vida de su padre y debe ajustar cuentas con él, pero en esta ocasión el relato se centra más en el proceso de duelo, en la difícil digestión emocional de una soledad que resuena con dolor y con amargura en la vivencia cotidiana de un hombre que, mientras compartía la vida con su mujer, la trataba con displicencia altanera y con no poco autoritarismo patriarcal. Filmada originalmente en 16 mm y ofrecida en una proyección digital que, por expreso deseo de las autoras, dejaba artificialmente al descubierto los ‘nervios’ entre fotograma y fotograma por arriba y por abajo del encuadre (quizás para hacer evidente el soporte original de celuloide), la película tiene algo de mimo artesanal y de ‘política de los cuidados’ tanto en el trato de sus materiales meramente físicos como en la delicada manera de filmar a sus personajes y de construir una narración particularmente elíptica. Entre sus rendijas, de sus huecos y por sus pliegues emerge, callada y silenciosa, una emoción reparadora y curativa. Sus directoras quieren a su protagonista (ese viudo huraño y gruñón, aquejado de cojera, frágil y testarudo a la vez, empeñado en honrar y conservar la memoria de su esposa) y ese amor se contagia a la pantalla. Una hermosura de película. Carlos F. Heredero