Comentábamos el año pasado a propósito de Un Certain Regard cómo la hermana pequeña de la Competición por la Palma de Oro ha experimentado un proceso de redefinición en los últimos años. Esta búsqueda de una identidad propia parece haber cristalizado este 2023. Entre los veinte títulos que concursaban en la sección, ocho eran óperas primas. Y del resto, la mayoría estaban firmados por cineastas emergentes o sin un nombre consagrado. Constatamos, por tanto, que Un Certain Regard ha dejado de ser esa programación que durante algunos años se caracterizó por acoger obras en principio más arriesgadas, ya fueran de directores noveles o reconocidos, para cumplir con otros objetivos. Mientras la competición mantiene su alergia a las óperas primas (en esta edición aspiraba a la Palma de Oro una única primera película, Banel et Adama, de la franco-senegalesa Ramata-Toulaye Sy), Un Certain Regard se ha convertido en la zona de acogida de nuevos cineastas. De esta manera, las dos secciones competitivas de la Selección Oficial reproducen una tónica cada vez más recurrente en el diseño de las programaciones de festivales. La estructuración polarizada entre una competición dedicada a grandes nombres y otra que recoge posibles descubrimientos. Un dibujo que, por un lado, privilegia el estatus del autor por encima del interés artístico de sus obras: no parece haber lugar para los directores cuya carrera ya ha despegado pero no se han convertido en cineastas de referencia. Por el otro, los directores más radicales se quedan sin sección donde concursar. En 2023, esta anomalía se ha hecho evidente en el hecho de que, por ejemplo, Eureka de Lisandro Alonso acabara en ese terrible cajón de sastre llamado Cannes Première, donde cohabitaba con Cerrar los ojos de Víctor Erice y los descartes del cine francés de la temporada.
Otro rasgo claro marca la identidad de la nueva Un Certain Regard, su atención a lo que podríamos llamar cines del mundo. La diversidad cultural planetaria se ha reflejado en esta sección como en ninguna otra, de manera que el Festival de Cannes apuesta por disponer de una ventana abierta a cinematografías con difícil acceso a los circuitos cinematográficos globales con películas que en el algún caso anteponen un relato didáctico respecto a la situación en sus respectivos países que la propuesta de nuevos caminos estéticos para el cine. El premio mayor de Un Certain Regard fue a parar a la estadounidense How to Have Sex de Molly Manning Walker que, según el compañero Àngel Quintana, “podría llegar a ser la prolongación de Spring Breakers de Harmony Korine si no fuera porque la perspectiva moral domina la escena. No tiene la propuesta estética de Korine, pero sí hay una cierta conciencia del dolor y del vacío”. En el resto del palmarés, los premios se hicieron eco de esta apertura de Un Certain Regard a los cines del mundo. El Premio Nueva Voz recayó en uno de los títulos más estimulantes vistos en la sección, la congolesa Augure (Omen), primer largometraje del rapero belga de origen congolés Baloji. El cineasta da una vuelta de tuerca a las perspectivas poscoloniales a partir del viaje a la República Democrática del Congo de una pareja belga mixta que esperan una pareja de gemelos. La buena voluntad del protagonista y su esposa blanca de pagar la dote correspondiente y reconectar con la familia y las raíces del primero no tarda en chocar con un panorama hostil, cargado de ausencias, resentimientos y, sobre todo, una serie de supersticiones que emponzoñan los vínculos entre los personajes. Bajoli rehúye la perspectiva más propia del realismo social que podría haber adoptado una historia de este tipo para incorporar la fuerza onírica que encierra el imaginario ligado a la hechicería y a otras tradiciones populares del país. También diversifica el protagonismo de manera que un par de personajes secundarios ejercen de contrapunto a la crisis que vive el protagonista europeizado con sus raíces africanas. Por un lado, su hermana encarna una idea de resistencia feminista a las tradiciones patriarcales congoleñas, al mismo tiempo que ha dejado de considerar Europa una referencia o un horizonte de futuro. Y un joven de banda callejera aporta la mirada juvenil, queer y marginal al conjunto.
El Premio al Conjunto (Ensemble Prize) se otorgó a Crowrã (The Buriti Flower), tercer largometraje del director portugués João Salaviza y segundo que rueda junto a la brasilera Renée Nader Messora tras Chuva é cantoria na aldeia dos mortos (2018), también estrenada en Un Certain Regard y que aquí se tradujo con el prosaico título de El canto de la selva. La pareja repite y expande la aproximación a una comunidad indígena que ya llevaba a cabo en este film anterior. Vuelven a optar por un formato de docuficción con ciertos tintes etnográficos que les permite adentrarse en el mundo de los Krahô sin caer en la pura mirada antropológica ni en la exotización. Los Krahô son representados a partir de sus vínculos con el entorno (el propio y el del pueblo blanco más próximo), con sus tradiciones (la charla sobre cómo ya no participan desnudos en sus propias fiestas) y con la memoria respecto a las masacres que han vivido como pueblo. Aunque Crowrã (The Buriti Flower) también transmite como Chuva… la fuerza mágica de la cosmogonía de la comunidad protagonista, aquí la trama incorpora una mayor carga ideológica. Los Krahô viven marcados por los continuos intentos de depredación y exterminio que sufren por una parte de la población blanca, los cupe según su terminología, lo que conlleva la politización de algunos habitantes hasta el punto de que un par de protagonistas abandonan temporalmente la aldea para sumarse a las manifestaciones indígenas contra las políticas de Jair Bolsonaro que tuvieron lugar en Brasilia en abril de 2022. Esta fuga final puede desconcertar e incluso leerse como una adaptación a un discurso político de conveniencia. Pero los cineastas llevan un paso más allá su vocación de retratar a una comunidad indígena desde perspectivas menos estereotipadas. Y aquí entra la implicación de algunos Krahô en protestas que tienen lugar fuera de su comunidad y forman parte de los noticiarios.
El Premio de la Libertad (sic, Freedom Prize), se entregó a la sudanesa Goodbye Julia, de Mohamed Kordofani, que ya comentamos como uno de estos ejemplos de obras de Un Certain Regard que tienden al drama realista y prosaico de vocación global sobre un contexto sociopolítico concreto. El Premio a la Dirección lo recogió la cineasta marroquí Asmae El Moudir por Kabid Abyad (The Mother of All Lies), otro de los títulos potentes a competición en que la directora se inspira en el dispositivo forjado por Rithy Panh en La imagen perdida (2013) para bucear en la memoria personal y colectiva de la represión de las Revueltas del pan que tuvieron lugar en el país en 1981. El Moudir reconstruye estos recuerdos a partir de una maqueta de su calle y barrio que lleva a cabo su padre. Esta perspectiva doméstica, le permite ampliar la escala de lo familiar a lo nacional sin sobresaltos: la represión afectó a familiares y vecinas cercanas, y los espacios de juego se convirtieron en fosas comunes. La directora diluye la frontera entre lo familiar y lo político en la figura de su abuela, mujer endurecida que proyecta su resentimiento en su familia y en su apoyo a Hasan II, que acaba representando el silencio de toda una generación, también víctima a su manera de unas circunstancias terribles.
El Premio del Jurado recayó en el otro film marroquí a concurso, Les Meutes (Hounds), ópera prima de Kamal Lazraq que nos arrastra a la caída en el abismo moral de un padre y un hijo que sobreviven a base de pequeños delitos en los suburbios de Casablanca y, por una serie de circunstancias fatales, deben desembarazarse de un cadáver inoportuno. El cineasta imprime la urgencia y la estética bruta del digital menos estilizado a esta visión desesperanzadora de los destinos de dos marginados en el Marruecos contemporáneo.
Se echó en falta en el palmarés la presencia de otros dos títulos iberoamericanos, la argentina Los delincuentes de Rodrigo Moreno, que Jaime Pena definía como una propuesta que “nos lleva del género policial urbano a la abstracción del paisajismo rural, todo ello a lo largo de tres subyugantes horas que constituyen toda una reflexión sobre los propios mecanismos genéricos y su reinterpretación contemporánea. Desde este punto de vista Los delincuentes sería algo así como un resumen de la evolución del propio cine, del clasicismo a la modernidad (…).” Y la chilena Los colonos de Felipe Gálvez, un western austral sobre el genocidio de los ona, el pueblo que habitaba Tierra del Fuego, llevado a cabo por terratenientes y ganaderos chilenos y británicos entre finales del siglo XIX y principios del XX. La película se encomienda a los modos austeros, brutos y potentes del cine de Lisandro Alonso a la hora de acompañar a un militar británico, un mercenario yanqui y un indígena en la misión de proteger los intereses de un terrateniente en el territorio. Hasta que, en su último tercio, justo cuando acechaba el peligro de cierto estancamiento, Los colonos da un oportuno viraje hacia el drama político y sus escenarios tan ‘civilizados’ como siniestros para otorgar la necesaria significación ideológica al film. La propuesta chilena propone una perspectiva de crítica poscolonial como pocas veces vemos en el cine de este y otros países iberoamericanos en que los exterminios de la población indígena siguen siendo un tema tabú. Aunque ausente del palmarés oficial, Los colonos sí fue reconocida con un premio alternativo, el Fipresci de la crítica internacional. Eulàlia Iglesias