La crítica que viene a continuación no es inocente, no pertenece únicamente a la película que me proponía –y me propongo– reseñar. Tiene que ver también con la anterior, con la que vi antes. Son cosas que pasan en los festivales de cine: no es que las imágenes se superpongan, algo que también sucede, sino que los estados de ánimo se prolongan o enfrentan sin que nuestra voluntad tenga mucho que ver en ello. Más bien se trata del cansancio, la acumulación, las manías personales, que se acentúan a medida que pasan los días. Yo quería escribir de Ulysses, y es lo que voy a hacer, pero quizá el texto resultante no sería el mismo si en la sesión anterior no hubiera visto Emilia Pérez, la película de Jacques Audiard que triunfó en Cannes (y de la que yo no debía escribir). El caso es que Emilia Pérez me pareció tan afectada, tan impostada, y no diré más, que me sentí como si alguien me hubiera tirado arena a los ojos, digamos que visualmente agredido. Y entonces me convencí de que debía limpiarme la mirada, y llegó una película tan pequeña, tan humilde, como Ulysses y lo consiguió. Pues este film nacido en la Elías Querejeta Zine Eskola, del que apenas esperaba nada, seguramente por prejuicios estúpidos, me pareció una pequeña maravilla al lado del ‘elefante blanco’ de Audiard. Una vez más, el cine venía a redimir al cine.

Ulysses está dirigido por Hikaru Uwagawa, un joven cineasta japonés que ha estudiado en España. Pero eso no importa ahora, pues lo que de verdad destaca en él es una mirada nítida y transparente, o mejor, una mirada que sabe mirar. En un momento dado, en una conversación entre amigas, una le dice a la otra que lo importante es el lugar desde el que se piensa y se habla, o algo parecido. Pues bien, Ulysses mira desde varios lugares, pero solo de una manera. Siguiendo el título, se trata de hilvanar varias historias que transcurren en países distintos, en España y en Japón, de Madrid a Obon pasando por la propia San Sebastián: un niño que espera a su padre viajero, un joven japonés que llega al País Vasco y se relaciona con un grupo de amigos y amigas, otro joven nipón que regresa a casa con motivo de otro viaje, esta vez definitivo, la muerte de su abuelo… Hay detalles que riman, pero el film no se dirige hacia ninguna parte, es otro Ulises que vagabundea por diversos fragmentos narrativos que nunca concluyen, que pasan de uno a otro sin buscar nexos ni excusas, que nunca vuelve a casa. Hay una democracia de la enunciación y del punto de vista que cede a todos los mismos derechos, que no jerarquiza ni prioriza. De repente, un atardecer filmado desde un coche tiene la misma importancia que las dos muchachas vistas antes en la playa, o que el niño que mira el mundo a través de unas misteriosas gafas, o que el fuego sagrado que no se extingue porque –según se afirma– el fantasma del abuelo aún corre por ahí. Película de espectros que se sustituyen unos a otros en nuestra mirada, Ulysses es también un film sobre el presente, sobre los jóvenes, sobre su obligación de viajar, sobre el placer de hacerlo. Ulises a la fuerza, ellos son la última encarnación del mito.

Carlos Losilla