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En su cuarto largometraje, Fuerza mayor (2014), Ruben Östlund mostraba una cierta capacidad para engendrar lo más inquietante bajo la superficie más apacible, para detectar la cobardía moral bajo la capa de respetabilidad, para sacar a flote los instintos más repulsivos que subyacen bajo la máscara de las convenciones sociales. Todas aquellas dialécticas explotaban después con fuerza, pero también un tanto fuera de control, en The Square (Palma de Oro en Cannes, 2017): una obra mucho más ambiciosa en todos los sentidos, incluido el de la desproporción con la que se extienden muchas de sus secuencias y la desmesura de las ínfulas estéticas con las que otras se expresan. Allí, el director sueco proponía una explícita parábola sobre la deshumanización de las relaciones sociales, sobre el individualismo egoísta y sobre la ferocidad de las diferencias de clase tomando como pretexto el mundo elitista del arte conceptual de vanguardia y de su tratamiento en las grandes instituciones museísticas financiadas por el mecenazgo privado.

La línea evolutiva que conducía de su cuarta a su quinta película se prolonga ahora en la sexta (Triangle of Sadness), pero en forma hipervitaminada, o más bien de metástasis, porque en este nuevo trabajo (encumbrado ya por su triunfo anterior en Cannes) el film vuelve a estirarse de forma atrabiliaria (dividida en tres partes heterogéneas, que apenas darían cada una de ellas para sendos cortometrajes) y sus imágenes vuelven a teñirse de un subrayado moralismo que esta vez se expresa en forma de sátira gruesa, a base de brocha gorda y de chafarrinones estentóreos, ya sin máscara y sin contención ninguna. Hagan recuento: un oligarca ruso de entusiasta credo capitalista, un capitán de un crucero de lujo que se confiesa marxista, un entrañable matrimonio de abuelitos fabricantes de armas, un señor que se confiesa a sí mismo asquerosamente rico, un chico modelo de físico atractivo, pero de escaso cerebro, una modelo influencer con menos neuronas todavía, y añadan también unos piratas armados que tratan de abordar el yate, un emigrante negro que vende copias de artículos de lujo en una isla supuestamente desierta, una mujer de la limpieza filipina dispuesta a tomar el mando de los náufragos y a beneficiarse al guapo modelo, y así podríamos seguir todavía un rato más, pero tampoco hace falta…

Estamos, por tanto, en el terreno de la caricatura grotesca y dentro de una sátira que pretende reírse de los ricos y de su prepotencia, del postureo del mundo de la moda, del significado del dinero, de los papeles jerárquicos tradicionales en las diferencias de clase, de los roles masculinos y femeninos en las relaciones de pareja en torno al dinero, del matriarcado sustitutivo del orden patriarcal, de lo políticamente correcto y, en general, de un mundo que, obviamente, no le gusta nada a Ruben Östlund. El problema es el pincel; es decir, la puesta en escena, que es de una tosquedad, de una evidencia subrayada, de un grosor sin estilo y de una zafiedad tal que anula por completo la efectividad de la propuesta. Convendría no confundirse: no estamos ante las enérgicas líneas del grafismo de Robert Crumb, ni ante la sátira de Rabelais, ni ante los caprichos de Goya, ni ante la exacerbación cóncava o convexa del esperpento valleinclanesco. La caricatura y la sátira son géneros nobles y algunas de sus manifestaciones más extremas pueblan la gran literatura y no pocas obras importantes del cine.

El problema es que aquí estamos ante lo más parecido al cine tosco de Mariano Ozores y cía., ante un director que se regocija de sus propias ocurrencias, que señala groseramente con el dedo y que trabaja, sobre todo, para que el espectador que pueda compartir su visión del mundo se vea gratificado porque las imágenes del film le permiten, por una vez, situarse por encima de los ricos y reírse de ellos. Masturbatoria y autosatisfecha, Triangle of Sadness es la película de un cineasta pomposo y afectado, un film extraviado en su propia y caprichosa desmesura narrativa, solo apto para disfrutar en comunión con su mirada hipertrófica. Exactamente lo contrario, para entendernos, del cine que nos ‘hace ver’ lo que antes no veíamos, que nos obliga a pensar y a cuestionarnos nuestras propias convicciones, que nos abre puertas y que nos permite mirar. Cine para creyentes, vaya, así que ‘inclúyanme fuera’, por favor.

Carlos F. Heredero

Existen algunas  grandes películas sobre transatlánticos que describen brillantemente la debacle y el fin de capitalismo desde el interior de un crucero vacacional. Manoel de Oliveira describió un viaje sobre el malestar de su tiempo en Una película hablada, mientras que Jean-Luc Godard convirtió el Costa Concordia -que posteriormente naufragó en la realidad- en una especie de crónica de la miserabilidad de lo hortera. Ruben Östlund, ganador de la Palma de Oro por la mediocre The Square, decide llevar a cabo su metáfora sobre el naufragio del neocapitalismo ambientada también en un transatlántico. No obstante, su discurso es tan débil y ridículo que la que acaba naufragando es su propia película.

Triangle of Sadness lleva a una pareja de jóvenes modelos hacia un transatlántico de lujo en el que los nuevos ricos que han ganado grandes fortunas de acciones en bolsa, ya sea traficando con armamentos o con negocios imposibles, intentan mostrar sus privilegios de clase. En un momento determinado, los personajes caen de lleno en el caos, vomitan y sacan a relucir toda su mierda mientras afirman sus privilegios de clase en un mundo que consideran suyo. El trazo utilizado por la película es de brocha gorda, con algunos chistes bien resueltos. Incluso podemos decir que la película funciona mejor cuanto más grosera intenta ser. En los momentos finales, la metáfora sobre el naufragio del capitalismo da paso a una lectura sobre la supervivencia en la que los ricos actúan como parásitos, la mujer de la limpieza se convierte en jefa de la organización de los nuevos náufragos y el patriarcado da paso a un cierto matriarcado, como si el fin de un mundo llevara consigo la utopía. De todos modos, todo acaba siendo tan simplista que la pretendida especulación política acaba en la más grande de todas las obviedades.

Àngel Quintana