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Con una sobriedad inusual en el thriller contemporáneo, un banquero privado de Ginebra viaja a Argentina durante la dictadura y se inicia, de forma sutil y progresiva, un descenso a los infiernos de las altas esferas que, como ocurría con la lúcida Rojo (Benjamín Naishtat, 2018), se contagia con acertada contención de las formas estéticas de la época a la que representa. Por el camino, Andreas Fontana se permite retratar con desdén a toda esa burbuja de la burguesía del momento bajo el mismo filtro grotesco con el que Lucrecia Martel los dibujaba en sus primeras películas. El thriller avanza cerrándose sobre sí mismo y las sombras del relato se alargan, dejan de ocultarse bajo la fachada de los buenos modales. Hay tal carga dialéctica que, en ocasiones, seguir la trama se asemeja a un auténtico ejercicio literario. La película termina pareciéndose a un filme dirigido por un joven Coppola en el que los despachos se vuelven panteones de la infamia y altares de los grandes secretos, sin olvidar un sorprendente tramo final que por momentos abandona su discreción formal y que bien podría recordar a Martin Sheen remontando el río como el capitán Benjamin L. Willard, con una carga simbólica además muy parecida.

Apegada a su personaje hasta el último momento, acompañándolo y tratando de comprenderlo, filmándolo como si la cámara fuese en algún momento a apoyar al personaje con una palmada en su espalda, Azor indaga en los procesos por los que hasta las personas más íntegras se acaban corrompiendo, y para hacerlo no teme serpentear por un denso relato concebido y orquestado por el propio director. El talante de la historia es tan sórdido como sobria es su manera de plantearlo, con una madurez impropia de un cineasta que firma aún su primera película. El generoso texto termina imponiéndose sobre las imágenes como una losa revelando toda su carga dramática, dando a luz un filme con la apariencia de otro tiempo en el que se reflejan las constantes económicas que sobreviven en el presente.