En los juicios de Núremberg, Rudolf Höss, director del campo de concentración y extermino de Auschwitz y Birkenau, afirmó ante el tribunal que “no fueron tres millones de muertos. Solo fueron dos millones y medio, el resto murieron de hambre, agotamiento y enfermedad”. El novelista Martin Amis convirtió a Rudolf Höss y a su familia en protagonistas de la novela La zona de interés. En ella utiliza tres voces narrativas –Höss, su jardinero y amante de su mujer, y un Sonderkommando– para relatar de forma detallada aquello que Hannah Arendt definió en su momento como la banalidad del mal. Johathan Glazer –autor de la legendaria Under the Skin (2013) realiza una peculiar adaptación del libro centrada en la personalidad de Höss y su entorno familiar. Junto a los muros del campo de concentración, la familia de Höss vive en una lujosa mansión con piscina. Los niños se bañan en el río y se comportan de forma disciplinada, como una acomodada familia nazi. En su casa se huele el horno crematorio y se oyen los gritos de desesperación de las personas atrapadas en el campo. A la familia no les importa, solo les preocupa que crezcan las rosas del jardín y aparentar una unidad. El padre se va a trabajar cada día engalanado con su traje de servicio al campo, la historia aún no lo ha bautizado como el animal de Auschwitz. Todo cambia cuando un día llega una carta que amenaza con que el paraíso situado junto al infierno puede acabarse. El marido puede ser trasladado a Berlín a dirigir la política de los diferentes campos. La mujer quiere continuar bañándose en la piscina y los niños deslizándose por el tobogán. En Berlín algo esencial acaba decidiéndose y el animal de Auschwitz regresa a su confortable mansión, pero el infierno termina ampliándose.

Jonathan Glazer rueda de forma impecable, con un gran rigor, una película sobre unos seres que prefieren preocuparse por su perrito que por los prisioneros que gritan de dolor junto a su mansión. El mal aparece con toda su frialdad y se cuestionan los límites de lo soportable como acto de perversión. Rudolf Höss activa la máquina de la muerte pero el placer de su familia los convierte a todos en cómplices del horror. Glazer rueda la película desde una visión absolutamente conceptual, con interludios musicales a cargo de Mica Levi y con algunos pequeños deslices hacia el presente. A diferencia de la mayoría de las películas concentracionarias esta vez entramos en el interior de la cámara de gas, pero no para realizar un simulacro como Spielberg, ni para negar ese inimaginable al que apelaba constantemente Claude Lanzmann; entramos en la cámara de gas mientras unas mujeres la limpian. No estamos en 1945 sino en nuestro presente, en un momento en que el infierno se ha convertido en un parque temático para turistas. El horror no está únicamente en el corazón de las tinieblas sino en la mirada con la que lo observamos desde nuestro presente. Jonathan Glazer nos sacude, nuestro estómago se encoge. La película nos duele. Àngel Quintana


Adaptación libérrima de la novela homónima de Martin Amis, de la que Jonathan Glazer elimina todo el humor satírico del novelista, pero también el triángulo amoroso que centra el relato literario, el nuevo film del director de Under the Skin (2013) es un artefacto conceptual que pone sobre la pantalla una particular versión de la idea de la banalidad del mal, desarrollada por Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalem. A todo lo largo de su primera parte (la más valiosa y realmente conseguida de la película), el comandante del campo de concentración de Auschwitz vive confortablemente con su familia en una amplia vivienda-chalet junto a los muros tras los que se oculta el horror. Las paredes, buena parte de los muebles, la ropa de los personajes, casi todo es blanco impoluto en esta burbuja de felicidad hogareña desde la que se escucha la maquinaria infernal que hay al otro lado del muro y a la que llega el humor negro del crematorio, sí, pero también la ropa de los niños judíos que ahora recibe con toda naturalidad como regalo la esposa del comandante y hasta los dientes de oro, arrancados a las víctimas del exterminio, con los que juegan los niños de la casa. Y junto a la mansión, un hermoso y cultivado jardín lleno de flores de colores, y cerca también un entorno natural paradisiaco en torno a un río por el que, de manera sobrevenida, un día descienden algunos huesos humanos y ceniza negra procedente de las cámaras de gas mientras el comandante se baña en sus aguas, que él creía limpias y cristalinas…

La idea-núcleo, que diría José Luis Borau, es un hallazgo espacial, conceptual y fílmico deslumbrante, filmado por Glazer con una frialdad casi glaciar heredera inequívoca del primer Funny Games de Michael Haneke (1997). Una trabajadísima banda sonora hace sobrevolar constantemente sobre la idílica mansión del comandante el sonido ominoso de la maquinaria mortífera vecina, de la que solo vemos el muro exterior y una torre de vigilancia desde el césped de la piscina donde juegan los niños y la familia se divierte. Todo transcurre con la mayor naturalidad, el comandante lee amorosamente cuentos infantiles a sus hijos y la familia disfruta de una existencia idílica, aunque en algún diálogo se filtran de refilón breves palabras sobre la maldad de los judíos y en una conversación del capo con unos ingenieros estos le explican cómo funcionará la caldera y la circulación de los gases y de las cenizas para que el crematorio no tenga que parar ni de noche ni de día. No hay tiempo que perder si se quiere gasear a decenas de miles de seres humanos con la rapidez exigida por los altos mandos, pero la cámara nunca entra dentro del campo. La puesta en escena hace resonar sobre la blanquísima vida cotidiana de la familia lo más negro y lo más atroz de la historia de la humanidad (esta es la gran idea visual y conceptual del film), y lo hace con rigor y con plena coherencia hasta que… la tentación formalista de Glazer, la deriva argumental del relato (el comandante es destinado a Berlín para coordinar la logística de la shoah) y la inclusión de fragmentos oníricos acaban por disgregar la propia idea concentracionaria de la puesta en escena y también por diluir, de manera contradictoria con sus propias intenciones, la intensidad y la coherencia de la denuncia. La película empieza a navegar entonces por digresiones poco productivas hasta que, en su epílogo, entramos por fin dentro de Auschwitz, pero lo hacemos cuando aquel lugar se ha convertido ya en una exposición para visitantes, cuando las mujeres de la limpieza se afanan en limpiar las cristaleras de las vitrinas en los tiempos contemporáneos. Entonces la metáfora del film recupera toda su fuerza, pero para entonces es quizás ya demasiado tarde y la operación se percibe como impostada, como un añadido resonante, pero incrustado con calzador. Carlos F. Heredero