En un pequeño pueblo de Anatolia, donde el paisaje veraniego de hierbas secas que da título al film queda invadido por la nieve en invierno, se cruzan dos tramas dramáticas alrededor de Samet, un joven profesor del colegio local, un personaje que da intermitentes muestras de nihilismo, arrogancia, mediocridad, superioridad y desconcierto existencial. La primera parece girar en torno a una acusación de acoso sexual cuyo vértice es la adolescente Sevim y la equívoca relación que esta mantiene con el protagonista, sin que nunca lleguemos a saber exactamente cuál es el fondo real, si es que existe, de los hechos que parece investigar el director del colegio. La segunda se centra en un triángulo amoroso entre Samet, Kenan (su compañero de piso) y Nuray, también profesora de la escuela, a la que le falta una pierna y se sirve de una prótesis para poder andar. A medida que se desvanece, o parece pasar a segundo plano, la primera de estas tramas, avanza con intensidad y fuerza creciente la segunda, que ocupa casi la mitad final de este largo film de tres horas y diecisiete minutos escrupulosamente fiel al universo dramático y moral de su director.
Las dos partes se apoyan en largos diálogos entre los personajes que el cineasta filma en ocasiones con no menos largos planos fijos de las conversaciones cuyos encuadres siempre resultan expresivos, pero mientras la primera de las tramas resulta casi opaca y acaba por diluirse, la segunda contiene algunos de los mejores momentos filmados por Bilge Ceylan. La larga noche entre Samet y Nuray trae a la memoria, tanto por el comportamiento del primero, como por el retrato que se hace de la segunda, la noche y la prolongada conversación nocturna entre Maud y el ingeniero en Mi noche con Maud, de Éric Rohmer. La insegura y aviesa mediocridad del protagonista, disfrazada de respeto y de pudor, frente a la vitalidad y la franqueza de Nuray, seguida por el encuentro posterior entre los tres personajes centran una larga secuencia de progresiva intensidad dramática modulada con ejemplar diapasón narrativo y fílmico por el director, que acaba por abrir la película, en esa segunda parte, a una reflexión existencial de hondo calado y de hermosa estirpe chejoviana, imbricada en los parajes cambiantes de esa Anatolia que el director ha convertido en el epicentro de su universo poético. Cineasta de la palabra dramática, Bilge Ceylan es también un sensible explorador de los vínculos entre los hombres y los escenarios naturales de sus ficciones, y en esa articulación se vuelve a jugar aquí buena parte de esta emocionante película. Carlos F. Heredero
Como en la mayoría del cine de Nuri Bilge Ceylan estamos en algún lugar de Anatolia. No es un pueblo de la Capadocia, sino un lugar deslocalizado cubierto de nieve todo el año y con un calor asfixiante los meses de verano. Las hierbas secas del lugar marcan el paisaje, árido en verano e intransitable por la nieve en invierno. Un paisaje claustrofóbico como lo puede llegar a ser el mundo derrumbado de Samet, un profesor de artes plásticas que a veces actúa de forma engreída y otras manifiesta un desconcertante nihilismo frente a la vida. En el interior de la película hay unos pocos personajes clave que hablan y nos relatan sus pequeños dramas personales. Están su compañero Kenan, con el que comparte apartamento, y Noray, una chica a la que le falta una pierna y que da clases de inglés en la escuela. También está una joven adolescente, Sevim, a quien el profesor de artes plásticas le da un pequeño regalo al regresar de vacaciones. A partir de estos personajes aparece una trama secundaria según la cual Kenan y Samet son llamados por el rector de la escuela para gestionar una acusación de acoso sexual contra las adolescentes. Los dos hombres no entienden lo que pasa y cuáles han sido los motivos. Los espectadores no acabamos de comprenderlo, pero vemos que las acusaciones les irritan y les desgasta socialmente. En el centro del relato también está una historia de amor triangular de los dos amigos con Noray, una relación marcada por la incapacidad de ella, su posición política combativa y su herida profunda que le ha impedido desarrollarse.
A partir de estas dos tramas que se cruzan y avanzan en medio de un relato dramático de grandes dimensiones, la historia alcanza una dimensión casi propia de una novela de Dostoyevski. La culpa como sentimiento tensiona a los personajes, pero también los tensiona la ambigüedad de la conducta humana, la dificultad de compaginar el dolor y la felicidad, la tristeza y la amargura. En un universo cerrado claustrofóbico e irrespirable las heridas están presentes y los personajes hablan, discuten de sí mismos, de sus formas de confrontarse ante la vida y no entienden la complejidad que va revistiendo su exilio vital como etapa clave de su existencia. Nuri Bilge Ceylan parte, como en Sueño de inverno (2014) de pequeños detalles, de charlas inicialmente rutinarias para acabar alcanzando un grueso en el que se pone en juego lo más desconcertante de la condición existencial humana. Àngel Quintana
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