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Felipe Rodríguez Torres.

Graduado en la escuela de cine de Gobelins, Bertrand Mandico entrega su primer largometraje, The Wild Boys (Les garçons sauvages, 2017), tras una gran cantidad de cortometrajes como por ejemplo Notre dame des hormones (2015) o Prehistoric Cabaret (2014), donde el multidisciplinar artista ha llevado hasta el extremo tanto la hibridación de géneros como la fusión de la imagen fílmica con una multiplicidad de técnicas artísticas. Por supuesto, esta ópera prima incide en dichas formas, dando pie a un subversivo relato de aventuras clásico, con ecos literarios que van de La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson al Peter Pan de J.M. Barrie o La isla del Doctor Moreau de H.G. Wells, pasando por referentes fílmicos como el King Kong original de 1933, e incluso por relatos de iniciación como la novela El señor de las moscas de William Golding. Pero Mandico ofrece algo que va mucho más allá del pastiche multirreferencial, aunando la aventura clásica junto a retazos de trabajos artísticos como La naranja mecánica –ya sea de Kubrick o Burgess–, la lisergia de relatos gráficos de autores como el guionista Grant Morrison, la dupla formada por Jodorowsky/Moebius o incluso el cine softcore de Just Jaeckin (Emmanuelle, Historia de O).

Una subversión que esconde, a primera vista, un tratado acerca de la identidad sexual, donde el género y los condicionantes sociales que han dado pie a la construcción de los roles masculinos y femeninos han creado monstruos, ocultos socialmente pero cuyo auténtico rostro se muestra a través de unas máscaras –primitivas y orgánicas– que representan su verdadera identidad. Y al igual que las omnipresentes caretas, la simbología fálica es una constante en la obra, ya sea como aparente símbolo de poder, de madurez, de tránsito del niño al adulto, o como elemento de condena que a su vez contrasta dicha expresión de la masculinidad con la androginia de los protagonistas –los niños salvajes del título son interpretados por actrices– que rodea a la obra en su conjunto y la hace viajar desde lo burgués y supuestamente civilizado a lo primitivo y primario.

Dichas identidades autoimpuestas, formadoras de represiones y tabúes, son plasmadas en el dispositivo fílmico a partir de un formato que emula la puesta en escena de los referentes cinematográficos clásicos mencionados anteriormente –escasa profundidad de campo, blanco y negro expresionista–, dando pie a reformulaciones contemporáneas donde el uso del color crea unas composiciones que abrazan un mundo onírico, que se mueve entre el sueño y el delirio y donde los efectos sonoros provocan una reacción física en las propias imágenes. Todo esto da lugar a una experiencia tan estilizada como teatralizada, tan fuera del tiempo como del espacio, tan absorbente como inclasificable.

Mandico va más allá, usando el plano como un lienzo donde los collages y las sobreimpresiones crean la profundidad en los planos y en el entorno en el que se mueven los protagonistas, donde las formas van intrínsecamente ligadas a las inquietudes temáticas de la cinta y donde la organicidad –representada en fluidos corporales o el ecosistema de formas sexualizadas– se convierte en metáfora y reflejo de la búsqueda de una identidad sexual que se representa violenta y aterradora, y que hace hincapié en la confusión sexual provocada por un mito malentendido y extendido acerca de qué es y como debe vivirse la masculinidad. Todo ello, sumado al miedo frente a los deseos profundos y ocultos que no coinciden con la normatividad social, convierte a la cinta en metáfora de la identidad de género, en un relato multidimensional y multirreferencial que es capaz de crear un universo propio, personal y único.