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Foco Tom Joslin. Filmadrid 2022
La arquitectura mortal a través de la representación (o cómo el olvido es un simple recuerdo)
Se estima que 32,7 millones de personas han fallecido a causa de la epidemia del SIDA. La crisis sanitaria afectó en su mayoría a hombres homosexuales, encerrándolos aún más en el yugo del tabú. A principios del milenio, el colectivo, desde su variante más politizada, quiso abrazar lícitamente el olvido ante este relato establecido. La narrativa de la enfermedad problematizaba la forma en la que existían ante los ojos del mundo, y eran mucho más que eso. El hecho envió la historia, paradójicamente, al baúl de los desastres, y fue asumido por parte de los que no pertenecían a la otredad, quienes habían contribuido a articular el estigma. Roger Hallas lo explica de forma brillante en su estudio publicado en el 2009: Reframing Bodies: AIDS, bearing witness, and the queer moving image, donde dedica un capítulo entero a la obra documental de Tom Joslin.
El documentalista fue víctima de este olvido, ya fuera por lo anteriormente expuesto, o por las formas en las que mostró su enfermedad, haciéndolo tan explícitamente que, incluso en el momento de su muerte, fue expuesto ante la cámara, en su segundo documental, Silverlake Life: The View From Here (Tom Joslin, Peter Friedman, EE UU, 1993). Dice Friedman, a quien Joslin, antes de su muerte, le había encargado acabar la pieza: “Sospecho que la intimidad de Silverlake es un sentimiento de estar viendo algo que no deberíamos. Es una forma de negación, es la expresión de un tabú cultural en contra de la muerte y de ver gente con SIDA o, en su defecto, ver gente gay”. Y es que la pieza cumple su función de validación ante una pérdida, la representación del trauma generacional aún no curado. Porque para desarrollar resiliencia, primero hay que mirar a la cara al causante del dolor.
En el marco del Festival Filmadrid, se ofrece por primera vez en Europa una retrospectiva del director con copias remasterizadas de su breve filmografía. Su primer documental, Blackstar: Autobiography of a Close Friend (EE UU, 1976), sirve como precuela de Silverlake Life, del cual se recuperan secuencias en la segunda pieza, como es el evocador final, de ambas piezas, en el que Joslin y Mark Massi, su pareja, están bailando al son de I Met Him on Sunday de Laura Nyro. Tom le pregunta: “¿Cuáles fueron las últimas palabras de Gertrud Stein a Alice B. Toklas?”; Massi responde: “Alice se volvió hacia el lecho de muerte de Gertrud y le dijo: ‘Gertrud, ¿cuál es la respuesta?’” Tom le vuelve a preguntar: “¿Y qué le dijo Gertrud?”, Massi responde: “¿Cuál es la pregunta?”. Ambos documentales conforman una bilogía sobre ser gay en los Estados Unidos durante los ochenta, atravesando los testimonios familiares de Joslin al respecto de su salida del armario, con una honestidad, a veces punzante, y a veces inspiradora. Representan una experiencia desde el individuo, a un colectivo castigado por la sociedad.
Pero Joslin era mucho más que su identidad sexual y su enfermedad, fue un gran documentalista con una seña estilística muy marcada. En su obra póstuma, Architecture of Mountains (Tom Joslin, Abraham Ravett, EE UU, 2010), Joslin reflexiona sobre los puntos de vista y los sueños a través del cambio de paradigma en la historia del arte que supuso la introducción de la perspectiva en punto de fuga en el Renacimiento. Joslin crea un artefacto que enciende una luz todas las noches mientras duerme, con el fin de despertar y recordar los sueños lo más lúcidos posible. Los relata delante de una cámara, con los que reflexiona a través de las imágenes, las que, en muchas ocasiones, están aceleradas y puestas en bucle para retratar la idea respecto a la concepción circular de la historia frente a un relato de la vida que entendemos como lineal.
La obra de Joslin, por breve que sea, representa un relato inabarcable de ideas, imágenes y traumas históricos que dialogan tan bien con el pasado, como con el presente, siendo una obra que sobresale, tanto por sus características expresivas, como por el discurso que articula entorno ellas. Como le dice Tom a Mark, en un momento en el que Massi no sabe si mirar a la cámara o al monitor: “En su lugar, miremos al vacío”. Tom Joslin crea del vacío de la muerte, la integridad.
Alicia Rambla
Yamabuki (Juichiro Yamasaki). Filmadrid 2022
El tejer de la vida y sus recovecos interiores
“Di tang crece en la sombra, allí donde las personas no miran”, cose la voz de Jin al abrigo de la noche. En las dos palabras iniciales palpita el nombre en japonés de la flor que da título a la película Yamabuki (Juichiro Yamasaki, Japón, Francia, 2022), vertebrando su armazón ya desde el efímero esbozo de su figura, espolvoreado por el trazo de una suerte de tiza blanca sobre una pizarra negra en los créditos que abren el largometraje.
A través del trenzado de las imágenes de Yamabuki, el espectador se va sumergiendo en lo que permanece prendido en los dedos de las sombras, lo que se alimenta de la piel de los rincones y lo que habita en la frontera entre el decir y el callar. Gritos del silencio y heridas invisibles que el paso del tiempo no consigue cicatrizar. Sueños rotos y deseos no revelados. Aquellos gritos atrapados en las pancartas que Yamabuki Hayakawa despliega por las calles, dejando una estela de latentes protestas sobre el reclutamiento militar y la encrucijada inmigratoria de coreanos y vietnamitas en Japón. Una herida rasgada por la pérdida de su madre. El sueño de Yun Chang-su de convertirse en un atleta ecuestre, abandonado para trasladarse a trabajar a una cantera japonesa. Su deseo de crear una familia con la joven Minami y su hija Uzuki en un país extranjero. Dos personajes que conviven en Minawa, un pueblo rural del suroeste de Japón. Dos vidas distantes pero destinadas a enlazarse que navegan por las tranquilas aguas de la cotidianidad, bajo cuyas profundidades se esconden insondables corrientes submarinas.
Es en este contraste entre la envolvente quietud y los inefables conflictos interiores donde reside la esencia de Yamabuki, cristalizando en la puesta en escena de la película a través de la combinación de movimientos de cámara y planos fijos. La cámara se detiene, componiendo estampas en planos generales, planos medios y primeros planos que evocan el tejer de la vida en los encuentros familiares y el quehacer diario laboral. Instantes de vida que parecen capturarse en la textura del granulado que, de la mano del formato en 16 mm, impregna el conjunto del metraje, esculpiéndose en el recuerdo cinematográfico personal.
Pero la cámara también escribe con sus pasos. El trazo lateral y circular de su recorrido moldea la sensación de un palpable abrazo, por cuyos resquicios el espectador se adentra en la escena que se retrata. La cámara se desplaza paulatinamente, en su anhelo por desvelar figuras, rostros, objetos y lugares no intuidos. De esta manera, la barra de un bar muestra a Minami conversando con una amiga, la ladera que bordea una carretera deja vislumbrar un accidente de coche y Chang-su ondea con su cuerpo un vaivén que oculta y descubre el espacio en el que es interrogado. De forma paralela, la cámara camina temblorosa, testigo de la precipitada huida de Chang-su con el dinero. Las imágenes se ralentizan en otra ocasión, mientras reflejan el feliz correr nocturno de Minami y Chang-su. La cámara se transforma así en una ventana por la que el espectador se cuela en el mundo interior de los personajes, hilvanado por las emociones y los pensamientos.
Hilos de vidas que cosen el entramado de una compleja película en la que se ramifican múltiples historias que se acaban entretejiendo y en la que se pasean diferentes personajes que se entrecruzan. La rosa yamabuki no es solo amarilla; sus pétalos se pintan de infinitos colores hasta dibujar un mapa de flores que borda los títulos finales del largometraje.
Clara Ayuso Uceda
El lado oscuro de Japón
El director japonés Juichiro Yamasaki escribe y dirige Yamabuki (Japón, Francia, 2022), película conformada por dos historias que terminaran convergiendo en una mostrando la cara oscura de Japón. Chang-su es un excampeón olímpico surcoreano que tiene que mudarse a Japón para poder sobrevivir como ingeniero en una cantera. Por otro lado, el personaje que da título a la cinta, Yamabuki, es una joven estudiante revolucionaria que lidera protestas casi clandestinas contra las políticas de inmigración y reclutamiento en Japón.
Las dos historias se van alternando con continuas situaciones melodramáticas y problemas vitales. En la historia de Chang-su la carga melodramática es mayor casi asfixiando al personaje. Un accidente le cierra la puerta a su objetivo de lograr un contrato a tiempo completo. Una vez más, como ya le ocurrió en su carrera como jugador de hockey, una lesión le aleja de sus objetivos de ascender económica y socialmente. El personaje de Chang-su queda atrapado en un círculo que le impide avanzar profesionalmente y por lo tanto económicamente, sin poder afrontar una deuda heredada por su padre y haciendo complicado el sostenimiento de su familia. Es aquí donde Yamabuki se revela como una película agridulce que muestra la vida como algo agotador, una carrera interminable donde cada vez que se ve la meta volvemos al punto de partida. Por su lado, Yamabuki no logra superar la muerte de su madre (corresponsal de guerra) y lucha contra el duelo liderando protestas contra el estado, mientras su padre, un policía, trabaja para él. En una historia que va de un lado a otro, el guion brilla y adquiere fuerza cuando se profundiza en el pasado de los personajes, en el motivo de porqué son como son y porqué son quienes son.
Yamabuki muestra cómo un mínimo desvío en la vida de dos personas las unirá, y así ocurre con las dos historias que ocupan la película. Yamasaki teje las historias en paralelo para con un pequeño desvío de la aguja, como si de un accidente se tratase, las dos historias se unan y se trencen juntas. Las formas de pensar de los personajes se unen y chocan. Yamabuki, cansada de luchar, cree que para cambiar el mundo debe tener poder y para eso debe ser una persona rica, algo que abate a un Chang-su quien, en dos ocasiones, ha fracasado en su intento de ascender económicamente viéndolo como algo imposible. El presente y el futuro de Japón chocan, la mirada del joven, de quien ha visto con sus ojos el fondo del pozo, pero aún tiene esperanzas, y la mirada veterana de quien ya ha tocado el fondo de ese pozo y no es capaz de salir de él.
Yamasaki toma la fuerte e intrigante decisión de rodar en 16 mm dotando a la imagen de un intenso granulado como si fuese bruma. La imagen pareciera vista a través de un cristal sucio que no deja ver la realidad tal como es. Esto no es casual en esta película que muestra la dura realidad de la clase trabajadora en Japón más allá de la imagen happy kawai que el país proyecta al resto del planeta. Con planos largos y pausados el director busca aumentar la carga dramática y el sufrimiento de los personajes, pero termina dotando a la cinta de un ritmo que mengua la emoción de la historia y desfavorece la trama.
Yamabuki es un relato sobre el lado oscuro de la vida detrás de la parte dulce. Un relato melodramático y tierno que no dejará tranquila la conciencia ni el corazón de nadie, pero cuyo pausado ritmo termina jugando en su contra en algunas partes del film.
Miguel R. Pinar
Max and the Freaks (Nathan Clement). Filmadrid 2022
El carácter siempre esquivo del yo
Max and the Freaks (Max et les Étranges, Nathan Clement, Suiza, 2021) es un relato onírico de veinte minutos sobre la identidad, el yo (o el ‘verdadero’ yo) y la relación que establecemos con nosotros mismos; nunca transparente, siempre sesgada o simplemente difusa, como las luces de las calles por las que transita su protagonista; como los cuerpos que la cámara se empeña en desbordar por sus contornos.
Nathan Clement compone una persecución surreal entre Max y estos extraños a los que intenta dar caza; los que le han robado una carta dirigida a él, entregada por el servicio postal de la casualidad, ese que localiza sus buzones en las papeleras y efectúa sus entregas haciendo chocar la bici del cartero con el destinatario.
Como Alicia tras el conejo, Max corre como alma que lleva al diablo tras ellos, y acaba cayendo preso de la inteligente ironía visual de no poder alcanzarlos aunque huyan a cámara lenta. Impotente por el oneroso fastidio onírico de mover las piernas para no avanzar, se cree humillado por esos dos personajes vestidos de blanco que, trompeta y sobre en mano, se le escapan entre risas. No se da cuenta de que es Clement el que está jugando a bajar la obturación, a hacer la de Wong Kar-wai y perderse entre los trenes pasando a toda velocidad y el tic-tac de un reloj.
Cuando la imagen se vuelve más reposada, más estática, el realizador explora las calles vacías de los barrios industriales, con sus gentes desorientadas o simplemente hastiadas, carentes de rumbo pero con una historia detrás siempre susceptible de ser contada. Es el desierto urbano donde viven los desheredados de las películas de Jim Jarmusch. Y aquí tenemos a dos ángeles que se han debido tropezar con una nube, tocando la trompeta sobre un montículo de tierra con la gratuidad oportuna con la que John Laurie se colaba con su saxofón en Permanent Vacation (Jim Jarmusch, EE UU, 1980). No muy lejos de allí, sentado en un banco, un hombre que porta una rosa de más de un metro confiesa su más profundo pesar a Max. Le tiende una mano a sus sentimientos, como el hombre japonés hacía con el protagonista de Paterson (Jim Jarmusch, EE UU, 2016). Clement demuestra su valía estética rodando esta conversación sobre el amor desde la nuca, sabiendo que quien controla el ritmo y la composición de la imagen puede cautivar al espectador con un rostro sin ojos.
Más allá de las referencias ilustres y de las audacias formales, hay que decir que Clement pierde a ratos su hilo narrativo entre los entresijos de la oficina de correos y algunos gnomos. Y está bien, porque se mueve a ritmo de música jazz, de la improvisación de unos instrumentos que le permiten hacer rotar su cámara al ritmo de un solo de batería. Y esta licencia se la puede tomar porque su mensaje está claro: “deja de esconderte”. Es lo que dice la carta que recibe Max al comienzo, justo después de desmaquillarse en un baño. La que lo lleva hacia este viaje al fondo de sí mismo en el que termina por ver claro lo que en un primer momento tan solo había vislumbrado: a ella, elegante, divina, fiel a sí misma.
Aquí reside la razón por la que en los créditos Max aparece interpretado por Matthiew Le-Brossard y Uma Hitte por sí misma. Clement la arrastra al mundo de los extraños porque sabe lo que cuesta mostrarse transparente en el mundo real. También porque en los sueños no hay barreras (y en el cine, si se tiene ingenio, tampoco cuesta mucho romperlas).
Pablo Sánchez Lucientes
Huir a los sueños
Es evidente que el director de Max and the Freaks (Francia, 2021), Nathan Clement, es fotógrafo antes que director. Nos presenta un cortometraje que supone toda una experiencia sensorial pero que se queda coja en el apartado narrativo y un tanto menos, aunque también, en el apartado simbólico.
El cortometraje está plagado de planos grabados con una muy baja velocidad de obturación. A esto hay sumarle que el corto transcurre íntegramente de noche y con iluminación artificial de luces con colores muy vivos y una amplia paleta tonal, además de que muchas escenas contienen bastante grano. Esta elección de puesta en escena no es baladí y consigue el efecto de transmitir al espectador que Max (Matthieu Le-Brossard) ha entrado en un mundo de fantasía al bajarse del tren.
Hasta este punto todo bien, no obstante, los personajes con los que Max se encuentra a lo largo de su travesía carecen de total sentido, el corto se torna onírico hasta la médula. No consigue transmitir nada más allá del placer sensorial que transmite el experimentar las imágenes en el apartado técnico.
Hay un momento del corto en el que Max se ve a sí mismo travestido al salir de un ascensor, además de otro plano en el que notamos que tiene las uñas pintadas. Por ahí es posible intuir la esencia del corto. Quizá Max se ha ido en tren huyendo de un entorno donde no se le acepta como es, quizá está perdido y no es capaz de encontrarse a sí mismo, su verdadera naturaleza personal. Pero no acaba de encajar con el resto de personajes y la historia. Es difícil encontrar la relación con la carta que recibe, por qué esta carta es robada…, elementos que no acaban de casar con lo que parece ser el tema del corto.
En definitiva, no se pierde el tiempo experimentando el corto, casi parece rodado por un Wong Kar-Wai en su primera etapa como director. También desarrolla un tema interesante con una premisa que puede funcionar, pero que se va diluyendo conforme avanza el corto y van apareciendo personajes. Al final, casi sería preferible llegar a la conclusión de que es un sueño del protagonista huyendo de la realidad.
Diego Romera Gil
Diecisiete y medio (Andrea Alborch Martínez). Filmadrid 2022
A ver si te aclaras
Andrea Alborch escribe, dirige, produce y edita Diecisiete y medio (2022), donde el tiempo se dilata más allá de sus trece minutos de duración. El verano es un espacio entre paréntesis, unos escalones donde sentarse a esperar. La tarde avanza, aunque parece que la vida no se abre paso, ¿sucederá algo en algún momento? No se plantea ningún suceso, sino que se enfrenta y se paladea el tedio. Los protagonistas cruzan amplios planos generales, atraviesan grandes explanadas y sortean vallas que no impiden el paso. En este compás de espera, caminan sin prisa por un comercio para elegir meticulosamente la merienda y luego huyen por el placer de atreverse a robar, por impactar sobre alguien y ver su reacción. Este negocio local se ha adaptado para ofrecer tanto –frutería, videoclub, alimentación, estanco, panadería– que ya es inclasificable. Con un sencillo escenario, Alborch sintetiza la aspereza de la supervivencia.
Los adolescentes se muestran aislados y en continuo movimiento, los adultos rara vez los miran, el ruido de tráfico suena lejano y apenas hay tres planos donde la cámara se acerca a ellos. El paisaje está lleno de ausencias: envases de cartón tirados en un parking, pisos en construcción que nadie habitará, solares en venta, anuncios desactualizados y locales con la persiana bajada desde hace demasiado tiempo. Los hermanos cruzan la ciudad, uno en círculos y la otra en línea recta, se preguntan el uno al otro para iniciar conversaciones que nunca desarrollan en profundidad. Solo bromean y discuten para evitar sincerarse, se entienden de una manera nítida que es invisible para el espectador. Mencionan nombres y anécdotas descontextualizadas ante las que el público puede perderse, como un testigo que observa desde lejos sin comprender del todo, aunque le resulte familiar. Ambos protagonistas apenas se expresan en palabras, por tanto, sino que su manera de vestir y lo que comen –moda rápida, comida barata– ofrecen más información. Candela lleva botas anchas, aros grandes y la raya del ojo larga. Alejandro mezcla las tres líneas de Adidas con el logo alado de Nike. La sencillez de combinar negro y blanco, la ropa urbana como uniforme.
Candela detesta el verano que vive y ansía la estación que todavía no ha llegado. El presente y el pasado son una amalgama de resignación y soledad. “Pues a ver si te aclaras” le espeta su hermano, a lo que ella responde: “pues anda que tú”. Se defiende sin argumentos, disgustada e incómoda por razones que quizás ni ella sabe identificar. Otra cotidianidad es echar la culpa a la estación, a la ciudad o al tiempo para no ahondar en las emociones, las dinámicas o el contexto social que perpetúan el hastío. Estos jóvenes mantienen sus intereses y caracteres bajo la superficie, y la cámara lo respeta, manteniendo la distancia. Desde lejos, ellos pueden escaparse para no ser capturados, definidos. En ese último plano, montados en bicicleta y mirando al frente, huyen de toda conclusión sobre lo que son o lo que llegarán a ser. Quizás en algún momento Candela se aclare, o quizás no, pero ya sabe que la espera se recorre, se disfruta y se odia en compañía.
Alba Puerto
¿Qué hacer mientras esperas?
¿Qué es lo que hacen dos hermanos adolescentes en una tarde de final de verano en una pequeña ciudad de Alicante? Esta es la premisa de este cortometraje de trece minutos en el que la directora Andrea Alborch Martinez nos relata algunas anécdotas.
El cortometraje empieza con planos panorámicos donde los personajes se desplazan solos, mostrándonos un escenario solitario en el que solo se relacionan entre ellos con diálogos muy cotidianos. Luego los vemos interactuar con un par de personas en actividades de compras: su momento de diversión. Es aquí donde su gran aventura del día sucede, cuando interactúan con el dueño de un negocio pequeño que intenta perseguirlos unos pasos después de descubrir que se van sin pagar lo que se llevan consigo. Y después de esto pasamos a momentos de comida compartida, paseos por un estadio y conversaciones cotidianas como a quién le corresponde sacar a pasear a la mascota.
La directora, Andrea Alborch, nos narra de una manera muy clara cómo transcurre un verano en España, cuando toda la gente suele marcharse a las playas y muy poca población queda en la ciudad. Lo hace a través de sus planos abiertos y contemplativos. Sus personajes se mueven en planos fijos, de larga duración y abiertos; conversando de temas muy cotidianos. Sin embargo, el plano sonoro no es distante, está siempre en primer término para darnos la familiaridad que se necesita para poder relacionarnos con ellos. Y finalmente la conexión con los personajes se da a través del movimiento de la cámara que nos permite acompañarlos a ambos andando en bicicleta.
Esta historia es una anécdota de un día en una ciudad con la que muchas personas podrían identificarse y la belleza de su claridad de narración y estética son su mejor herramienta.
Nury Isasi
Constellation de La Rouguière (Dania Reymond-Boughenou). Filmadrid 2022
Je vous salue, Rouguière
Un acercamiento recurrente a la hora de afrontar las perspectivas y realidades identitarias invisibilizadas suele recaer en la presentación u observación de una única ‘realidad’. Un tipo de enfoque vertebrado en una azorada dialéctica alrededor de conflictos socioeconómicos e institucionales que dentro del denominado ‘cine social’ evidencian una mirada más distanciada y preocupada en exceso por el afán utópico de lo verosímil. Esta representación del campo conceptual de la inmigración, en ocasiones limitada a un mero ejercicio de oposiciones y dicotomías, se quiebra y se redefine dentro de Constellation de La Rouguière (Francia, 2021). A través de una fábula onírica entre caras y lugares, Dania Reymond-Boughenou incide en los fantasmagóricos puntos de encuentro de repatriados e inmigrantes argelinos que, dentro del ecosistema del barrio marsellés de La Rouguière, profundizan y fluyen en testimonios propios y ajenos para terminar abandonándose, plenamente, al flujo del tiempo y la memoria.
Su propuesta coloca al espectador en el punto de vista de algunos inmigrantes desde la secuencia inicial. La observación abrupta de una panorámica aérea llena de constelaciones y estrellas que todo viajante se ve obligado a atestiguar una vez es consciente de su partida, construye un diálogo entre dos fuerzas, en primera instancia, antagonistas de una obra de ficción convencional: una parte documental guiada por las declaraciones de protagonistas reales a los que no vemos y otra por medio de la inscripción ficcional entre cada testimonio con actores profesionales. Como ya hiciera en su trabajo anterior Le Jardín d’Essai (Argelia, 2016), la incursión en la ficción documental le permite enfrentar la continuidad narrativa, que responde a las necesidades puras del relato, con la suspensión de esta por medio de un recorrido historiográfico anacrónico. De modo que la disposición del espacio, a partir de un protocolo temporal potenciado por el pretérito, será fundamental tanto para la descripción como para la manera de describir.
Asimismo, en este recorrido se plasman dos tipos de imágenes. Las imágenes-recuerdo, por un lado, procedentes del pasado que, cristalizado, encierra a los personajes, desconectándolos de su presente y atrapándolos en una vivencia que, permanentemente diferida por su resistencia a ser asumida, no logran superar. Algo que se expone en grandes planos generales de angulación cenital y travellings verticales y horizontales de leve interacción con el entorno. Y, por otro, las imágenes-deseo: primeros planos, de violento movimiento de cámara, de una aspiración que va más allá de lo cotidiano y que se dirigen hacia una imagen absoluta, idealizada y melancólica de lo que la vida debiera ser, pero no será. Estas imágenes emplazan a los personajes en un futuro inalcanzable, de sueños y metas que los conectan y desconectan del presente y del pasado simultáneamente.
La importancia de las huellas emocionales conecta este mediometraje con un tipo de cine de orígenes y reivindicaciones transgeneracionales; lugares de posicionamiento ideológico y compromiso con las historias y las vidas de los que se fueron, los que jamás volvieron. Como ya hiciera Mati Diop en Mille Soleils (Senegal, 2013), aquí se pone de manifiesto el irrealizable reencuentro entre los aventurados que partieron y los desdichados que permanecieron. Tres actos donde se denota la difusa frontera entre irse, llegar y volver. Coordenadas y constelaciones familiares y personales que aterrizan en un pasado colonial insalvable y en un presente lacerante pertrechado por la incomprensión y el aislamiento, pero en el que también sobresale un lugar donde la estatua de la memoria permanece más allá del peso de una despedida. En medio de una calma similar a la pertenencia y en la que un abrazo, una mirada o una canción bastan para negar las horas de los muertos.
Felipe Gómez Pinto
Beatrix (Milena Czernovsky, Lilith Kraxner). Filmadrid 2022
La soledad opresiva
Las espaciosas casas veraniegas suelen estar vinculadas en la cotidianidad de nuestra vida real a sensaciones cálidas de paz, descanso y reconfortante refugio. Así mismo, encontramos una rica tradición cinematográfica de relatos fílmicos estivales apoyados en esta sensación de sosiego, deseo y disfrute de la naturaleza. Milena Czernovsky y Lilith Kraxner proponen en Beatrix algunos cambios relevantes dentro de esta tradición. La joven protagonista que da nombre al film habita la totalidad del metraje en un espacio que reúne las características habituales de estas casas veraniegas, pero su permanencia en la misma en soledad conjura unas sensaciones diferentes a esta alegría apacible que cabía esperar. Un viaje de varios días de naturaleza observacional capaz de sugerir varias capas de significado pese a su aparente sencillez.
Una idea transmite Beatrix desde sus primeros fotogramas: la sensación de eternidad de la espera y, ante todo, la losa del tedio. Al encontrarse Beatrix sola en aquella espaciosa y calurosa casa, la cual inspecciona con fruición en los primeros compases de su indeterminado purgatorio de espera a que llegue un acompañante futuro, empieza a sentir aquel hogar como una cárcel de barrotes invisibles. Y este aburrimiento inevitable del que no hay escapatoria le sirve a Beatrix como catalizador de sentimientos internos y vía para expresar ante la cámara su personalidad. Este vacío conlleva el siempre incómodo encuentro con uno mismo y, conforme pasan por la casa los primeros habitantes, una intensa experimentación con el propio cuerpo. Una experimentación en la que aflora sin contención su feminidad. Nadie ha enseñado a las mujeres qué hacer cuándo están solas, y Beatrix opta por entregarse a situaciones cotidianas de higiene o disfrute tan a menudo negadas en el imaginario del séptimo arte: depilación de axilas, masturbación, corte drástico de pelo, orinar en una bañera, juego con un tampón, etc., para, en definitiva, seguir aburriéndose.
Gran parte de la rutina de Beatrix se consagra a su vez a la contemplación y al no-movimiento. Y aquí entra en juego tanto la ingesta de latas como la utilización lúdica de objetos o el visionado de contenido aleatorio en una televisión cuadrada que se halla oculta en un armario. Y este inmovilismo conductual se refleja en una puesta en escena estática de planos frontales fijos. Las acciones, siempre sencillas, se construyen como tableaux vivants en los que es determinante el montaje interno. Planos cerrados donde nunca contemplamos el cuerpo completo de Beatrix, reforzando mediante el encuadre y la distancia de cámara la sensación de enclaustramiento. La incomodidad del silencio y lo apacible de lo cotidiano en sintonía, pero sin perder la seducción hormonal del estío, presente por la textura matérica del fotoquímico.
Beatrix ve desfilar ante sus ojos una reducida pero variada selección de personajes que, en última instancia, le ofrecen una compañía insuficiente. Mientras la opresiva estancia en aquella casa continúe, la compañía más intensa e incómoda que le depara es la de ella misma.
María Paz Barragán Ugarteche
La intimidad de lo cotidiano
Al inicio de Beatrix (Milena Czernovsky y Lilith Kraxner, Austria, 2021), una joven (Eva Summer) deambula por una gran casa. No parece que sea su hogar porque visita cada rincón como si lo estuviera descubriendo por primera vez. Más tarde sabremos que, en efecto, la casa no es suya. Sin embargo, esta enigmática ópera prima no desvelará mucha más información acerca de su protagonista. Durante la mayor parte del metraje, la veremos realizar todo tipo de actividades cotidianas: regar el jardín, limpiar el baño, cocinar o, simplemente, descansar sobre una pelota de pilates.
En todo momento tenemos la sensación de estar invadiendo la intimidad de Beatrix mientras buscamos pistas en los escasos diálogos de la película para intentar averiguar qué es lo que esconde esta misteriosa mujer. Nos encontramos en un mundo que puede parecer extraño pero que, en realidad, acaba siendo reconocible. El letargo en el que está inmerso Beatrix nos traslada de manera irremediable a esos periodos de confinamiento en los que nos vimos obligados a quedarnos en casa y a buscar nuevas formas de pasar el tiempo.
Rodada en 4:3 y 16 mm, la película tiene aspecto de vídeo doméstico antiguo y, si no fuera por la aparición de teléfonos móviles de última generación, sería imposible situar la historia en la actualidad. La cámara, siempre fija, se detiene en cada una de las partes del cuerpo de Beatrix. Los planos, milimétricamente diseñados, sitúan a la protagonista en su entorno de formas verdaderamente insólitas, exprimiendo a fondo el modesto decorado (no en vano, Milena Czernovsky está especializada en el ámbito de la escenografía).
La protagonista pasa la mayor parte del tiempo sola pero recibe visitas de manera puntual. Beatrix acoge con los brazos abiertos a una amiga con la que comparte momentos de felicidad genuina. Sin embargo, se muestra fría en su encuentro con un hombre con el que mantiene una problemática relación sentimental. Queda patente que Beatrix prefiere la compañía femenina y, en el tramo final de la película, se adivina que esa etapa complicada que está atravesando tiene que ver con la búsqueda de su identidad. Tras haber compartido tantos momentos íntimos con ella, solo nos queda desear que Beatrix encuentre lo que busca.
Javier Navío
Land of Warm Waters (Igor Buharov, Ivan Buharov). Filmadrid 2022
Udgitha es la mejor de todas las
esencias, la suprema, que merece el
lugar más alto: Ohm
El cine ha sido a lo largo del siglo XX el arte más popular y de mayor alcance mundialmente, y aún hoy sigue siendo un medio masivo y relevante para contar historias e innovar con la forma en que se hace. Quizás esa renovación o búsqueda sea más importante ahora que antes.
Igor e Ivan Buharov son dos realizadores cinematográficos con una larga trayectoria que se remonta al año 1995. Mayoritariamente dedicados al cortometraje, sin embargo, ocasionalmente dan el salto y dirigen largometrajes como Most of the Souls That Live Here (2016) y Slow Mirror (2007). El cine de Igor e Ivan Buharov se caracteriza por situarse siempre en la vanguardia experimental y su nuevo largometraje, Land of Warm Waters (Melegvizek országa, Hungría, 2022), no es una excepción.
La historia nos presenta a diversos personajes cuya meta es conectar con el Absoluto Cósmico y para conseguirlo buscarán los medios que tengan a su disposición: algunos se decantarán por psicofármacos, otros por medicinas ancestrales como la ayahuasca de la selva amazónica peruana y otros serán interceptados por fuerzas alienígenas.
La puesta en escena juega con lo experimental, ya que la película utiliza todos los elementos del lenguaje cinematográfico para buscar nuevas fórmulas. Para empezar, hay que resaltar la elección de filmar con una cámara Super 8 mm en mano sin estabilizador, capturando unas imágenes con características vintage y que recuerdan por momentos al cine de ciencia ficción americano de la década de los setenta.
El color es un elemento que podría generar curiosidad y una sensación extraña, salvo por algunos momentos en los que psicodélicamente se nos priva de él, más allá de la enorme saturación a la cual nos vemos expuestos generando una sensación psicodélica inmersiva. No en vano, la paleta de colores se decanta por dos en particular, el verde y el violeta. El verde claramente hace referencia a la naturaleza y a la flora que están presentes en casi todo momento, incluso en los espacios cerrados por los seres humanos. Por otro lado, el violeta será el color asignado a alguno de los seres humanos; tradicionalmente el violeta era un color asociado a la divinidad, que sean los humanos quienes lo utilicen sugiere el estado de hybris en el cual nos encontramos y del cual nos quiere advertir el dúo húngaro.
La imagen está siempre acompañada de una banda sonora que parece generada en otra galaxia. Específicamente, el apartado musical podría considerarse una versión más oscura y críptica de los teclados que nos presentó Steven Spielberg en Encuentros en la tercera fase (1977). El uso de elementos geométricos triangulares o cónicos es recurrente por parte de los cineastas. Lo importante es siempre señalar hacia los cielos, lo que está arriba, lo inalcanzable por medios convencionales.
Land of Warm Waters no solo transgrede las formas tradicionales del cine, sino que también busca quebrantar las leyes de la narrativa convencional, haciendo que su historia no siga un camino lineal y causal tradicional. Al contrario, nunca sabremos en qué punto de la historia nos encontramos, y se agradece, porque cada quien podrá alcanzar sus propias conclusiones. Igor e Ivan Buharov no imponen nada a su audiencia con su cine.
La película es una declaración de guerra al uso convencional del lenguaje cinematográfico y la narrativa tradicional y al mismo tiempo es una llamada de atención ecológica antisistema. Se centra en hilar fino entre la teoría Gaia, la cultura hindú, la cultura amazónica y el movimiento UFO (OVNI) americano de la segunda mitad del siglo XX.
La nueva propuesta de Igor e Ivan Buharov es una oportunidad única para quienes buscan una experiencia poco convencional y transgresora que roce los límites del lenguaje cinematográfico mientras que los difumina entre las bellas artes y elementos de la contracultura del siglo pasado al unísono de Udgitha: Ohm.
Luigi Di Scipio
Surrealimo medioambiental
Hay un cactus, una mujer que busca su amor de juventud, un hombre que la quiere ayudar y una familia con una enfermedad en los testículos. Hay chamanes de distintas partes del mundo, arte cósmico y un gobierno que quiere guardar un secreto a toda costa. Hay manifestaciones anarquistas, catarsis cósmicas y señoras mayores que sueñan con ir a Perú mientras consumen hongos. Todo esto y mucho más está en la nueva película de Igor e Ivan Buharov, Land of Warm Waters (Hungría, 2021).
El intento por subvertir las normas de lo narrativo y destruir la barrera de los géneros es la base sobre la que trabaja la película de los directores húngaros. Rodada en 8 mm, el formato les permite crear un ambiente de imagen sucia y una temperatura de color terrosa para plasmar la amalgama que representa el film. Porque la película va sobre la tierra, el medioambiente y los gobiernos corruptos que presiden la devastación del planeta. El film es un compendio de metáforas, que, si bien resultan muy originales, acaban por dar como resultado una narrativa fallida en términos clásicos, porque es lo que busca, no serlo. Remite a filmes de sci-fi de bajo presupuesto, juega a la sutilidad y a la metáfora visual para retratar lo que sin un ordenador o efectos prácticos es imposible de retratar, juega en otra liga, su propia liga. Es allí donde reside la originalidad de la propuesta, nada directa y que exige un nivel de compromiso por parte del espectador para ahondar en lo experimental que resulta la pieza que se presenta. El cactus representa un cosmos imposible de retratar, pero que conecta con lo natural y lo que nunca muere, es una planta tan resistente que incluso sin tener agua sobrevivirá un largo periodo de tiempo.
Pero si hay un género en el que podría concretarse Land of Warm Waters podría ser el surrealismo, ya que juega a la extrañeza constante aportando tantas subtramas que da como fruto un puzle al que le faltan piezas, siendo estas partes restantes espacios en los que reflexionar e interpretar.
Alicia Rambla
The Last Ride of the Wolves (Alberto De Michele). Filmadrid 2022
Retratos del salpicadero
Uno de los aspectos más sugerentes a analizar en toda obra audiovisual es el posicionamiento del realizador hacia el relato, su distanciamiento hacia los personajes. Un punto de vista que determina el lugar en el que se ubica la cámara. En este sentido, la ficción convencional nos ha adaptado durante décadas a unas ubicaciones recurrentes de la lente con respecto a la acción. La familiaridad con la mirada, en tantos casos transparente, hacia los hechos (retratados con claridad expositiva) nos permite mantener una distancia con aquello que interpretamos sin fisuras como constructo. En el caso del cine documental, esta vinculación a lo filmado es más ambigua y delicada. La aproximación a unas vidas mediante la cámara es el aspecto más sabroso del tierno primer largometraje de Alberto De Michele: The Last Ride of the Wolves. Una visión desmitificada de un submundo de presencia frecuente en el imaginario del séptimo arte que, sin embargo, construye su narración desde aquellos instantes que tantos otros eliden.
En The Last Ride of the Wolves seguimos durante varios días los preparativos de un golpe con la intención más de retratar las personalidades, anhelos e idiosincrasias de sus antihéroes que de documentar con lujo de detalles el alcance y espectacularidad de una fechoría que no deja de ser una excusa narrativa. Es un viaje de intersticios, de diálogo durante tiempos muertos. Una sucesión de instantes cotidianos que capturan con precisión la identidad y peculiar manera de ver el mundo de Pasquale y sus secuaces. De Michele ha estructurado un largometraje de mafiosos sobre la base de esquivar situaciones habituales y estereotipos de la ficción sobre estos malhechores italianos. La radio, las canciones, las conversaciones y el aura destartalada de los espacios transitados por los personajes recogen con naturalismo la esencia cultural y la atmósfera bajo la que maniobran estos buscavidas.
Acostumbrados como estamos a conocer a los mafiosos como hombres despiadados e impenetrables, De Michele logra presentarlos en su fragilidad mas entrañable. Conforme las circunstancias que rodean al golpe ansiado se tuercen, la fachada de certeza de Pasquale se derrumba, dejando a la vista la verdadera naturaleza de estos hombres: pobres diablos que ansían un último baile que les permita zanjar sus miserias y apartarse. Se preserva el espíritu lúdico del cine italoamericano, pero añadiendo una sorprendente y eficaz pátina de resonancia emocional.
El acompañamiento a Pasquale y a su chófer dentro de los confines de su coche, a los que se dedica la mayor parte del metraje, es cercano, pero desde lugares neutros: la cámara no abandona el salpicadero. El vocabulario visual en torno a los trayectos sobre ruedas tan solo se complementa con escorzos contrapicados de Pasquale tomados desde los asientos traseros y con escasísimas tomas frontales de la carretera, tomadas a la altura de los faros. Pero cuando abandonamos el coche los planos también proceden de cámaras situadas desde tiros muy asépticos: bien cámaras de seguridad desde los techos, bien cámaras esquivas recogiendo planos lejanos con obstrucciones en primer término desde el interior de una camioneta. Gracias a esta decisión formal, aunque el tono del largometraje se acerque a la ficción, su enunciación visual le dota del realismo propio del documental.
Allí donde tantos se amparan en la opulencia técnica para aspirar a la excelencia cinematográfica, De Michele demuestra que es posible invocar emociones genuinas colocando cámaras en salpicaderos. La verdad que resuena en The Last Ride of the Wolves nos impulsa a empatizar con sus personajes, hasta tal punto que nos sacude su sorprendente final, en el que el propio De Michele sacude la naturaleza de la ficción. Retrato nocturno sobre ruedas, que encuentra sus trazos en la música y la palabra.
Néstor Juez
Murmures du Loup (Chloé Belloc). Filmadrid 2022
Rendirse para continuar
Murmures du Loup (Francia, 2020) comienza con la imperante necesidad humana de comprender aquello que se escapa de la percepción sensorial. Chloé Belloc trata de plasmar el mundo interno de Baptiste, su hermano autista Asperger, a través de conversaciones que develan un intento de redención motivado por el egoísmo. Como el fallo es inminente, la cineasta opta por ceder la batuta al joven y observar, desde el respeto y el silencio, su relación con el exterior.
Las imágenes del mediometraje se dividen en tres bloques principales. Primeros planos del reflejo de Baptiste en ventanas o pozos de agua coinciden con monólogos sobre la dificultad, si acaso incapacidad, de relacionarse con individuos neurotípicos debido a los prejuicios circulantes; grandes primeros planos de texturas y formas –cortezas, pelaje, ojos– captadas con un fish eye que simula la lupa que el protagonista carga consigo en su incesante interés por observar cada cosa con detenimiento; y planos generales a campo abierto o dentro de una cueva, contraste que refiere a la inmensidad de una psique de difícil acceso.
Salvo al comienzo –como parte natural de cualquier proceso– Belloc no incurre en formas melancólicas características del retrato de un trastorno; sin embargo, nunca deja de lado la experiencia propia. En los pocos cuadros que abarca se inmortaliza la impotencia suscitada por la imposibilidad de entender a quien más ama, y la incapacidad de amarle porque, de alguna u otra manera, le juzga. En su hermana, Baptiste percibe a un ser cariñoso, pero que juega un rol paternalista e invasivo, como un lobo alfa que, empleando toda su fuerza, abarca espacios ajenos. Él, por el contrario, es un lobo omega que no sufre por su rango.
El segundo documental de la francesa invita a la aceptación mucho más que a la reflexión moral. Es un camino abierto a observar el mundo como lo que es: un cosmos de infinitas circunstancias, sucesos y posibilidades.
María Fernanda González
Nobody Meets Your Eyes (Jesse Jalonen). Filmadrid 2022
Luz sobre lo no visible
Nobody Meets Your Eyes (Kukaan ei katso sinua silmiin, Jesse Jalonen, Finlandia, 2022) se adentra en la historia ficticia de dos personajes que padecen un extraño síndrome por el cual resultan invisibles ante el mundo, a no ser que sean vistos a través de una cámara y escuchados mediante un micrófono. Sirviéndose de esta premisa, el director finlandés desarrolla un análisis y una crítica de la sociedad actual, y de cómo la misma se adentra de manera despiadada hacia el individualismo y la soledad más absoluta.
Jalonen emplea el género de falso documental para acercar en extremo el relato al receptor, evocando ciertamente una sensación de realidad dentro del imaginario presentado. La cámara sigue desde pequeños rincones a los protagonistas, que llegan incluso (en ocasiones) a interactuar con ella. Se produce a su vez una duplicidad de este dispositivo, cuando estos interactúan entre sí mediante sus propias cámaras del teléfono, generando así una especie de túnel de imagen, en la que la representación de los mismos ve distorsionadas sus formas. Si nadie me ve, ¿existo?
Esta pregunta se plantea y se reflexiona a lo largo de un metraje que consigue inducir un estado de represión en el espectador. Generando una duda continuada sobre si aquello que está observando está siendo percibido por los personajes o se mantiene en el limbo de “aquellos no vistos”. La cinta pone sobre la mesa, sin lugar a dudas, el proceso de despersonalización resultante de la digitalización a la que la sociedad se ha sometido en las últimas décadas. “Tan solo existo si una cámara lo registra”. Si no es así, ¿dónde estoy?
En contados instantes, la película logra rescatar momentos de emocionalidad dentro de un contexto por lo general bastante parco y frío. La lente escondida rescata situaciones de un carácter único, como aquel en el que el protagonista se da cuenta de que su hija, que hasta ahora era capaz de verle, deja de poder hacerlo. Su cuerpo se congela, y con él lo hace el espectador que vuelve a encontrarse con la soledad del relato. Así mismo ocurre con la relación de amor de la otra protagonista, que se ve frustrada a causa de la desconexión con su pareja que le produce el síndrome.
De Nobody Meets Your Eyes se puede extrapolar la cotidianidad con la que se llega a eliminar a determinados sectores de la población, con el simple acto de ‘mirar hacia otro lado’. Jalonen lo introduce con numerosos recursos a lo largo de la cinta, en los que presenta a distintas personas realizando labores sin ser percibidas; transeúntes en el metro; o mendigos en las aceras. De este modo, y sumándose al formato documental, coloca en primer plano al espectador y le hace responsable y partícipe de la historia que está contando. Porque el discurso es para aquel que mira. Aquel que es cómplice de que esto suceda.
Una cinta necesaria y que trae a la luz los aspectos más oscuros e (irónicamente) invisibles de la sociedad de hoy en día.
Manuel D’Ocon
Cuando nadie nos ve
Desde Helsinki, el cineasta Jesse Jalonen presenta su proyecto de graduación, además de última creación audiovisual, la docuficción Nobody Meets Your Eyes (Kukaan ei katso sinua silmiin, 2022). Con resonancias a la vigilancia masiva de Orwell, junto a la reafirmación identitaria que pasa a través de la tecnología en Black Mirror (3×01) introduce al espectador en la vida de algunos de sus personajes, que sufren una enfermedad denominada Louis Le Prince Syndrome (LLPS), que hace que las personas que la padecen no puedan ser vistas o escuchadas, a no ser que se las grabe con un dispositivo audiovisual como una cámara o un micrófono.
Según se enlazan las historias de Tuomas (Arttu Timlin), padre soltero cuya hija es la única persona que logra verlo naturalmente, y la de Ninni (Ida-Maria Olva) una joven que rompe la barrera de internet para conocer por fin personalmente al chico con el que ha estado hablando a través de las redes, el director alterna sus relatos con metrajes de calle –rodados anteriormente al film– y testimonios de ‘los invisibles’. Este puente de comunicación creado por cámaras y pantallas refuerza la elección de los encuadres en cada plano, donde el equipo de rodaje adquiere un matiz cotidiano, que no busca crear armonía y que juega constantemente con distintos puntos de vista –como en los planos generales, donde el sujeto del plano aparece descentrado hacia un lado (min. 4:43)–, o dignificar los acontecimientos –las confesiones a cámara en primerísimo plano (min. 55:29) o la vida en casa con sutiles contrapicados (min. 33:34) y la colocación de cámara de forma angular (min. 38:06)–.
Como en Avatar (2009), el viaje ambivalente entre mundos en cuestión de píxeles, el poder de la distopía y de la ciencia ficción, dan lugar a la reflexión sobre lo que se entiende por soledad, visibilidad y percepción de lo real y de la propia existencia. Acompañado a propósito por una baja calidad de imagen, a menudo saturada y borrosa, ayuda a enfocar no solo a los LLPS, sino a aquellas personas que ‘también’ son invisibles en el día a día. Desde trabajadores en oficios humildes a personas anónimas de la calle, en sus 88 minutos de duración, Jalonen se sirve de un mundo hipotético para adentrarse en la deconstrucción de qué significa sentirse solo en una realidad en la que, antes de ser mirado a la cara, los ojos del otro pasan por una pantalla.
Emma Ricci Curbastro
Detours (Ekaterina Selenkina). Filmadrid 2022
Resignificar el espacio
Como un lienzo cuyos márgenes no pueden extenderse, los encuadres en Detours convierten a cada uno de los planos en parte de una colección de postales urbanas. Dentro de ellas, los espacios permanecen congelados en planos generales mediante la rigidez de una cámara fija y contemplativa que parece emular la misma intransigencia gubernamental que se respira en el ambiente.
Frente a esa hostilidad silenciosa de rincones desiertos, edificios abandonados y calles vacías, las personas habitan esos espacios y añaden movimiento con su deambular. Aun así, todas ellas se mantienen en la distancia, enmarcando su alienación respecto de aquellos lugares transitados que, si bien conocidos, se sienten ajenos. Ese alejamiento acentúa la inexpresividad de cada uno de los individuos cuya ausencia de diálogos no impide que logren dotar de una dimensión política a las imágenes. Estas encuentran un carácter reivindicativo en la gestualidad de dos cuerpos masculinos separándose para no ser vistos besándose, una violencia e intimidación en el resquicio de una puerta abierta mientras se lleva a cabo un registro policial, y un espíritu crítico en la inmovilidad de una mujer sosteniendo un cartel de “no a la guerra”.
En dicho contexto, el personaje que interpreta Denis Urvantsev se presenta como, más allá de un traficante, un guía. Su búsqueda de espacios para ocultar la droga no es más que una anécdota para ir conectando las escenas urbanas en un todo mayor. Y su punto de vista permite jugar con uno de los aspectos más interesantes que plantea Ekaterina Selenkina: la unión entre lo material y lo virtual. La mirada de Denis transforma las imágenes grabadas en documentos digitales que se pueden dibujar y moldear a su propio gusto. Él incorpora el concepto de usuario a la identidad visual del film: la vista de las calles a través de Google Maps anticipa el paso a la realidad y captura los lugares seleccionados para guardar la droga; las fotografías del móvil se garabatean para recordar la localización de los escondites; los chats online son el único contacto con los superiores, y los vídeos en vertical señalan una identificación con las generaciones más jóvenes. Todo lo virtual se materializa para formar parte de la realidad cinematográfica.
Detours, por tanto, se erige como una especie de híbrido que se desvía de una narrativa convencional para adentrarse en los recovecos de la urbe y ofrecer un cuadro comunitario. Este, visualmente poético y esencialmente político, nos habla de un presente rígido que acaba despoblado mientras la fría arquitectura que se eleva en el horizonte sobre la naturaleza queda empapada por una lluvia que convida a un cierto desamparo.
Yoel González Uribe
Rendir los machos (David Pantaleón). Filmadrid 2022
Paisaje pretérito, tradición tardía
Rendir los machos (David Pantaleón, España, 2021) habla de una tradición que se remonta a muchos años atrás. Unos hermanos malavenidos se encuentran en una situación que los fuerza a tener que interactuar y los precipita a un silencio fúnebre tan antiguo como la muerte. Alejandro y Julio tienen que llevar a pie unos cuantos machos cabríos, desde la granja donde fabrican quesos, y entregarlos en otro sitio al que estaban destinados antes de que su padre muriera y lo pusiera en el testamento. La condición es que todos los animales lleguen vivos.
Las tradiciones brotan de las casualidades, lo mismo pasa con las relaciones humanas. Rendir los machos hace uso de una herramienta de guion tan clásica como la del viaje del héroe. David Pantaleón dibuja el camino no como una línea recta sino como unas sinuosas curvas que traspasan desde las planas rectas del horizonte a los desérticos montes que conforman el paisaje de Fuerteventura, denotando de alguna manera algo que es tan pretérito como ese paisaje, en un presente cada vez más tecnificado, traspasado a veces por coches que sustentan esa idea, preguntándose hasta qué punto tienen sentido ciertas tradiciones y costumbres.
El paisaje árido en el que está ambientado el film sirve para expresar el interior de los personajes. Está ligado a la identidad de los paisajes del western, con esos personajes secos y toscos. Recuerda a París-Texas (Wim Wenders, Francia, 1989), película en la que Harry Dean Stanton está perdido en un desierto interior (y exterior) sin salida, compartiendo con el film de Pantaleón el subgénero de la road movie, a su manera. La música compuesta por Pedro Perles recuerda asimismo a las guitarras de Ry Cooder.
La película explora la masculinidad desde el silencio de alguien que no quiere expresar ni estar expuesto a un quehacer tan fatigoso, pero que está forzado por la naturaleza de la costumbre. Y es en esas líneas del horizonte donde el director plasma la soledad de quien está en compañía de lo indeseado. Los personajes se posicionan en los planos siempre separados, como si su padre se hubiera convertido en esas cabras y, aún muerto, siguiera sin saber cómo enseñar a querer. En las situaciones en las que comparten plano (por ejemplo, cuando comparten un colchón para dormir) los hermanos están dispuestos en posturas que nunca convergen, como es de espaldas o uno sentado y el otro echado.
Desde la contemplación y los planos fijos, el film invita a mirar al interior de esos rostros callados, mientras cada uno mira en sentido contrario. Pero es el camino el que los une, y, en cierta manera, el alcohol, la marihuana y los negocios –como en las secuencias de la comunión de una familiar–. La tentación de no seguir con la tradición los hace comprenderse mutuamente, pero solo cuando lo consiguen y llegan al final de la senda, la catarsis se cumple y todo el camino andado cobra sentido.
El sonido del viento de las mesetas junto con los diversos planos cenitales que dibujan sus formas en sombras sobre el árido terreno, conducen la narrativa en la que la distancia con el espectador es incluso mayor que la que hay entre los consanguíneos. Retratando así una soledad acompañada que solo se salva desde la perspectiva, cogiendo otro ángulo desde el que vislumbrar los hechos y dando una óptica diferenciadora para atacar los conflictos que si, en esta película no se resuelven con diálogo, por lo menos se tratan haciendo converger sus miradas, o en su defecto, en un plano a la altura de la vista y ambos frontales a la cámara.
Alicia Rambla
Scales (Shahad Ameen). Filmadrid 2021
Al igual que cada paso que compone un ritual, las imágenes de Scales están tratadas con increíble precisión. El altísimo contraste de la luz embellece las figuras y consigue trasladar al espectador al mundo de leyenda en el que viven los personajes. Del mismo modo que la ausencia de color hace predominar las texturas de las rocas, de la arena y del mar en contraposición a un cielo que, por su ausencia de nubes, deja de existir: es un telón blanco o negro. Y la fisicidad de los objetos es tanto visual como sonora: las manos y las voces son representantes de este hecho.
Y, al igual que en las comunidades anclada a los rituales, cada acto queda empequeñecido o hiperbolizado. En Scales los personajes son mostrados unas veces como hormigas enfrentadas al paisaje y otras son los dueños de la imagen. Aunque, por regla general, Shahad Ameen los muestra encerrados: tras las delgadas verjas de las ventanas de las casas o tras las vallas de madera del pueblo. Más profundamente, tras las redes de pesca que pueden proporcionarles el único sustento que necesitan para su supervivencia. Si quieren optar a comer, necesitan pescar y, para eso, han de sacrificar a una hija de cada familia al mar. De lo contrario, este estará vacío de alimento.
El antiguo equilibrio que proporciona este ritual se ve amenazado por Hayat, que no fue sacrificada de recién nacida por su padre y ahora es vista en el pueblo como símbolo de mala suerte. Al cumplir doce años, vuelve a ser ofrendada pero el mar la escupe. Cansada de que la repudien, en el momento más importante de la película Hayat desempeña por primera vez el papel de un hombre. Rodeada de ellos, y ocupando el centro absoluto del plano, acepta con violencia su nuevo papel en el grupo.
Scales, por tanto, se erige como una metáfora en la que la mujer ha de luchar para conseguir que la respeten. Mediante un travelling, Ameen muestra a Hayat pasando por delante de la casa habitada por el resto de personajes femeninos, ocultos, de nuevo, tras oscuridad y barrotes. En un contexto como el de Arabia Saudí, país del que procede la película, es perfectamente entendible esta aproximación al feminismo. Allí la opresión hacia la mujer es más fuerte y clara, y a veces la violencia parece el único camino. Sin embargo, la última secuencia de la película es clave para abrir otra forma de acercamiento. Hayat se consagra a su pueblo pero de una forma no violenta, sino a través de su poder inherente como mujer. La integración se produce, finalmente, desde el conocimiento de la igualdad y de la aportación única de cada miembro. Se sublima el rito para alcanzar la comunión. Pablo Fernández