Podría parecer que la primera incursión de Joshua Oppenheimer en el cine de ficción (un musical distópico, situado en las profundidades de una mina de sal varios años después del fin del mundo) está muy lejos de sus dos documentales precedentes (The Act of Killing y The Act of Silence), pero hay un coherente hilo discursivo y temático que une, a despecho de las apariencias, al segundo de aquellos títulos con esta alegoría que se disfraza de musical clásico en versión mayoritariamente cantada y no coreografiada: la idea de que la Historia la escriben los vencedores; en este caso, el magnate (Michael Shanon) que –encerrado con su familia en un bunker subterráneo– trata de embellecer y de diluir sus responsabilidades en la catástrofe climática que ha acabado con la vida en la superficie de la Tierra.

Un búnker en el que su esposa acumula obras de arte, en el que de vez en cuando se ensaya la emergencia de una posible intrusión de la atmósfera exterior, y en el que todos tratan de olvidar su pasado. Los cuadros que llenan literalmente todas las paredes (del impresionismo francés al paisajismo romántico norteamericano) y las canciones que se intercalan en el relato se convierten ambas en el vehículo de una ensoñación: el refugio en un feliz pretérito (¿el musical clásico de Hollywood?) o en una representación idealizada (las pinturas) cuando la debacle ya es irremediable y cuando todos –incluida la joven negra que llega al búnker huyendo del horror– arrastran algún tipo de culpabilidad. La fábula acaba por generar un musical sombrío y pesimista, mucho más lúcido de lo que su engañosa superficie podría dar a entender. Su propuesta formal y conceptual es de una audacia casi suicida (también por su metraje: dos horas y media), pero simultáneamente valiente y arriesgada.

Carlos F. Heredero