Hay películas cuyo funcionamiento recuerda al cauce de un río: se van construyendo a medida que avanzan, como si su naturaleza interna fuese la responsable de su evolución. Del mismo modo, podría argumentarse que también existen películas estacionales, encapsuladas en un período temporal concreto al que se circunscriben los acontecimientos. Y no es casual que sea el verano la época en que se ambientan muchas de estas historias, que a su vez se integran en el género conocido como de maduración o coming of age. Fifi encaja en esta clasificación, entre esos relatos que apuntan hacia un crecimiento que se extenderá más allá del metraje, una vez terminadas las vacaciones de verano, cuando se imponga la perspectiva de la distancia y el tiempo.
Pero lo que resulta verdaderamente relevante de la cinta dirigida por Jeanne Aslan y Paul Saintillan es su desarraigo, su interesante desligamiento de una corriente del cine francés donde, con frecuencia, el romance sucede demasiado deprisa, sin trabas morales o físicas. En Fifi, por el contrario, se impone la reflexión por encima del deseo, con personajes que colocan al otro por delante de uno mismo. Y, acostumbrados a esos otros relatos en los que el sexo es una primera toma de contacto, se respira aire nuevo en esta historia que prefiere la problemática familiar a la romántica. Aunque los adultos son los grandes ausentes del film, hay una concepción muy madura en la forma en que se relacionan los personajes. Sí, copian conductas (el alcohol o el tabaco) de sus mayores, pero en un gesto que responde más a la necesidad de sentir que han superado una etapa vital. Porque si hay un signo que evidencie la madurez es la capacidad para dejar de pensar en uno mismo para poder cuidar del otro.
Cristina Aparicio