Astrid Rondero dedica la odisea del niño Sujo a “los huérfanos de un México en llamas”. Los cuatro capítulos que conforman el largometraje (El ocho, Nemesia, Jai y Jeremy, y, por último, Susan) ahondan en el turbulento habitar de un Michoacán teñido de violentas ejecuciones, bandas cargadas de testosterona y una vida bucólica que deriva en un realismo mágico suavizante propio de la imaginación de un huérfano hijo de sicario que, según su tía, “va a ser diferente”. Un plano subjetivo plantea la mirada de Sujo desde los primeros segundos de metraje, sentado en los asientos de atrás del coche, mientras observa a su padre discutir con otro hombre y escucha, lejanas, las voces, amortiguadas por la carrocería. Una elipsis suprime a la figura paterna de la escena mientras el tiempo transcurre imparable y da paso a secuencias oníricas en las que Nemesia, a la luz de una vela, cuestiona el libre albedrío del muchacho, heredero de la furia que baña las calles de su tierra caliente. Más de dos horas de metraje recogen la infancia, la adolescencia y la huida a la capital de Sujo, mientras los fantasmas del pasado fruncen el ceño al verlo, delicado, depositar en una rama a un saltamontes o recurrir a la profesión de mozo de almacén en pos de pagarse los estudios de literatura. El desconocimiento acerca del significado de su nombre, vehículo desertor de unos cánones de comportamiento crueles, permiten que Sujo encuentre un salvoconducto, y un santuario, en la capital del país. La visita de Jai, sujeto omnipresente desde la infancia del joven, propicia una recaída en las dinámicas hipermasculinas michoacanas, contenidas incluso ante las provocaciones a grito de joto de los boxeadores que sangran, golpean y escupen en el gimnasio próximo a su portal. Jai, pickpocket sin escrúpulos y fantasma del pasado, retrae al joven a un vórtice de confrontación, subyugación y conformismo, que deriva en un rostro amoratado y una recaída en la aparentemente ineludible solidez del destino.
Elena del Olmo Andrade
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