Uno de los fragmentos en que se divide Spectateurs!, la última película de Arnaud Desplechin, está dedicado a Claude Lanzmann y su Shoah, lo cual resulta muy significativo. De nuevo –como en C’est pas moi, de Léos Carax, el otro film de Zabaltegi dedicado este año a pensar el cine– la cuestión del Holocausto se hace fundamental: si Serge Daney confesaba tener como referencia al respecto Noche y niebla (1956), el cortometraje de Alain Resnais, en el caso de Desplechin, de una generación posterior, el punto de apoyo pasa a ser una película de 1985, treinta años más tarde. Y hay más: si el film de Resnais se basaba en un texto de inspiración poética debido a Jean Cayrol, el de Lanzmann recurre a narraciones de supervivientes de la gran masacre nazi para recrear lo que sucedió en realidad. Dividida en capítulos, como una novela –se menciona varias veces En busca del tiempo perdido, de Proust–, Spectateurs! es también un relato, y además de ficción. Por mucho que utilice las armas del documental, incluso del cine-ensayo, Desplechin recurre a Paul Dédalus, su personaje fetiche habitual, para contar una autobiografía que quizá tampoco sea la suya, sino una fantasía idealizada. De nuevo, como Carax, el cineasta podría decir: “C’est pas moi!”.

 En cualquier caso, no hay nostalgia posible en la evocación de Desplechin. Le interesa más fabular, imaginar el cine –y sus teorías– como el arte que plantea la pregunta esencial: ¿qué es la realidad y cómo recrearla? Por ello, quizá la parte en la que presuntamente reconstruye su infancia y juventud adolezca de un cierto amaneramiento, de la misma manera en que la visión romántica de la iniciación al cine responde a un lirismo ya archisabido. Pues los protagonistas, en realidad, son André Bazin y Stanley Cavell, los dos grandes teóricos realistas del siglo XX. Como el film de Carax, también el de Desplechin pertenece al siglo pasado, a una visión del cine ya superada o puesta en duda, por mucho que la tradición francesa continúe vindicándola. Pero también responde a una necesidad, por lo menos en potencia: ¿cómo integrar esa herencia en esta nueva época, en pleno siglo XXI, cuando su desaparición dejaría una herida quizá imposible de curar, incluso en el seno de la cinefilia? Mientras Francis Coppola, en Megalópolis, se empeñaba hoy mismo, también en San Sebastián, en reconstruir las ruinas, en forjar con ellas un nuevo edificio, por precario y ridículo que sea, Desplechin prefiere dejarlas tal como están. Si algo brilla en Spectateurs! es la condición ya inevitablemente fragmentaria del discurso, la manera en que el film se lanza a una huida hacia delante que no respeta estructuras ni organicidades, que solo habla y habla hasta que se detiene a la fuerza. No hay unidad alguna en la dispersión de sus apuntes, no existe ninguna fuerza rectora que los atraviese. Solo un gozoso caos que acaba convirtiendo lo que parece una elegía por el cine del pasado en un perfecto ejemplo de cine del presente.

Carlos Losilla