El protagonista de Yo, adicto lleva tatuada en su piel la imagen de un puzle. Este detalle visual es un reflejo de la propia rehabilitación, un proceso que se asemeja a ese rompecabezas donde las piezas no siempre encajan a la primera. La miniserie basada en la confesión literaria de Javier Giner se despliega, a su vez, como un mapa fragmentado, donde cada capítulo aborda una temática distinta: la adicción, la clínica, el monstruo, los vínculos, la familia y la despedida. Así, el espectador es testigo de la caída y la redención de su autor, una travesía íntima y dolorosa, como el ensamblaje torpe de esas piezas sueltas.

Dos elementos esenciales diferencian esta obra de otras manidas propuestas sobre superación: por un lado, la desbordante generosidad con la que Giner se expone, casi sin escudo, en una entrega que desnuda las grietas de su propio yo. Por otro lado, la interpretación de Oriol Pla, quien encarna con brutal honestidad las aristas más punzantes del protagonista. La miniserie, aunque formalmente funcional en la mayoría de su metraje, también ofrece algunos valiosos momentos de narrativa visual. Uno de ellos es la secuencia en el tercer episodio –dirigido por Elena Trapé– que se convierte en una bisagra narrativa: ante el espejo, el protagonista se enfrenta por última vez a su viejo yo, en una escena que simboliza la muda de piel, el renacimiento hacia una nueva y mejor versión de sí mismo. Esta epifanía, cargada de simbolismo, da paso al episodio dedicado a ‘los vínculos’, un testimonio de las imprescindibles conexiones humanas que organizan, sustentan (o destruyen) todo proceso de sanación. También es destacable el uso de planos detalle de las manos del protagonista, inquietas y tensas, que crean una rima visual que subraya las contradicciones entre lo que se dice y lo que se siente, revelando las fisuras emocionales de un personaje disociado. Sin embargo, no toda la narrativa vuela a la misma altura. En momentos clave, como la catarsis familiar del capítulo cinco, los diálogos sobreescritos debilitan la fuerza del montaje paralelo entre la sesión terapéutica y la explosión emocional del protagonista frente a sus padres.

En última instancia, el valor de esta autoficción reside en su inquebrantable humanismo. Giner apela a la bondad, a esa “amabilidad de los extraños” que evocaba Almodóvar al citar a Tennessee Williams en Todo sobre mi madre. El niño que imitaba los diálogos de Mujeres al borde de un ataque de nervios ha crecido, pero conserva intacta su confianza en el ser humano, la sensibilidad que le permite transitar por su dolor con una mezcla de ternura y fortaleza.

José Félix Collazos y Javier Rueda