No hace falta remontarse al siglo pasado. Todavía en el actual XXI, en el mismísimo año 2000, Nevenka Fernández, una joven concejala del PP, en el ayuntamiento de Ponferrada, sufría el acoso sexual y el chantaje personal al que la sometió el alcalde de su mismo partido (conviene recordar su nombre: Ismael Álvarez): un suceso traumático que se haría tristemente famoso cuando la mujer decidió denunciar judicialmente el caso mientras que todo el PP, y buena parte de la biempensante sociedad ponferradina, se ponía de parte del agresor y condenaba a la víctima a la condición de sospechosa. Era la España profunda de principios de siglo.
La valoración moral, social y judicial que el caso nos merece hoy en día no tiene discusión, pero el cine debería ofrecernos algo más, debería ser capaz de ahondar en las complejidades y contradicciones humanas de los protagonistas, de analizar las múltiples y espesas complicidades que subyacían bajo aquel espantoso paisaje social que condenaba a la víctima; debería ser capaz de ir más allá de la crónica de sucesos, porque su territorio no es el de la justicia ni el de la prensa, sino el del drama, en su sentido etimológico; no es el de la moral social, sino el de la moral de las imágenes. Por eso la bienintencionada película de Icíar Bollain, respetuosa con lo que ya conocemos del caso, aseada en lo meramente artesanal y empática con su protagonista, encuentra su mayor limitación al filmar todo ello de manera tan limpia como aséptica, tan convencional como transparente en la ilustración de lo ya conocido. Le falta al film capacidad de ahondar en el retrato del monstruo, por ejemplo, para que pudiéramos comprender realmente a la víctima, para que el espectador no sea vea obligado a conformarse con su juicio moral previo, el que ya traía conformado de casa, sin poder profundizar más en el subsuelo. Soy Nevenka nos pide comprensión y solidaridad con Nevenka Fernández, pero nos pone muy difícil sentirlas con el ‘personaje cinematográfico’ de su protagonista.
Carlos F. Heredero
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