Print Friendly, PDF & Email

Hacia las raíces del fantástico (versión ampliada de Caimán CdC nº 54)
Carlos Losilla

1. El jurado oficial de esta 49ª edición del Festival de Cine Fantástico de Sitges decidió premiar Swiss Army Man, de Dan Kwan y Daniel Scheinert, como mejor película presentada a concurso y mejor interpretación masculina (Daniel Radcliffe). Se trata de una fábula blanca y complaciente, por mucho que pretenda ser feroz, sobre la uniformidad social y el descubrimiento de la diferencia, donde los ecos de una cierta comedia grotesca campan a sus anchas. Si a ello se añade que la apuesta más convincente del certamen, para este crítico, no fue esa sino Grave, de Julia Ducournau (mejor ópera prima), a la vez crónica adolescente y cuento cruel sobre la llegada a la edad adulta entendida como deriva autodestructiva, habrá que convenir en que la presencia de un cierto tono distorsionado, descentrado, fue la verdadera protagonista este año. Y si, en fin, la tercera en discordia pasa a ser la fascinante The Neon Demon, de Nicholas Winding Refn (premio de la crítica), donde el relato infantil se traslada al mundo de la moda para convertirse en abstracción crispada, entonces habrá que convenir en que el último Sitges estuvo dominado por una tendencia kitsch basada en el “nada está de más” que sentenció Abraham Moles: aunque muchos se dirijan a un vaciado del fantástico en medio de un estilo que se devora a sí mismo, el género nunca deja de acumular capas y capas de formas cada vez más espesas.

No es extraño, en este contexto, que el canibalismo, en varias de sus facetas, fuera uno de los protagonistas de estos días, pues se trata de lograr que el Otro desaparezca incorporándolo a uno mismo, de provocar su ausencia engordando la presencia de quien muerde y mastica. En Grave, sin duda la película del festival, la Familia se reproduce a través de un extraño circuito alimentario. En The Neon Demon, las protagonistas van desapareciendo como tragadas por el propio relato, que también es el Gran Relato del Espectáculo Capitalista. En Tenemos la carne, del mexicano Emiliano Rocha Minter, todo culmina en una fiesta orgiástica donde las imágenes anteriores se desvanecen a dentelladas… Simultáneamente, pues, todo crece y todo mengua: en la muy sugerente Sam Was Here, de Christophe Deroo, parece que el personaje del título haga desaparecer los arquetipos del psychothriller a medida que avanza, para terminar engullido en el agujero cósmico que él mismo crea; en Dog Eat Dog, la inmisericorde película de Paul Schrader, unos se comen metafóricamente a otros hasta que solo queda un sueño estilizado del propio género, una parodia salvaje del cine de su autor, el reverso de nuevo grotesco de la desnuda The Canyons (2013), su anterior obra maestra.

La malaya Interchange, por su parte, debida a Dain Iskandar Said, introdujo un motivo que también se repitió, pues la trama gira en torno a un grupo de nativos de Borneo cuya alma quedó presuntamente aprisionada por unas fotografías tomadas décadas atrás. Las imágenes capaces de hacernos daño, de agredirnos, por mucho que deseemos invocarlas, fueron así también el tema de Before I Wake, hasta ahora el mejor trabajo de Mike Flanagan, en la que un niño adoptado es capaz de absorber los recuerdos de una madre respecto a su hijo muerto y proyectarlos sin cesar, y la sorprendente Operation Avalanche, de Matt Johnson, recreación entre el humor y la tragedia del presunto fake sobre la llegada del hombre a la luna, en la que filmar imágenes falsas es morir un poco. Por el contrario, la que hubiera podido ser reflexión definitiva al respecto se quedó en nada: Mon Ange, historia de amor entre un hombre invisible y una mujer ciega dirigida por el belga Harry Cleven, no toma ninguna decisión de puesta en escena aparte de una meliflua cámara subjetiva y un tono pseudopoético digno de mejor causa.

Por supuesto, la sobreabundancia de lo grotesco y la estética kitsch –no se tome esto en sentido despectivo–, el canibalismo literal e iconográfico, dieron lugar a una poética del fragmento que quizá tuvo su mejor representante en La autopsia de Jane Doe (premio especial del jurado), cuya primera media hora se dedica a trocear un cuerpo humano para luego hacer picadillo la lógica de los géneros, aunque sea de manera no muy convincente. La capacidad mutante de las deslumbrantes estructuras de The Wailing, de Na Jong-jin, y The Handmaiden, de Park Chan-wook, tuvo su reflejo lúdico y aún más expresivo en Karaoke Crazies, de Kim Sang-chan, y la polaca The Lure, de Agnieszka Smoczynska, que parten del pastiche para llegar la configuración de un relato sinuoso, cambiante, acumulativo, también presente en una de las grandes sorpresas del festival, Safe Neighborhood. Esta película de Chris Peckover, que parte de John Hugues para llegar a Michael Haneke, filma un juego del escondite narrativo que es también una sátira despiadada, una representación perfecta del Hollywood que se alimenta carroñeramente de su propio pasado y acaba transformándose en un ente monstruoso.

Por un lado, la danesa Shelley, de Ali Abbasi, significó el grado cero de esta escritura, un relato que hubiera podido desembocar en la sobrecarga reducido a una alusión sin pausa, pero también sin clausura. Por otro, la excelente The Love Witch, de Anna Biller, regresó a la comedia negra de los 60 y 70 para desecarla, aunque sin despreciar su lado más chillón y chirriante. Y, en fin, Creepy, la última extravagancia de Kiyoshi Kurosawa (de la que nadie se acordó en el palmarés), acumuló capas y capas narrativas, desplegó la faceta más polimorfa de las tendencias mencionadas: primero un absorbente thriller retrospectivo, después un inquietante cuento de suspense, luego una melancólica crónica amorosa, su apariencia inalterable oculta múltiples turbulencias, las mismas que detectó esta sección oficial a concurso de Sitges y que la convirtieron, sin duda, en la más coherente de las últimas ediciones.

sitges-2

2. El lector habrá reparado en dos cosas harto llamativas en el punto precedente: hablo poco de cine asiático y no hablo nada de cine (hablado en) español. Respecto al primero de esos aspectos, las mencionadas The Handmaiden, The Wailing y Karaoke Crazies sientan las bases del resto de las películas orientales vistas en esta sección oficial: estructuras complejas, estéticas saturadas, ficciones que se repliegan sobre sí mismas. Respecto al segundo, la ausencia tiene que ver con una cierta indigencia de las propuestas, como si el fantástico local y alrededores estuviera en horas muy, muy bajas. Pero vayamos por partes.

Ya se ha hablado bastante de Tren a Busan y Seoul Station, ambas del coreano Wong Sang-ho, dos de las propuestas más aplaudidas por los incondicionales del festival, por lo que me limitaré a decir que: a) vistas en conjunto llevan al límite esa tendencia al exceso localizada en las demás películas asiáticas del certamen, hasta el punto de que su diseño laberíntico permite incluso transitar entre una y otra, sin olvidar los intersticios que las separan, que la imaginación de la audiencia se encarga de llenar; y b) hacen que nos preguntemos si este rizar el rizo, esta apuesta por el desvío y el laberinto, no estará llegando a un límite insoportable para las propias ficciones, a la vez fascinantes y agotadoras, hipnóticas y quizá demasiado laboriosas. En cualquier caso, lo más interesante es ver el modo en que este tipo de relatos de origen inequívocamente popular está alcanzando, puede que agónica y tardíamente, los mismos resultados que perseguía, por ejemplo, Peter Greenaway en sus mejores momentos, por hablar solo de uno de los profetas del post-cine: el cruce exasperado entre relato y puesta en escena proviene tanto de las hipernovelas más sofisticadas como de los videojuegos menos distinguidos. En cuanto a Terraformars, la última apuesta de Takashi Miike por la ciencia ficción más desastrada, solo diré que su estructura episódica conoce sus mejores momentos en la selección de esos guerreros que irán a luchar contra las cucarachas gigantes generadas por la propia estulticia humana en un planeta lejano, algo así como Los siete samuráis en forma de serie televisiva de baja estofa que, precisamente por eso, produce jugosas situaciones de humor absurdo. Por su parte, Psycho Raman, del indio Anurag Kashyap, tiene sus más que acreditados defensores y, por ello, no osaré expresar mi indocumentada opinión al respecto.

Pero, hablando de decadencias, aún más estruendosas que la carrera de Miike, hacía tiempo que el cine español no conocía una representación tan pobre y desalentadora en Sitges. En la sección Seven Chances, a la que luego volveré, se pudo ver la restauración de Terror en el espacio (1964), de Mario Bava, apadrinada por Nicholas Winding Refn: una manera como otra de llamar la atención sobre la influencia del cineasta italiano en la obra del danés y, también, de proponer una reflexión sobre su presencia en el cine fantástico moderno, que se extendería desde Dario Argento hasta David Lynch. ¿Hay algo comparable en el cine español? O dicho de otro modo: ¿por qué el cine de terror doméstico de los años setenta, por ejemplo, se ha dejado de lado en beneficio del cine americano de los ochenta, en lo que desde el principio se adivinaba una operación de trasplante imposible? La presencia en Sitges, en sesiones especiales, de Colossal, de Nacho Vigalondo, y Un monstruo viene a verme, de J.A. Bayona, ambas procedentes de su première en el Festival de San Sebastián, alargaron el debate y lo situaron en su lugar natural. La primera parece proceder del Steven Spielberg de E.T., del niño-narrador fascinado ante las posibilidades de las historias de toda la vida, presto a revivir aquello que lo deslumbró. La segunda, en cambio, está contada desde la edad adulta y exhala una cierta sensación agridulce, como si una cierta generación de espectadores no pudiera vivir sin esos recuerdos pero, a la vez, empezara a comprender que todo monstruo procede de la inmadurez emocional y sentimental. Sea como fuere, Colossal es una de las mejores películas españolas del año –por cierto aún sin distribución al escribir estas líneas: a ver si alguien se anima–, por mucho que en la producción conste su magnífica protagonista, Anne Hathaway, mientras que Proyecto Lázaro, por ejemplo, no puede gozar de tal distinción: Mateo Gil recurre a la ciencia ficción hollywoodiense de prestigio, intenta diferenciarse de ella mediante un discurso esforzadamente romántico-existencialista y, ay, naufraga en el intento entre referentes erróneos y espurios toques personales.

La película que más se acercó a la tradición grotesca del mejor cine español de terror, de La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944) a La noche del terror ciego (Amando de Ossorio, 1972), fue El ataúd de cristal, de Haritz Zubillaga, que no entraba en competición. Reducida a la presencia de una actriz (Paola Bontempi) en una limusina, de camino a recoger un premio, el posterior ejercicio claustrofóbico de sadismo aplicado al cuerpo del personaje femenino recuerda El techo de cristal (1973), de Eloy de la Iglesia, o cualquiera de las odiseas post-Argento, pero todo se reduce a eso, sin ningún eco o resonancia, y el resultado quiere ser sofisticado cuando hubiera debido ser un tanto más esperpéntico. Ese es el problema, igualmente, de Pet, de Carles Torrens, que ya había presentado Emergo (2011) en Sitges. Entre el thriller de terror de serie B y las concomitancias con Taxi Driver y El coleccionista, toda originalidad se pierde en el camino, comparece una película mimética y arrítmica, pero que revela otra vez la coherencia del festival a la hora de programar: de nuevo, el cuerpo femenino –esa chica encerrada en una jaula por obra y gracia del enésimo psicópata urbano— es objeto de múltiples injurias y laceraciones, como en El ataúd de cristal, y da lugar, otra vez, al debate. Sin salir del ámbito hispano, ¿no resulta más injuriosa, en este sentido, la ausencia o banalización de la figura femenina en Desierto, de Jonás Cuarón, donde el héroe es un inmigrante circunspecto pero insípido, alguien que intenta pasar de México a Estados Unidos para convertirse en una especie de reflejo de alguna película de terror de serie B de los años 30, digamos El malvado Zaroff, pero se queda en icono descolorido de una cierta corrección política? En efecto, en esta película tan desértica como su título, la mujer es el complemento narrativo, lo cual nos lleva a deducir que quizá el sexismo cinematográfico tenga más que ver con el relato que con el discurso.

sitges-3

3. En este sentido, la ausencia definitiva se da en Blair Witch, de Adam Wingard, el esperado retorno de la bruja del título, ahora doblemente en off: por un lado, como en todas las películas de la saga, la feminidad maligna se desarrolla en el margen de la narración, en un pasado que una vez la albergó y ahora la devuelve al presente en forma de fantasma; por otro, la propia serialidad de la idea, el mito que se desarrolla de una película a otra, sobre todo de la original a esta, deja huecos que deben rellenarse mediante la puesta en escena, los espacios, las atmósferas, y también lo que suponemos que sucedió. Y esta evocación de la mujer-fantasma en forma estrictamente cinematográfica –no solo la ausencia, sino también las cámaras de los personajes, que intentan sustituir a la sensación de terror propia de un género que ha perdido a sus figuras totémicas— da paso a la transformación de lo femenino en una figura ambigua, desconcertante, que mezcla el bien y el mal para que sea únicamente la audiencia quien juzgue o, en su defecto, se abandone y se pierda en la ambivalencia resultante. En The Girl with All the Gifts, de Colm McCarthy, otra de las buenas películas de la sección oficial, la protagonista es a la vez una muchacha infectada por un virus que la animaliza y una líder nata que, luchando contra sus instintos, conducirá a la comunidad por nuevos caminos. Este cuento iniciático insiste triplemente en el protagonismo de la mujer: la adolescente inquietante, la doctora complaciente y la jefa inflexible son otros tantos arquetipos que se despliegan por la trama con absoluta ambigüedad para que nada resulte lo que parece.

En cualquier caso, habría que volver a Seven Chances para encontrar una reflexión del festival sobre su propio pasado y el del género. Esta sección, programada conjuntamente con la Associació Catalana de Crítics i Escriptors Cinematogràfics (ACCEC), explora los márgenes del fantástico y también su tradición. ¿De qué modo In a Valley of Violence, el western geométrico de Ti West, puede enlazar con la incertidumbre propia del código? ¿Por qué un documental como David Lynch: The Art of Life va más allá de su propia condición y se convierte en una exploración sobre la psique de un artista, entendida como lugar del caos y la oscuridad, en materia que luego se convierte en las imágenes que de verdad nos intrigan? ¿Qué tiene Artist of Fasting, de Masao Adachi, para ser una de las películas más indómitas y molestas del último año, como si su enmudecido protagonista fuera el testigo esencial de un tiempo insoportable y oscuro? ¿Por qué O ornitólogo, de Joâo Pedro Rodrigues, se interna en el carácter indescifrable de la naturaleza y sale de allí como si le hubiera arrancado un secreto, en el fondo la clave del cine de terror contemporáneo? Son preguntas sin respuesta, interrogantes que se plantean en un rincón del festival e iluminan el resto de la programación. Y son también la llamada de atención del género respecto al diálogo que debe establecer, necesariamente, con sus límites y sus fronteras, algo que dejaron en evidencia De Palma, de Noah Baumbach y Jake Paltrow, y Le Complexe de Frankenstein, de Gilles Penso y Alexandre Poncet, en apariencia un par de sólidos documentales sobre el autor de Vestida para matar (1978) y los efectos especiales y de maquillaje en el cine de terror –respectivamente–, en realidad dos apasionantes demostraciones de que lo monstruoso proviene siempre de una cuidados reelaboración de lo real. Por eso el festival de Sitges nos lleva, cada año, a pensar no solo sobre el cine fantástico sino, antes que nada, sobre el cine tout court. Pues, cuando nos remitimos a las imágenes que realmente nos fascinan e inquietan, siempre acabamos imaginando una masa negra y oscura, o un espejo rojo profundo, o un travelling que no conduce a parte alguna, o una mirada que va más allá del relato, todo lo cual convierte la imagen en movimiento en el inapelable lugar del miedo. Y siempre es un placer regresar a Sitges para debatir –aunque sea mentalmente— sobre estas cuestiones que tanto tienen que ver con nuestro objeto favorito, con esas luces y esas sombras que todavía persisten en su capacidad para soliviantarnos. En Salt and Fire, de Werner Herzog, presentada en la sección Órbita, todo termina en un desierto inabarcable, esa presencia de lo siniestro parecida a la inmensidad de lo desconocido que preside Midnight Special, de Jeff Nichols, vista en el mismo apartado, el lado oscuro de esas fantasías extraterrestres de los 80 que vuelven a estar de moda: cuanto más se interna en ese agujero negro, parece habernos dicho Sitges 2016, más se parece el cine a lo que una vez quiso ser.