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Jaime Pena.

Damiel y Cassiel, los dos ángeles de Cielo sobre Berlín (1987), recuerdan en una de las escenas de la película de Wim Wenders los orígenes de la vida, cuando “la historia aún no había comenzado”. Sus recuerdos combinan lo anecdótico (la pelea de los dos ciervos) con los grandes acontecimientos históricos (la invasión napoleónica), de la misma manera que ahora vigilan los pensamientos de los habitantes de la capital alemana, por aquel entonces todavía dividida en dos, atendiendo a los detalles más insignificantes, puede que también los más reveladores, como solo un ángel podría hacer; un ángel o el cine.

Damien, Cassiel y el resto de los ángeles siempre han estado allí, han sido testigos de toda la evolución de la vida en ese lugar ahora conocido como Berlín, por más que haya llegado el momento en el que Damiel (Bruno Ganz) quiera abandonar su condición y sentir como un humano, ser, por fin, mortal. Este cansancio parece consustancial a otro tipo de seres, más longevos que eternos, los vampiros de Solo los amantes sobreviven. Que nadie se confunda: tal y como los presenta Jim Jarmusch, estos vampiros tienen algo, o mucho, de ángeles guardianes. Serían en todo caso los guardianes de la sabiduría, pero no meros testigos que se mantienen al margen del curso de la historia. Por si acaso, ahí están los nombres que Jarmusch les regala: Eve (Tilda Swinton) y Adam (Tom Hiddleston). Ellos son el origen de todo, bueno, quizás no de todo, pero sí de buena parte de las conquistas intelectuales de la humanidad a lo largo de los últimos siglos. En un diálogo se nos insinuará que Adam es el verdadero autor del adagio del célebre quinteto de Schubert y tendremos ocasión de conocer, en sus últimos días, a Christopher Marlowe (John Hurt), quien, por si existían dudas, nos confesará ser el autor de buena parte de las obras firmadas por Shakespeare (el carrusel de nombres entre el chiste privado y la parodia se sucede a lo largo de toda la película: Doctor Faustus, Doctor Strangelove, Stephen Dedalus, Daisy Buchanan…).

No sabemos cuántos, pero los vampiros de Jarmusch llevan con nosotros varios siglos, siempre, es menester, en la oscuridad. En todos los sentidos: viven de noche, por supuesto, y en el más absoluto anonimato, proponiendo o suscitando avances en las artes y las letras que otros se atribuirán. Es el precio a pagar por su condición, por su inmortalidad. En el caso concreto de Adam, nos encontramos ante el arquetipo del músico de culto. Compone drones guitarrísticos que suenan en círculos muy restringidos, auténticos lamentos fúnebres para su placer personal. Se lo comenta Ian (Anton Yelchin): “Ya sé que no quieres tocar en vivo, que quieres recluirte, pero así solo vas a conseguir que la gente se interesa más por tu música…”

Vampiros dandis

Adam colecciona guitarras vintage de los años cincuenta y sesenta, esas Gibson Supra, Hagstrom, Silvertone o Gretsch Chet Akins que atesora en su caserón de Detroit. No es difícil reconocer en esta característica al propio Jarmusch, grabando con Jozef van Wissem o con su grupo Sqürl, precisamente los autores de la banda sonora de la película. Quizás, entonces, Jarmusch podría estar proyectando todas sus ambiciones musicales en Adam, un personaje, por otro lado, que parece una versión paródica de Kurt Cobain, de la misma forma que Solo los amantes sobreviven guarda muchas similitudes con Last Days (Van Sant, 2005), aunque pasadas por el filtro de un humor muy a lo Mike Judge (o de Soul Dracula).

Anclado en el universo de los poetas románticos (Shelley, Byron), Adam también tiene tendencias suicidas. Como Damiel, desearía ser mortal, tanto para experimentar el reconocimiento como para poner fin a la historia de su vida, es decir, que ésta tenga un objetivo final. Todos esos modelos literarios y musicales configuran un personaje atormentado, depresivo y decadente, una figura que habita entre las ruinas de lo que un día fue una próspera ciudad, Detroit. Cuando Eve lo visita, Adam le enseña la ciudad, la casa “en la que creció Jack White” (otro chiste privado), el antiguo teatro Michigan, pura arquitectura gótica, hoy reconvertido en un destartalado parking, etc. Eve vive en Tánger, refugio también de Marlowe, otra ciudad con un pasado legendario. Inevitablemente, tanto Adam como Eve parecen condenados a vivir en el pasado, al fin y al cabo son puros anacronismos, gentes de otras épocas que nunca encontrarán un tiempo acogedor, su tiempo. Es la gran paradoja de ser inmortal, atemporal.

Tal es así que su vida parece condenada a la repetición. Hay indicios en el final (exactamente, en el plano final) de que un nuevo ciclo puede volver a iniciarse, por más que tanto Adam como Eve se resistan a ello y lo consideren algo indigno. Estos vampiros son unos dandis que han abandonado las prácticas de siglos atrás (los mordiscos en el cuello) y que solo consumen ya una sangre de altísima calidad que consiguen en hospitales (y que luego meten en el congelador para hacer helados), como yonquis de alto standing. No es el caso de Ava, la hermana de Eve (Mia Wasikowska), que no logra controlar sus instintos y acaba por atacar a Ian (“¡Te has bebido a Ian!”, una frase que define el tono de esta película de vampiros). De no ser por ella y sus imprudencias, quizás las vidas de Eve y Adam se hubieran atenido a la rutina que parece sintetizar el propio arranque de la película, con ese plano cenital que, como un tocadiscos, gira con una cadencia hipnótica y relajante sobre los cuerpos adormilados de Eve y Adam; ella en Tánger, él con su laúd en Detroit.

Así es en el fondo Solo los amantes sobreviven, un film que no parece responder a ninguna época ni modelo concretos, que tan solo se explica dentro de la obra de un Jim Jarmusch que hace tiempo que decidió que no quería hacer películas cada vez más grandes, más ambiciosas, para un público cada vez más amplio. Al contrario, como ya demostraba Los límites del control (2009), Jarmusch rueda ahora las películas que más le satisfacen, las que más le divierten; a él y al público que le ha seguido desde sus inicios.