Print Friendly, PDF & Email

Dice Kelly Reichardt que ha vivido toda su filmografía como una outsider y que ese estatus le parece “muy confortable”. Sin duda porque esa dimensión ‘pequeña’ en lo industrial de prácticamente todas sus películas es lo que le confiere la libertad creativa de la que disfruta y a la que, por fortuna, no parece estar dispuesta a renunciar. Esa misma libertad que ahora le ha permitido hacer recuento de algunas experiencias autobiográficas como creadora, como amiga de artistas y galeristas, como fotógrafa y también como enseñante interesada por el modelo pedagógico del Black Mountain College, en las montañas de Carolina del Norte (el prestigioso centro alternativo de enseñanzas artísticas según el modelo propulsado por John Dewey, y por el que han pasado figuras del calibre de Merce Cunningham, John Cage o Elaine de Kooning, entre muchos otros). Con todo ello compone un pequeño y primoroso destilado narrativo que, lejos de ofrecerse como una tesis o como un mero biopic, lo que hace es quintaesenciar todas esas vivencias y transformarlas en una ficción que se alimenta –y está conformada por– las sensaciones y la memoria vital que la propia Reichardt ha retenido, en términos emocionales, de las diferentes experiencias artísticas y creativas a las que ella misma se ha aproximado.

Por eso su retrato de Lizzy, una joven ceramista que trabaja dentro de una residencia artística y que prepara una exposición de sus obras (espléndida Michelle Williams, presencia emblemática en el cine de la directora: Wendy and Lucy, Meek’s Cutoff, Certain Women), se aleja deliberadamente del modelo tradicional (‘retrato de una vida artística’), tantas veces deudor de una colección de tópicos sobre la ‘inspiración del genio’, y se ocupa de las pequeñas cosas: de un único momento concreto y acotado en el tiempo (los días anteriores a la exposición), de la vida cotidiana, del agua caliente que no funciona y que la impide ducharse, de los amigos gorrones que parasitan la vida de su padre, del hermano extraviado y quizás mentalmente enfermo, de los ‘cuidados’ fraternales y parentales, de la paloma herida por su gato, de la figura cerámica que el horno eléctrico ha quemado demasiado por uno de sus lados, de las rencillas no confesadas entre creadoras que además son vecinas… En estos territorios, solo aparentemente anecdóticos, es en los que realmente se juega el secreto de un film vitalmente luminoso sin caer por ello en ningún tipo de retórica discursiva y sin engolar la voz ni una sola vez.

Como todo el cine de Reichardt, Showing Up es un film de diapasón narrativo seco y antisentimental, pero de una calidez interior no exhibicionista. Su cámara sigue a la protagonista sin voluntad alguna de mostrar el tormento interior de Lizzy, ni sus angustias creativas, ni sus fuentes de inspiración. A la cineasta le interesan más sus cuitas cotidianas, sus idas y venidas por el barrio, sus ingobernables relaciones con su familia, su propia inseguridad cuando contempla sus pequeñas esculturas, sus nervios mal disimulados ante la inmediata inauguración de la exposición, y hasta su preocupación por si se acaba el queso del catering…, pero también sus propias contradicciones personales y emocionales, coaguladas en el cuidado de la paloma herida a la que ella misma había arrojado violentamente a la calle en un primer momento. Quizás la intervención final del hermano en relación con la paloma ofrece, si acaso, una metáfora demasiado evidente dentro de una película que es, toda ella, pura contención y sobriedad en su admirable depuración y en su compleja, engañosa sencillez. Un verdadero tesoro.

Carlos F. Heredero

Hay una pregunta que no cesa de atravesar la novena película de Kelly Reichardt: ¿qué es hoy una artista? Para la cineasta independiente, una artista no es ninguna figura romántica, ni ninguna prisionera de la religión del arte, sino casi una artesana que vive en su pequeño mundo, atenta a las pequeñas cosas y pendiente de que el azar acabe dando forma a su propia obra. Showing Up nos muestra una ceramista –Michelle Williams– que trabaja los días antes de la inauguración de una exposición que puede ser interesante para su carrera. Ella está rodeada de otras y otros artistas, pero lo que le preocupa es la pequeña supervivencia en el caos de su cotidianidad, que funcione la caldera del agua caliente o que se acaben los quesos que se han comprado para l inauguración. En medio de esta situación, Reichardt construye una pequeña metáfora cuando la artista encuentra una paloma herida e intenta curarla. La pregunta fundamental reside en saber dónde esta realmente el espacio de la obra, si en la cerámica que cuece en su horno o en el vendaje con el que cura el ala del ave herida. Reichardt rueda una pequeña película minimalista, absolutamente fiel a su obra y a su estilo, sin ninguna ambición y con el deseo de construir algo al margen de todo. En cierto modo, Showing Up es una metáfora sobre una cineasta que debe presentar una película en Cannes y que antes de mostrar su obra en el gran escaparate del cine internacional, prefiere saborear los pequeños instantes de la vida y preguntarse desde la humildad: ¿qué hago yo en un sitio como este? Quizás en el fondo lo que muestra y lo que no muestra la película es una lección moral.

Àngel Quintana