Como tantas otras películas actuales, seguramente reflejo de los tiempos que vivimos, Harvest da cuenta de un final de época. Por si fuera poco, aunque basada en una novela del inglés Jim Crace, está dirigida por una cineasta griega, Athina Rachel Sangari, responsable entre otras de la inquietante Attenberg (2010), en lo que supone otra alteración sustancial: como ocurrió con los nuevos cines de los años sesenta, también algunos directores y directoras del recambio generacional de principios de este siglo están abandonando el ámbito de la pequeña producción independiente para pasarse a la dirección de filmes económicamente más ambiciosos e integrados en la industria paneuropea. En el caso de Harvest, Sangari no abandona su gusto por la extravagancia fílmica, por el desconcierto narrativo, incluso por universos bizarros en los que la audiencia tarda en entrar, pero ahora integra todo eso en un relato con vocación épica que privilegia la inteligibilidad por encima de cualquier tentación experimental. Esta última sigue existiendo, por supuesto, pero sometida a un tipo de relato más convencional.

Harvest, en este sentido, empieza casi como si se tratara de un film de Terrence Malick, en parte gracias a la prodigiosa fotografía de Sean Price Williams –director de una de las mejores películas del año pasado, The Sweet East, también vista en Seminci–, en parte por el montaje descoyuntado que utiliza Sangari. Poco a poco, sin embargo, esta vocación impresionista se ve sustituida por otra más bien novelesca, dedicada a narrar una historia colectiva: aunque en ningún momento se especifica la época o el lugar en los que transcurre el film, estamos en el momento en que un cierto protocapitalismo adquiere fuerza y aniquila culturas, en este caso la de una pequeña población, con sus costumbres y ritos, que se ve obligada a ceder ante un cambio de gobierno local que la sume en la catástrofe. Todo ello está narrado desde el punto de vista de un personaje masculino insólito por débil y apocado, un viudo desconsolado que vaga por el pueblo enfrentándose pasivamente a los cambios, sobre todo gracias a su relación privilegiada con el antiguo señor del lugar. Y también a su amistad con un cartógrafo que ha ido a parar al mismo lugar, dedicado a trazar el mapa que acabará con todo. Pues lo dice el protagonista: cuando un lugar adquiere un nombre, empieza a desaparecer. Esta idea hermosa, sin embargo, tan cinematográfica –también todo aquello que es filmado sustituye a la realidad por su imagen–, se deja de lado en el film para ceder el paso a instancias más tópicas, a escenas progresivamente banales que acaban cayendo en una épica rutinaria, por mucho que Sangari quiera distinguirse por su tratamiento de la imagen. Y entonces ocurre todo lo contrario: Harvest acumula tantas imágenes, abusa hasta tal punto de difuminados y contraluces, que finalmente se transforma en su propio álbum de fotos. Lo que empieza como una versión ampliada de la tendencia a lo conceptual de Sangari en sus filmes anteriores, de Attenberg a Chevalier (2015), termina en su vulgarización.

Carlos Losilla