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FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN
Del 20 al 28 de septiembre de 2019.

Primeras impresiones de las películas más importantes del festival, en breves comentarios críticos de Carlos F. Heredero, director de Caimán CdC, Carlos Losilla, José Enrique Monterde, Jaime Pena, Fernando Bernal, Cristina Aparicio y Jonay Armas.

GIRAFFE, de Anna Sofie Hartmann (Zabaltegi)

No hay dato objetivo fiable para establecer el valor de una propiedad. El valor catastral pasa por encima del valor emocional que las viviendas tienen para sus propietarios. Esta comparativa de precios (económicos y afectivos) es la excusa para establecer un diálogo entre los vínculos que se crean con los lugares habitados, con sus recuerdos y su utilidad como pilares de uno mismo. El segundo largometraje de Anna Sofie Hartmann es tanto un catálogo de recuerdos como una apasionante reflexión sobre la influencia del espacio en la construcción de recuerdos. Hay algo en su manera de filmar que recuerda al Tren de sombras de Jose Luis Guerin, cinta con la que comparte algunos aspectos narrativos y visuales: un manuscrito encontrado (aquí un diario) y una luz que va recorriendo las fotografías que pueblan las paredes (un esbozo de aquellos faros de coches que, al pasar, iluminaban el interior de la casa). Cada marca es una huella del pasado, la manera de traducir en imágenes una interacción con el entorno y que, como ya hiceran María Elorza y Maider Fernández Iriarte en su cortometraje Gure Hormek, testimonia relatos muy íntimos, no accesibles a simple vista. Puertas y ventanas tienen un lugar privilegiado en pantalla, planos fijos que invitan a la contemplación a la vez que se completan con las vivencias allí contenidas (y recogidas en el diario) que narra (en off) el personaje protagonista que transita esos espacios. Para cuando la película llega a su fin, toda la poesía que ha ido sucediendo ante la cámara, de recuerdos, de experiencias, de todo aquello que ya es pretérito, se encierra un espacio en tinieblas que contiene solo parte de la memoria pues hay otra parte imposible de esconder: la que brilla en cada rostro. Cristina Aparicio

¿Es posible hacer una película profundamente sentimental desde la mayor distancia posible? Sofie Hartmann ha concebido una historia de amor contagiada por la frialdad del trabajo de su protagonista, que investiga las posibilidades de demolición de varios edificios mientras el país avanza hacia un progreso inexorable. El resultado es una película con una puesta en escena precisa, medida hasta el extremo, preocupada por qué elementos muestra y cuáles esconde, desarrollando un ejercicio lleno de intimidad sin perder de vista el distanciamiento de un progreso que dejó de pensar en las personas tiempo atrás. La cuidada manera de tratar a los personajes en el espacio convierte a la cinta en un auténtico tratado de puesta en escena, pero este poderoso planteamiento formal no descuida nunca las capas de su relato, tratando el lado más íntimo de sus personajes con una sensibilidad que se despliega en lo pequeño, en los gestos más cotidianos. Ese equilibrio genera una obra que, si bien asume siempre sus diminutas dimensiones, se encuentra en los terrenos de las grandes películas. Habría que volver a pensar en su soberbio cierre, desde que el amante se despide hasta que ella finaliza sus tareas y debe abandonar el lugar, para encontrar en el film de Hartmann uno de los mejores exponentes recientes en torno a la defensa de que lo sentimental no tiene por qué estar reñido con la sobriedad de las formas. Jonay Armas

JOKER, de Todd Phillips (Proyección especial)

Joaquin Phoenix parece el único actor que podría reír y llorar al mismo tiempo. Quizás esta sea la gran razón de ser de esta película, cuyo sentido empieza y termina en la transformación física de su intérprete. Han pasado treinta años desde que Alan Moore le otorgase al personaje mayor tridimensionalidad y profundidad que a ningún otro supervillano de la historia con la obra La broma asesina, y Todd Phillips ha aprovechado toda esa mitología como pretexto para revisar la génesis de una sociedad enferma y, a la vez, el propio imaginario visual que la construye. Se trata de una película llena de grandes ideas, concebidas para poner en crisis numerosas convenciones del género en el que se inscribe, pero también una película que, precisamente por correr esos riesgos, acaba generando muchos problemas. La idea de plantear el relato como un trasunto de los más arrebatados filmes de Scorsese de la década de los setenta y ochenta termina traicionada en el último tramo, cuando los acontecimientos se desbordan y Phillips apuesta por el imaginario de Nolan, traicionando el planteamiento inicial para abrazar una espectacularidad que permanecía dormida. El peligroso efectismo con el que se presentan algunas frases en torno a la defensa y dignidad de las personas con enfermedad mentales, tratados aquí casi a modo de eslogan, retorcer la continuidad del universo del murciélago como si se tratase de una visión anacrónica del Joker o la forma en la que se resuelven algunas de esas alucinaciones, imitando los recursos más tramposos del David Fincher de El club de la lucha (1999), son otros problemas que terminan por asemejar la película a la naturaleza del propio personaje: caótico, eternamente dolido, desquiciado, contradictorio, caprichoso y autodestructivo. Es interesante que Todd Phillips haya tenido que alejarse tanto del personaje para encontrar la forma más brillante de ponerlo en pantalla. Jonay Armas

CHICUAROTES, de Gael García Bernal (Horizontes Latinos)

Gael García Bernal se interpreta a sí mismo en It Must Be Heaven, de Elia Suleiman, en la que se encuentra con el cineasta palestino en las oficinas de una productora neoyorquina. El actor mexicano le confiesa su frustración por un proyecto sobre la conquista española que la productora quiere rodar en inglés y “alguna lengua indígena”. La carrera internacional de García Bernal ha estado llena de este tipo de proyectos (en el último, La red avispa, de Olivier Assayas, habla en español, pero interpreta a un cubano) y supongo que Chicuarotes, su segundo largometraje como director, quiere ser una especie de antídoto a ese tipo de cine sin raíces. Los personajes, los ambientes, quieren transmitir autenticidad, pero hay algo impropio en esta película de un director ya con cierta experiencia. García Bernal sabe qué quiere contar, pero no tiene idea del cómo. Sus protagonistas intentan conseguir un trabajo digno y honrado, pero para ese necesitan dinero y no se les ocurre otra cosa que secuestrar al hijo de un vecino, un violento carnicero. La película equivoca el tono en todo momento. El argumento es el de una comedia negra en el estilo de los Coen, pero García Bernal lo malinterpreta y se toma en serio la trama, una nueva denuncia de la violencia en la sociedad mexicana. Ciertas situaciones contrastan con una música en exceso dramática y otras, sencillamente, no deberían tener lugar en una película de 2019: ¿se pueden seguir haciendo chistes a costa de una violación cometida por dos policías (por más que los policías sean mujeres y la víctima un hombre que les hacía bullying en el colegio)? García Bernal necesita mucho más que un encuentro con Suleiman para formarse como cineasta. Jaime Pena

DÍAS DE OTOÑO, de Roberto Gavaldón (1963) (Retrospectiva Roberto Gavaldón)

Una joven pastelera recién llegada a la ciudad, Luisa (una extraordinaria Pina Pellicer), es abandonada por su novio el día de la boda. Luisa ha mantenido el noviazgo medio en secreto. Nada sabemos del novio, Carlos, chófer de una adinerada familia, hasta que Luisa les cuenta (en un flashback) a sus compañeras de trabajo cómo se conocieron y cómo en los días de otoño se enamoraron. Podría llegar a pensarse que se trata de una relación imaginaria. Gavaldón juega con la ambigüedad, que solo descartamos cuando el día de Nochebuena Carlos recoge a Luisa en la pastelería y luego la deja en su casa dándole un beso en los labios. Pero salvo esa escena y el flashback, nada volveremos a saber de Carlos. Luisa se viste de novia y espera que la recojan. Nadie aparece, así que corre hasta la iglesia solo para comprobar que allí no se había concertado ninguna boda. El regreso a casa es uno de esos momentos de crueldad innecesaria que uno preferiría ver solventados con una elipsis, pero en los melodramas de Gavaldón las personalidades se forman gracias a este tipo de derrotas. Luisa puede haber sido víctima de una burla del estilo de Calle Mayor, pero eso nunca lo llegaremos a saber porque, lejos de confesar la verdad a sus amigas y a su jefe, viudo, por supuesto, con dos hijos que la adoran, Luisa opta por la farsa. No solo fingirá el matrimonio y la luna de miel, sino también un primer embarazo. Este es el gran desafío de Días de otoño: cómo llevar a buen puerto una trama completamente inverosímil. Gavaldón la sostiene sobre el alambre en uno de eso ejercicios de riesgo que precisan de la colaboración de una actriz fuera de lo común y, claro, de la buena predisposición de un espectador que, a partir de aquí, asistirá con la boca abierta a una doble pirueta mortal. Digamos que en la ficción que se ha creado, que no es otra que la de un melodrama folletinesco en la que ejerce tanto de protagonista como de creadora (‘El show de Luisa’), Luisa puede permitirse hacer morir a su marido e incluso encontrar la mejor fórmula para deshacerse de su hijo, la que demandan los cánones del género. Película autorreflexiva sin conciencia de serlo, Días de otoño es uno de esos extraños logros que disimulan su modernidad bajo la capa de un melodrama clásico. Jaime Pena

SOMBRA VERDE, de Roberto Gavaldón (1954) (Retrospectiva Roberto Gavaldón)

Película insólita, sobre todo si tenemos en cuenta su año de producción (1954), con guion del propio realizador y Luis Alcoriza, Sombra verde nos presenta a un ingeniero, Federico (Ricardo Montalbán), desplazado a la jungla para explotar las plantas de las que se extrae la cortisona. Acompañado de un guía voluntario e inexperto, su viaje se transforma en un infierno cuando, primero, se pierden y, después, el guía muere al ser mordido por una serpiente. Hay un evidente desequilibrio en esta película, que consume mucho tiempo en la lucha de Federico por su supervivencia, hasta que por fin llega a una suerte de pequeño paraíso, una Shangri-la en la que un padre, Santos, y su joven hija, Yáscara, viven acompañados de sus criados y alejados de la sociedad. Las razones de Santos se nos explicarán rápidamente cuando el final se precipita, momento en el que añoramos que la trama no se haya centrado en su personaje, antes que en el de Federico (lo de la cortisona constituye un indisimulado macguffin), cuya función es principalmente la de despertar el deseo sexual de Yáscara, cuya líbido está en ebullición. Santos intenta impedir esta relación, pero Yáscara prescinde de cualquier subterfugio para seducir a Federico. Su vestido mojado que transparenta sus pechos no pudo pasar desapercibido en 1954. No es un detalle anecdótico: Yáscara se nos presenta como una mujer que desconoce (o desprecia) las prácticas consuetudinarias con respecto al sexo, alguien que expresa sus deseos con tanta naturalidad como sinceridad; algo así como la buena salvaje que vive en comunión con su hábitat, el de la jungla, el lago o la cascada por la que, aparentemente, Gavaldón no tiene reparo en lanzar a dos caballos vivos. Cosas de 1954. Jaime Pena

THE SONG OF NAMES, de François Girard (Clausura; fuera de concurso)

Prolongación coherente de una filmografía en la que la música parece ser el vector determinante (El violín rojo, Thirty Two Short Films About Glenn Gould, Bach Cello Suite #2: The Sound of Carceri, El coro), la nueva realización de François Girard es una coproducción canadiense-húngaro-británica que, tomando como núcleo dramático de referencia el holocausto perpetrado por la barbarie nazi contra los judíos, se sitúa en el Londres de la inmediata posguerra y tiene como protagonistas a Martin, un niño inglés, y a su hermano adoptivo Dovidl, un refugiado polaco de origen judío, virtuoso del violín. Dos personajes finalmente separados, de manera misteriosa, por la sorpresiva desaparición del segundo (convertido ya en una figura musical de prestigio) poco antes de dar un importante concierto. Una desaparición que deja una herida profunda en la experiencia y en la memoria de Martin, quien muchos años después, ya como adulto (Tim Roth), emprende la búsqueda de su hermano (Clive Owen) para tratar de entender las razones de aquel abandono y de tan prolongada ausencia. Demasiado constreñido en sus formas y algo alambicado en su construcción narratológica, el relato se impregna finalmente de hondas connotaciones religiosas bajo las que sigue sangrando la memoria trágica de Treblinka. Más pendiente de la dramaturgia de su guion que de las sugerencias de sus imágenes, la película desvela pronto sus limitaciones como un aplicado ejercicio académico de raíces humanistas, pero de escaso alcance fílmico. Carlos F. Heredero

François Girard continúa su particular cruzada en torno a la música como idioma universal del mundo. Una música cuyo discurso puede atravesar épocas, idiomas y barreras. Esta cruzada alcanzó su cénit con El violín rojo (1998), pero el cineasta parece entender el medio cinematográfico como forma de celebrar aquella otra disciplina, de mostrar su fascinación por ella o, si acaso, de contagiar un poco de su admiración. Con este nuevo film Girard combina una historia de amistad entre hermanastros con el poder de la música como herramienta de la memoria colectiva. Si bien la película está dotada de un apartado técnico impecable, sello habitual de las producciones que dirige el autor, Girard concibe la película a través de continuos saltos temporales, alternando escenas en las que ambos personajes aún son niños con las que suceden cuando ya son adultos, también marca de la casa. Una estructura episódica que intenta disfrazar ciertas carencias del relato, ciertas costuras que pueden apreciarse con facilidad. El resultado es una película entrañable pero ciertamente inofensiva. Jonay Armas

FIRST LOVE, de Takashi Miike (Zabaltegi)

Esta es una clásica historia de amor. Él, sentenciado a muerte por un tumor cerebral, y ella, atormentada por una  infancia de abusos, se encuentran en el instante de desesperación más profunda para convertirse cada uno en la salvación del otro. La cinta de Miike se construye entorno a este romance, a la esperanza fácilmente hallada en el otro, una vía de escape de cualquier tipo de infierno. Y luego está todo lo demás: varias decapitaciones, enfrentamiento entre yakuzas, ingeniosas explosiones, nocturnas huidas callejeras, lucha de katanas, infinita sed de venganza, corrupción policial, y droga, tanta como para nevar medio Tokio. Y así lo que podría haber sido un delicado y trágico drama sobre el amor de dos jóvenes, se traduce en un divertido slapstick que coquetea con toda suerte de géneros, de un imponente atractivo visual y una impecable elección musical (tan poliédrica como el resto de las elecciones formales). Caricaturesca y descarada, la película respira libertad a cada paso, una violenta y alocada huida hacia delante, un relato de amor y otras katanas. Cristina Aparicio

PLAY, de Anthony Marciano (Zabaltegi)

Un tipo de mediana edad se acerca a la cámara para comunicarnos que vamos a ser testigos de veinticinco años de filmaciones en vídeo, casi su vida entera plasmada en los fragmentos que la película va a proyectar para nosotros. Hasta aquí, bien. Luego, surgen las preguntas: ¿qué busca este fake de pretendida autoficción? ¿Contar una historia de manera realista a través de ese dispositivo que tanto se presta a ello?  ¿O más bien utilizar esa supuesta ‘realidad’ para fabricar otra cosa? Y si es así, ¿qué? Digamos que Play, el tercer largo de Anthony Marciano –nada que ver con la película del mismo título de Ruben Östlund–, se inclina hacia lo segundo fingiendo que hace lo primero. O por lo menos eso le pareció a este crítico, pues no hay duda de que estamos ante una comedia sobre la inmadurez –como tantas otras que pueblan el cine de Hollywood de los últimos treinta años– que respeta escrupulosamente la estructura del subgénero para trufarla de gags a veces insidiosos, en ocasiones más manidos e inocentes, que desembocan en una conclusión no demasiado original. Se trata, en el fondo, de una historia de amor desarrollada a lo largo de los años, cuyo desenlace no es difícil adivinar. Pero lo peor de ella, y de la película que la sustenta, no es tanto esa previsibilidad como la perspectiva moral desde la que manipula al espectador para que acepte como un experimento lo que en realidad es un producto de intenciones más aviesas de lo que parece: decididamente, ni el hábito hace al monje ni el dispositivo lo es todo, a menos que sirva de base para una reflexión sobre lo que va de la forma al discurso, lo que no es el caso. Carlos Losilla

LA RED AVISPA, de Olivier Assayas (Proyecciones Premio Donostia)


Muy lejos de sus últimos trabajos hasta el momento (las muy íntimas Viaje a Sils Maria, Personal Shopper Dobles vidas), aunque acercándose a un territorio que no le es desconocido (la serie televisiva Carlos, 2010), Olivier Assayas aborda aquí una historia de espionaje entre Cuba y Estados Unidos durante los años noventa del pasado siglo, contada mayoritariamente desde la perspectiva de los agentes cubanos que se infiltraron en los círculos anticastristas de Miami para intentar detectar los actos de sabotaje que estos tramaban contra las infraestructuras turísticas de la isla caribeña. Quizá lo más llamativo de la propuesta sea el hecho de que esta parta de un guion original propio del director, porque resulta ciertamente difícil atisbar, entre las imágenes del film, qué puede ser lo que le interesaba al autor de Irma Vep, Finales de agosto principios de septiembre, Boarding Gate o Las horas del verano dentro de este artefacto con modales de international puding (es una coproducción entre Brasil, Francia, España y Bélgica), estética de aséptico thriller de espionaje, varios despropósitos de casting (Penélope Cruz haciendo de joven esposa cubana) y argumento mil veces visto ya con anterioridad. El relato urdido por la película recupera y pierde alternativamente a unos personajes y a otros sin razón o justificación aparente (tan solo porque así lo estipula un guion harto caprichoso), visita todos los tópicos del género con una desgana formal insospechada y acaba por recurrir a procedimientos explicativos de manual que tratan de ilustrar al espectador sobre el trasfondo histórico real de la trama en la que se centra la narración. De manera casi inevitable, debido a todo lo anterior, también el punto de vista ideológico del film se resiente de un maniqueísmo simplista impropio del cineasta francés (con una intervención final de Fidel Castro en defensa de los agentes cubanos y del derecho de su país a ejercer el espionaje), por lo que La red avispa acaba por situarse en un extraño territorio cinematográfico bastante improductivo. Carlos F. Heredero

A Olivier Assayas no le interesan las implicaciones políticas de la red de espías cubanos durante el régimen comunista, sino la posibilidad de encontrarse con una historia casi imposible de contar en este tiempo y a este ritmo. Es probable que el interés del realizador se encuentre en el desafío de narrar este complejo entramado de personajes y acontecimientos sin la síntesis como principal arma, el modo de buscar la mejor forma de contar una historia como ya solo se plantean los autores que pertenecen a esa misma generación de cineastas. De esa forma el director se plantea volver atrás en el tiempo, regresar al presente o saltar en una elipsis al siguiente evento histórico, todo ello sin perder de vista el desarrollo arquetípico de sus personajes. Todo permanece siempre al borde del ridículo (parece inevitable desde su propio punto de partida, en el momento en que los intérpretes se ven obligados a imitar un acento diferente al suyo), también a punto de caer en el abismo de lo esquemático o del peligroso cliché del cine de espías, pero la diferencia es que Assayas no está tan enamorado del tema como de los personajes que lo pueblan, fascinado con la manera en que persiguen sus intereses, con su entereza, con su disposición al sacrificio o con su capacidad para esperar. Más que la visión de un autor, más que una película política, se diría que es un cine hecho para tratar de entender a las personas que se sacrifica a sí mismo por el camino. Jonay Armas

ALGUNAS BESTIAS, de Jorge Riquelme Serrano (Nuevos directores)

Todo empieza con el plano cenital de una imponente isla (tenemos que hablar pronto de la llegada de los drones y de cuáles son sus implicaciones narrativas), y con una familia que viaja hasta allí para pasar el fin de semana. Tres generaciones distintas y seis (siete) personas que intentarán convivir en un lapso de tiempo suficiente como para que se detonen todos los conflictos que aún duermen entre ellos. Como si el hombre hubiese vuelto al paraíso y hubiese sido expulsado de nuevo. La operación se salda con un poderoso ejercicio de puesta en escena, en lo que cuesta creer que se trate del segundo largometraje de su autor, utilizando el espacio, aun a través de su formato panorámico (y de esto también tenemos que hablar) como lugar que constriñe a los personajes y les empuja a vivir su ángel exterminador particular al desaparecer el guía de la isla. ¡Qué manera de situar a los intérpretes en el espacio! Y qué forma de darles a todos el mismo peso en un admirable equilibrio. Si bien Riquelme Serrano quiere arrojar el relato a los terrenos más sombríos, no se trata de una película cercana a la frialdad de cierto cine centroeuropeo o de la hornada griega que se empeñó en focalizar las secuelas de la crisis económica en la desintegración familiar. La gran diferencia está en que, aún a riesgo de estropear las posibilidades discursivas de su historia, el realizador ha condenado a sus personajes a los infiernos para dejar claro que no se trata de una denuncia sin solución, como ya es costumbre (de esto nunca hablamos), sino de afirmar que nada va a cambiar jamás, que poner parches a todo esto es ya tarea imposible. Algo así como si Adán y Eva hubiesen intentado disculparse proponiendo una partida a un juego de mesa. Jonay Armas

ACUÉRDATE DE VIVIR, de Roberto Gavaldón (1953) (Retrospectiva Roberto Gavaldón)

Yolanda (Libertad Lamarque) vive al servicio de sus hermanas menores, a las que ha criado desde la muerte de sus padres. Ahora solo espera que ellas se casen para, por fin, ‘acordarse de vivir’’. La oportunidad le llega con Raúl, al que conquista por su voz desde detrás de una ventana. Pero su voz es indistinguible de la de una de sus hermanas y Raúl acaba confundiéndola con Marta. La una canta, la otra no, pero Marta es más joven, más guapa, menos escrupulosa. A su pesar, como una reencarnación de Cyrano de Bergerac, Yolanda le presta su voz a Marta. Más bien, es Marta quien se la roba, pero Yolanda no deshace el entuerto (y Raúl no tardará en reconocer el error que comete al fiarse de las apariencias). Esta será la actitud que definirá la vida de Yolanda, auténtico personaje de radionovela, siempre sacrificada por los demás, siempre sufriendo por aquello que la vida le arrebata. Si a su hermana le cede su voz, a Leonora le cederá toda su vida. Leonora ha quedado paralítica y no puede atender a sus tres hijos. Ahí es donde entra Yolanda, que ejercerá de madre, de algún modo cediéndole a Leonora su cuerpo, del mismo modo que esta le ha transferido su familia. No toda, claro. La atracción entre Yolanda y el rico marido, Manuel, es innegable, pero hay límites infranqueables para nuestra heroína, por más que Leonora bien pudiera aceptar esta relación con naturalidad. Se reconoce en Yolanda, en su espíritu de sacrificio y entrega. A su marido le disculpa que busque fuera de casa lo que ella no puede darle, lo que sin duda esconde un reproche: en casa tiene a Yolanda, que la sustituirá en el baile de Año Nuevo, pero nada más. Por supuesto, tanto sacrificio tendrá su recompensa, esa justicia poética que llega (muy) al final de un tortuoso itinerario de derrotas, un valle de lágrimas tras otro. Gavaldón le concede a su protagonista esa diferida oportunidad de vivir y lo sorprendente es que lleguemos a aceptar este final como un final feliz. ¡Gloria al cineasta! Jaime Pena

THE GIANT, de David Raboy (Nuevos Directores)

La ópera prima de David Raboy es una noche cerrada, una incursión en la oscuridad donde habitan fantasmas y monstruos de diversa naturaleza. Hay una ausencia de luz que precisa de algún destello con el que intuir y completar un relato de rostros en sombra, de presencias masculinas que no abandonan unas tinieblas en las que siempre desaparecen. En medio del conflicto, Charlotte, quien no ha superado el reciente suicidio de su madre, vive en un constante estado entre lo onírico y el recuerdo, sin control del espacio y el tiempo, en esa confusión que precede al sueño. El presente y el pasado se confunden en un montaje donde la estética unifica la narración y aporta las únicas pistas para completar un terrorífico puzle emocional. No son muchas las ocasiones en que Raboy emplea el efectismo en su trama. A través del montaje el cineasta impone una tensión creciente que colisiona con la hermosa atmósfera creada a partir del efecto de luz, extendiendo y deformando los reflejos y destellos de los distintos puntos lumínicos que aparecen en pantalla. En mitad de la noche, cuando uno se convierte en siluetas, en sujetos que no terminan de perfilarse, es cuando el miedo hace su aparición: miedo al futuro pero también a traicionar los recuerdos y dejar atrás una identidad en la que quizá, sea imposible reconocerse. Cristina Aparicio

ESPERANDO A LOS BÁRBAROS, de Ciro Guerra (Perlas)


Adaptación de la novela homónima del Premio Nobel de literatura J. M. Coetzee, construida sobre un guion del propio novelista (en lo que constituye la primera y más discutible de las opciones tomadas por el film), esta nueva realización del colombiano Ciro Guerra (la primera de sus películas rodada en inglés y en un contexto industrial de altos vuelos, muy alejada por tanto de su zona de confort) se autopropone como una metáfora sobre el colonialismo protagonizada por el magistrado que gobierna un puesto de avanzada en la frontera de un imperio imaginario (no identificado ni histórica, ni geográficamente), por un policía brutal y sangriento que tortura a los supuestos bárbaros del título y por una mujer nativa a la que el magistrado tratará de salvar y con la que inicia una subterránea historia de amor que oscila entre el fetichismo y el paternalismo. La abstracción temporal del enclave contribuye a reforzar la dimensión simbólica de la representación (muy alejada de toda pretensión realista), pero la metáfora se debilita por la simplificación maniquea con que se retrata a policías y militares. El colonialismo es algo mucho más complejo que la violencia irracional. Ausentes aquí todas sus determinaciones económicas y geopolíticas, su retrato queda reducido a una caricatura sangrienta, lo que no contribuye en nada a la efectividad de esa metáfora que, si bien encuentra una encarnadura vital y compleja en la figura del magistrado (espléndido como siempre Mark Rylance), tropieza con la máscara de burda marioneta que se le impone a Johnny Depp, y casi también a Robert Pattinson. Con todo, otra lectura más sutil, pero apenas apuntada, pugna por abrirse paso entre las bellas y muy cuidadas imágenes del film: la reflexión sobre si el enemigo son los otros o somos nosotros mismos, sobre si los bárbaros son los pueblos colonizados o somos los habitantes de la supuesta civilización, pero estos estratos de índole más filosófica no encuentran en la propuesta de Ciro Guerra el desarrollo necesario para dejar de ser, tan solo, meras sugerencias apenas entrevistas. Carlos F. Heredero

NEMATOMA, de Ignas Jonynas (Nuevos directores)

Es posible que la ingenuidad no buscada sea una de las cosas más terribles que le pueden ocurrir a una película. Ocurre en ese contexto en que la obra parece concebida desde la inconsciencia de sus propias limitaciones. Nematoma comienza planteando las frustraciones de su protagonista, sus deseos de expresarse a través del baile, la relación conflictiva con su padre y un pasado que parece perseguirle y que se muestra a través de un flashback continuamente fragmentado.“La verdad os hará libres”, descubre uno de los personajes a través de los muros de la iglesia del pueblo, pero el propio Ignas Jonynas retiene esa misma verdad en el relato para utilizarla más tarde como golpe de efecto. Cuando el protagonista se hace pasar por una persona ciega para ser admitido en un concurso televisivo donde desarrollar sus aspiraciones, el film revela su peor cara en tanto que el humor de la película consiste en situarse por encima de sus propios personajes y mirarlos con condescendencia. Y tal vez ese no sea el peor rasgo convocado: se trata de una de esas películas que solo entienden el relato cinematográfico a través del gesto grandilocuente. De modo que las grandes ideas que maneja como punto de partida, esto es, el programa de televisión como caricatura del mundo, la expresión del deseo a través del baile o la convivencia con las mentiras, se ven boicoteadas en una operación en la que parece imposible filmar nada sin una pistola en la mano. Jonay Armas

LA LUZ DE MI VIDA, de Casey Affleck (Perlas)

Esta no es una película de ciencia ficción, sino una película sobre cómo educar a alguien. Con La carretera (The Road, John Hillcoat, 2009) como referencia más cercana, un padre y su hija intentan sobrevivir en un escenario posapocalíptico en el que una enfermedad ha acabado con las mujeres de la Tierra. Y aunque el film está punteado por soberbias secuencias de acción, no es eso lo que permanece en primer plano, sino las conversaciones de padre e hija, el deseo de aleccionar o la preocupación por confirmar que ella sabrá desenvolverse si las cosas se tuercen. En ese sentido no importa tanto el escenario como el gesto paternal que allí acontece, que parece de lo que quiere hablar Affleck realmente por mucho que disfrace todo aquello de tenebrosa odisea del futuro. Si bien todo parece medido para no caer en los terrenos del drama sin mesura o del efectismo gratuito, el realizador también parece haber escrito a este personaje con el deseo de encarnar a alguien que realmente le motive interpretar. Hay mucho de Manchester frente al mar (Kenneth Lonergan, 2016) en tanto que cada escena remite a un breve flashback de la esposa en vida que se contrapone al contexto de ese futuro sin esperanza. La sensación en ocasiones es que Affleck no puede evitar caer en los lugares comunes de aquellas películas a las que hace referencia, pero su noble punto de partida, sobre cómo educar a una hija, acude al rescate para que se pueda situar en primer plano lo que de verdad importa. Jonay Armas

ZOMBI CHILD, de Bertrand Bonello (Zabaltegi)

A la manera que denunciaba Pedro Almodóvar en Los abrazos rotos (2009), Bertrand Bonello parece haberse cansado de sí mismo. La única solución que ha encontrado es la de marcharse a rodar a Haití, partir de una película de zombis al estilo tradicional convocando a Tourneur para tratar de reencontrarse consigo mismo a través del juego intrascendente. El film avanza de manera quebrada y en ocasiones grotesca, como haría un cuerpo zombificado tratando de acercarse a sus víctimas, retorciéndose sobre sí mismo y a pasos irregulares. Pero los zombis “ya no caminan tan despacio como antes”, como afirma con lucidez una de las jóvenes protagonistas. Ahora todo avanza demasiado rápido. Bonello escapa de sí mismo en lo formal y en su ánimo, tratando la película como un ejercicio de espíritu lúdico, pero no puede escapar de uno de los temas que más le obsesionan: la juventud y su capacidad para cambiar las cosas. El realizador no puede evitar contemplar a las chicas en coro mientras entonan una canción de letra infame a modo de terrible himno vital, o perseguirlas esperando que ocurra un gesto de rebeldía que pueda poner el mundo del revés. Pero aquí la rebelión es interna, el proceso de cambio no es visible. El fragmentado relato de un zombi, abuelo de una de las niñas protagonistas, atraviesa un relato que contrapone la imagen clásica del monstruo frente a esos jóvenes sin espíritu que fabrica la sociedad: nunca se muestra a un zombi de manera tan lúcida en la pantalla como cuando las chicas cantan juntas. Jonay Armas

Con Nocturama, Bertrand Bonello pareció llegar a un cierto límite de su estilo habitual: un solo decorado, unos cuantos actores, la deambulación como sustento de una puesta en escena más cercana a la danza que al drama… A falta de ver su corto Sarah Winchester, Phantom Opera -su trabajo anterior, precisamente sobre un ballet operístico-, Zombi Child viene ahora a ratificar que el cambio de rumbo era necesario, pues la saturación del relato que acaecía en aquella quizá necesitaba una salida. Y, en efecto, aquí está. Ni siquiera Saint Laurent desplegaba una narración tan fastuosa, se prestaba con tanto ahínco a superar las fronteras del cine de ficción como portador de historias desmesuradas, bigger than lifeZombi Child es una epopeya, abarca más de cincuenta años de los dos últimos siglos, de 1962 a la actualidad, para hablar sobre Francia y su legado, sobre la Historia como sueño y como pesadilla. Por supuesto, lo hace a la manera a la que nos tiene acostumbrados Bonello, a base de fragmentos deslumbrantes que reúnen a un zombi haitiano de los años sesenta y a una adolescente de la altísima sociedad del París actual encerrada en un peculiar internado para señoritas, una película de terror y una crónica social, un comentario político y un trip alucinado. Pero no teman, pues, también como siempre, a Bonello no le importa tanto la coherencia del resultado como su condición dispersa y sin suturas, finge que está construyendo un relato cerrado cuando en realidad no hay más que fugas y desvíos, entre lo hiperreal y lo onírico. Al final, eso sí, todo confluye atropelladamente, como si se quisiera llegar a un punto de no retorno en el que es necesario que todo estalle para que algo renazca. Y lo hace, vaya si lo hace, como si de toda esa confusión, de todos esos muertos vivientes, naciera otra criatura capaz de superarlos: alguien que resucita, sí, pero también un relato-zombi, que parece no saber adónde va pero dice más sobre su entorno que aquellos otros que se consideran a sí mismos objetos perfectamente orientados. Carlos Losilla

DIECISIETE, de Daniel Sánchez Arévalo (Sección oficial fuera de concurso)

En algún recodo del camino se extravió –y lleva ya muchos años perdido– el esperanzador cineasta que inició su filmografía con la muy estimulante Azuloscurocasinegro (2006). Películas suyas posteriores como Gordos, Primos o La gran familia española descubrieron después a un director mucho más endeble y mucho menos autoexigente, con repetida y, al parecer, incontenible tendencia a escribir diálogos ocurrentes que se quieren mucho a sí mismos, pero que acostumbran a resultar un lastre casi insuperable para sus realizaciones, como vuelve a ocurrir, pero esta vez de manera mucho más grave, en Diecisiete, donde –enamorado de la mecánica de réplicas y contrarréplicas entre los dos hermanos protagonistas de la historia– Sánchez Arévalo la repite de manera incesante a lo largo y ancho de todo el relato. El resultado es una predecible y tópica feel good road movie que pasa exactamente por todos los lugares comunes por los que se la espera y desemboca, puntualmente, en el desenlace previsto: historia de redención personal, de intercambio de papeles y de aurorreconimiento, este film que cuenta el itinerario de dos hermanos en pos del perro que uno de ellos (condenado en un correccional) había adiestrado, se extravía muy pronto por vericuetos que no sabe resolver y que además se desvelan totalmente prescindibles (¿nadie del equipo ni de la producción le dijo que el episodio de la vaca, además de banal, no aporta nada al desarrollo de la dramaturgia, y que se puede extirpar por completo sin que la historia sufra lo más mínimo…?). Tampoco se explica qué demonios pinta una película tan minúscula como esta (un producto meramente comercial que no ofende, pero que no tiene nada especial a destacar) dentro de la sección oficial del festival, por mucho que, ¡faltaría más!, figure fuera de concurso. Carlos F. Heredero

Como ocurría en Primos (2011), Sánchez Arévalo ha huido de historias de gran tamaño y mayor complejidad, esas que sí construía en sus dos primeros largometrajes, para reducirlo todo a las conexiones emocionales entre sus protagonistas. El resultado está siempre concebido desde el afecto y, partiendo de ahí, es difícil percibir otra cosa en el relato que no sea la ternura. Sánchez Arévalo es consciente de que su manera de hacer cine se basa en la escritura y en la devoción al texto, y eso le obliga en ocasiones a mostrar el rostro de un cine pretérito en el que el guion parece la única herramienta capaz de mover a una película hacia delante. Todo lo que ocurre en pantalla nace desde una vocación literaria, toda miga de pan argumental encuentra su resolución un poco más tarde. Pero también hay una cierta honestidad en esa manera de ser fiel a uno mismo, que se filtra en los propios problemas que vive su dúo protagonista. Se trata de hacer cine conociendo las limitaciones propias pero sin renunciar a hacerlo lo mejor posible en el proceso. El cineasta es ahora más mayor, pero sus personajes son más jovenes que nunca, y ese abismo que se abre entre ellos permite que esta historia, enésimo viaje de autodescubrimiento, esté poseída por el espíritu de lo entrañable y no de la grandilocuencia. Jonay Armas

Son muchas las terapias que se centran en el contacto con el mundo animal para poder entrar la forma de llegar hasta el interior de uno mismo. Así se explica en Diecisiete, la última película de Sánchez Arévalo, donde un adolescente algo desajustado del mundo padece los sanadores efectos de este tipo de tratamiento. No hay más que honestidad y mucha humildad en el relato. Porque para hablar de la familia, de los vínculos rotos (esos que tantas veces ha intentado recomponer a través de su filmografía) no es necesario ponerse dramáticos. El cineasta apuesta por el lado luminoso a la hora de diseñar esta particular road movie y lo hace con un guion audaz, tierno y de un humor muy personal y una puesta en escena austera y elocuente, con repeticiones que favorecen la comedia. Al igual que sucede en terapia, todo lo empleado para la recuperación pasa a un segundo plano, atrevida decisión que, fiel a la realidad, se desvía de cánones narrativos sin importar las consecuencias. En definitiva, un viaje de reconciliación con uno mismo imprescindible para poder encontrarse con el otro. Cristina Aparicio

MONOS, de Alejandro Landes (Horizontes Latinos)

Un grupo de adolescentes armados con AK-47 viven en una montaña, utilizando unas instalaciones defensivas como vivienda y en un rígido régimen jerárquico militar. Chicos y chicas que piden autorización para ser novios o que celebran los quince años de uno de ellos proporcionándole otros tantos correazos. El último se lo dará, obligada, la que parece una rehén norteamericana. Sus nombres: Rambo, Lobo, Pitufo, Perro, Patagrande… y una desafortunada vaca a la que llaman Shakira. Puede ser un comando de las FARC o un grupo guerrillero autónomo (denominado ‘Monos’), pero su torpeza solo es comparable a su ingenuidad. Lo que parecía una suerte de refugio aislado pronto se ve acosado por los bombardeos y el grupo de traslada al medio de la jungla. El relato es episódico, con los sucesivos intentos de fuga de la mujer secuestrada o los conflictos que van diezmando el grupo. Alejandro Landes filma esa violencia latente con múltiples recursos visuales, con un estilo enfático que se centra antes en los primeros planos de los rostros de estos confusos jóvenes que en una visión de conjunto: ¿quiénes son, dónde van, cómo pudieron secuestrar a la ingeniera? Película sobre la confusión de la guerra (cualquiera) y los peligros de una naturaleza inhóspita, Monos es una multicoproducción internacional que tiene algo de metarrelato sobre la violencia guerrillera en Latinoamérica y cuyos créditos no ahorran los grandes nombres (producción de J.C. Chandor, música de Mica Levi). Aún así, y quizás por ello, hay una tendencia al exhibicionismo que podría decantar la carrera de Landes como la del nuevo Iñárritu. Y, no, no lo digo como elogio. Jaime Pena

LEYENDA DORADA, de Ion De Sosa y Chema García Ibarra (Zabaltegi)

Unos cuantos niños juegan y bromean en una piscina pública. Una mujer canta una melodía tradicional en una de las mesas del césped, rodeada de amigos. Y, de repente, alguien parece tener problemas en el agua y se produce el milagro… Leyenda dorada, el cortometraje dirigido al alimón por Ion de Sosa y Chema García Ibarra, parte de lo cotidiano para entrar en lo fantástico según una estrategia que no incluye transición alguna, como si todo formara parte del mismo universo. Y así es, por lo menos para ellos, como igualmente sucede con los registros empleados, con los tonos elegidos. En esta historia conmovedora, de un humor melancólico y solidario, la herencia de un cierto cine popular español se transforma poco a poco en su celebración épica, convierte lo cotidiano en leyenda –qué hermoso el título, por cierto– como si se tratara de un juego de manos, el mismo que se ofrece a la cámara cuando debe filmar una partida de cartas. Y en ese punto el universo se transfigura, aquello que creíamos intrascendente y banal adquiere otro brillo, se convierte casi en un episodio de los evangelios. Del mismo modo en que García Ibarra –en La disco resplandece– filmó las ruinas de una discoteca con el tono de una elegía psicotrónica, o en que De Sosa –en Sueñan los androides– imaginó Benidorm como escenario de un desternillante apocalipsis, Leyenda dorada permite que ambos conviertan el misterioso espaciotiempo en el que acaece un simple día de asueto en el escenario donde acaba teniendo lugar una catarsis colectiva, quizá la que necesite de una vez por todas “este país de todos los demonios”, como dijo el poeta. Carlos Losilla

UNA OBRA MAESTRA, de Giuseppe Capotondi (Proyecciones Premio Donostia)

Presentado con ocasión de la entrega a Donald Sutherland del Premio Donostia, el segundo largometraje del italiano Giuseppe Capotondi (proyectado fuera de competición en la clausura del reciente Festival de Venecia) tiene como protagonista a un crítico de arte obsesionado por la obra de un pintor famoso, Jerome Debney (interpretado por Sutherland con tanto señorío como sabia madurez) y por valerse de ella para su anhelo de fama mundana y de reconocimiento intelectual. Entre medias, una joven norteamericana que seduce al crítico y un rico coleccionista de arte que manipula sus ambiciones (interpretado por Mick Jagger con acartonada rigidez) cierran el cuarteto de una película que empieza proponiendo jugosas reflexiones sobre la naturaleza de la crítica en relación con el arte y con sus espectadores, y acaba como un thriller que incluye chantaje, incendio, robo y asesinato. Las habilidades de Capotondi se muestran más aptas para lo primero que para lo segundo, pues mientras el relato se mueve en el territorio de la meditación sobre el arte, sus imágenes consiguen trasladar con solvencia algunos momentos de sinceridad (casi siempre a cargo de la hondura y la verdad interior que Donald Sutherland confiere a su personaje), pero cuando la narración gira hacia los registros de la intriga criminal el frágil andamio del guion se hace demasiado visible y bastante caprichoso. El balance final se divide entre estas dos valoraciones dentro de una propuesta comercial de relativa consistencia. Carlos F. Heredero 

ROCKS, de Sarah Gavron (Sección Oficial)

En la sugerente cámara de ecos que las pantallas del festival vienen configurando este año, la realización británica de Sarah Gavron resuena con fuerza en, sobre o desde las imágenes de La hija de un ladrón, no por azar otra realización de una joven cineasta que habla también de una joven cercada por las heridas familiares (un padre ausente en el film español; una madre desaparecida en la producción inglesa), que lucha con fuerza y determinación por salir a flote en medio de un contexto social marcado por la pobreza y por las carencias culturales. Las dos protagonistas deben pasar por una casa de acogida y las dos extraen energía de las ausencias, capacidad de resistencia de las dificultades y rebeldía de sus limitaciones. Las dos películas renuncian con nitidez a todo sermón discursivo sobre la realidad social que retratan y confían en sus imágenes para dar cuenta, sin retórica psicologista alguna, del drama de sus protagonistas. Las dos autoras (Belén Funes y Sarah Gavron) confían en sus respectivas heroínas sin caer nunca en la tentación de victimizarlas, y ambas ficciones abren puertas a la solidaridad de las instituciones y del entorno personal porque las injusticias y las desigualdades son flagrantes, pero la vida ofrece también de forma intermitente luces a las que agarrarse. Y aquí Rocks (la protagonista) las encuentra en su grupo de amigas (las adolescentes de su instituto) y en los servicios sociales que tratan de paliar la ausencia materna. La directora quiere a su criatura y la retrata como una adolescente de su tiempo, tan desorientada y dubitativa como feroz, temperamental y poco reflexiva en la defensa de sus afectos y en la protección de su hermano pequeño. Se va configurando así un retrato cuya veracidad se contagia a las imágenes físicas y dinámicas de una película ajena a todo resabio esteticista y a toda tentación moralista ni sermoneadora. Un logro notable. Carlos F. Heredero

Una terrible necesidad de originalidad puede nublar las bondades de una cinta que aborda  alguna de las grandes cuestiones frecuentadas por un determinado género cinematográfico (en este caso el drama social). Rocks es una historia conocida: una madre incapaz de cuidar a sus hijos y una hija adolescente que, al cuidado de su hermano menor, se ve superada por las circunstancias. La honestidad es la mejor de las virtudes de una realizadora que antepone el realismo al melodrama (la inclusión de las imágenes en formato teléfono móvil contribuye a esa inmersión en la dinámica adolescente y sus consumos audiovisuales). La complejidad del relato hace valiosa cada una de las miradas que se esfuerzan por descifrar una situación crítica y sistémica que refuerza la situación de los más vulnerables. Hay una cierta tendencia al detalle por parte de Gavron, condicionada a los tiempos narrativos: apenas unos segundos para mostrar las fotos y recuerdos de las casas por las que Rocks pasa son suficientes para condensar la carencia afectiva; y las largas secuencias son destinadas a observar cómo el personaje trata de suplir esas ausencias y contemplar la única red de seguridad que le queda, sus amigas. Un duro relato que no vuelve a contar lo mismo, sino a insistir (y muy lúcidamente) en una realidad que, desgraciadamente, se repite. Cristina Aparicio

LOS SONÁMBULOS, de Paula Hernández (Horizontes Latinos).

Una fórmula para superar una ruptura es eliminar todo rastro de la persona a la que se intenta olvidar. En Los sonámbulos, montones de fotografías recortadas dan muestra de lo fácil que puede ser borrar las huellas de quien no pertenece, verdaderamente, a la familia. Paula Hernández encuentra la clave para que resulte imposible mutilar un retrato familiar, y lo hace desde las formas: largas secuencias donde la cámara, muy cerca de las dos mujeres protagonistas (una madre y su hija de catorce años), se desplaza del rostro de una al de la otra sin abrir el campo visual. Todo lo que queda fuera de esos primeros planos pasa a formar parte de un borroso contexto enigmático y amenazante. En este sentido, Hérnandez  planifica una compleja puesta en escena con honestidad y, sobre todo, coherente al adoptar una cierta distancia ante los momentos más delicados y duros del relato. Hay un respeto por la historia, por sus personajes, una desprejuiciada mirada sobre las roles femeninos, una voluntad de rescatar del sonambulismo a aquellos que viven sin certezas. Una cinta tan brillante como personal que demuestra el virtuosismo y la destreza de una gran cineasta. Cristina Aparicio

FICCIÓN PRIVADA, de Andrés Di Tella (Zabaltegi)

El sendero más fácil que podría seguir el crítico a la hora de enfrentarse a Ficción privada pasaría seguramente por decir que esta película ya la hemos visto, que esta no-ficción no aporta nada nuevo al ‘género’ tal como se ha ido desarrollando en lo que llevamos de siglo. Sin embargo, el nuevo trabajo de Andrés Di Tella debe verse desde otra perspectiva. Para empezar, hay que situarlo en el contexto adecuado, en una filmografía ya muy nutrida que alberga títulos parecidos, o por lo menos que siguen la estela de una autobiografía filmada que no solo tiene que ver con la subjetividad de Di Tella, sino también con lo que la rodea, sobre todo en el ámbito familiar. Y luego hay que decir, por lo tanto, que no debe contemplarse Ficción privada como una película cerrada sobre sí misma. Muy al contrario, el relato se abre en múltiples direcciones, tantas que alguna de ellas llega a conectar con uno de los temas básicos de esta edición donostiarra: el fantasma, el espectro, toda esa vida que parece existir fuera de la pantalla pero que es capaz, a su vez, de invadirla desde una ausencia que finalmente inunda el plano, en este caso a partir de la voz over, la de un narrador que se interroga por sí mismo y por su pasado, por sus padres y por quiénes fueron, a partir de unas fotografías iniciales que plantean algunas preguntas esenciales. Di Tella, experimentado narrador de sí mismo, se retrotrae así a los tiempos en que sus padres eran jóvenes, intenta desentrañar el misterio de esa relación, y para ello la encarna tanto en algunas conversaciones con su hija como en unos cuantos diálogos interpretados por actores, así como en una endiablada estructura que incluye rimas, repeticiones, invocaciones al tiempo que fue para que confiese de qué está hecho y para que diga también qué ha quedado de él tras la desaparición de los protagonistas. El resultado puede parecer redundante y consabido, pero ocurre que el seísmo emocional que provoca corre por debajo de esa superficie, debe hallarse en los entresijos, en el cambio de un tono a otro, de cualquier registro utilizado al que le sigue de inmediato. Carlos Losilla

LA OTRA, de Roberto Gavaldón (1946) (Retrospectiva Roberto Gavaldón)

Apoteosis del melodrama negro, La otra es también una (otra) película sobre las repeticiones y las estructuras especulares. Magdalena (Dolores del Río) enviuda y una de las asistentes a su entierro sentencia: “viuda, rica y en la plenitud de la vida, qué más se puede pedir”. Su hermana gemela, María (Dolores del Río), acude a darle el pésame, también para demostrarnos que no puede haber dos seres más distintos, social, económica y moralmente. Así que María acabará por matar a Magdalena, asumiendo su papel, la lucha de clases y el arribismo a través de un sencillo atajo. Pero nada es tan simple. Quiero decir: María reemplaza a Magdalena y, sin saberlo, asume también todo su pasado y sus secretos. Lo anticipa la entrada de María/Magdalena en su nuevo hogar, el Palacio de los Montes de Oca, convertido en un escenario gótico repleto de espejos, luces y sombras. Y, sí, los espejos juegan un papel esencial en la trama, desde el momento en que María se sienta en el tocador de Magdalena e intuye que puede ser ‘la otra’. Pero los de Gavaldón no son los tocadores de Douglas Sirk, más bien son los espejos infinitos de La dama de Shanghai. Cuando la nueva Magdalena se encuentre con un amante y cómplice inesperado, Gavaldón filma el chantaje y la derrota de María a través de dos planos de un espejo convexo que deforma su imagen. El pasado esconde otro crimen y María no tarda en descubrir que ha renunciado al suyo (y al amor de un honesto policía, Roberto) para asumir el de Magdalena (el que el propio Roberto sacará a la luz), una paradoja del destino que anticipa muchos de los temas de Vértigo. El fatalismo y el romanticismo de la película de Gavaldón no le van a la zaga a los de Hitchcock. Una obra maestra. Jaime Pena

LOS TIBURONES, de Lucía Garibaldi (Horizontes latinos)

Rosina parece huir de la cámara: mientras corre por una carretera vuelve la cabeza cada varios pasos como si comprobara que se aleja de alguien que la persigue. Acto seguido, la joven llega hasta la playa, un plano más abierto que muestra a su padre intentando alcanzarla para poder así reprenderla. A pesar de las connotaciones dramáticas de la escena, este planteamiento inicial tiene más que ver con el arrojo  y la autonomía de Rosina que con un peligro real al que pudiera estar expuesta. La ópera prima de Lucía Garibaldi es un retrato naturalista sobre la adolescencia (que se concreta al detallar minuciosamente a su protagonista) y una mirada. La figura del tiburón es la metáfora de la que se sirve la cineasta para construir un personaje fuerte, una heroína resolutiva e independiente que se mueve de manera sigilosa mientras experimenta el despertar del deseo sexual. La estética ochentera se apoya en la música de los sintetizadores y en los comerciales que se ven en los televisores, así como en la paleta de colores que le dan un tono pop a todo el conjunto, una valiente decisión formal que (como ella misma reconoce) lleva impresas las señas de identidad de su creadora. Cristina Aparicio

Rosina cree avistar tiburones en la playa. En realidad ve (o cree ver) una aleta y el presunto tiburón le sirve para distraer la atención de su padre, que la ha perseguido hasta la playa por haber pegado a su hermana mayor; Rosina tiene solo catorce años, pero mucho carácter. Pero la alerta de los tiburones no sienta muy bien en esta pequeña población que ve peligrar la temporada turística… Sí, la cita de Tiburón es muy obvia, un guiño al espectador y un subtexto que proporciona un trasfondo a otra historia coming-of-age protagonizada por una adolescente que se ha convertido en una suerte de (sub)género del cine del Cono Sur. Hemos visto ya otras muchas películas con este tipo de ritos de iniciación en el sexo y la vida, procedentes por lo general de Argentina, pero también de Chile y, como es el caso de la película de Lucía Garibaldi, Uruguay. Se han cumplido ya veinte años del nacimiento oficial del Nuevo Cine Argentino (y dieciocho de 25 watts) y aquel minimalismo formal y narrativo se diría que sigue vigente, pero ahora el estilo es ya más retórica que otra cosa: gestos, carreras, bruscos movimientos de cámara… Los tiburones trabaja las sugerencias (muy bien) y, en cierto modo, renuncia a una verdadera trama dramática: así es como un movimiento renovador acaba asumiendo una pose conservadora. Jaime Pena

LA HIJA DE UN LADRÓN, de Belén Funes (Sección Oficial)

Otra ópera prima en la sección oficial y, ¡por fin! una película española a la altura de un festival importante. Formada en la ESCAC  y en la escuela de cine de San Antonio de los Baños (Cuba), su joven directora (Belén Funes), había realizado ya anteriormente dos cortometrajes más que interesantes: La inútil (2017) y Sara a la fuga (2015), en cuya protagonista está inspirada la historia y el personaje que ahora protagoniza La hija de un ladrón. El relato se ubica en los ambientes sociológicos del proletariado y de la marginalidad de habla castellana en la ciudad catalana de Badalona (un hábitat que apenas ha sido reflejado hasta ahora por el cine español; tampoco en la mayoría de las producciones de origen catalán), y su conductora es esa ‘hija de un ladrón’ (interpretados ambos por padre e hija en la vida real: Eduard Fernández y Greta Fernández, superlativa y emocionante en su encarnación de Sara) que arrastra una existencia precaria, pero que lucha de manera decidida por salir adelante sin que la directora reclame en  ningún momento a los espectadores ni un solo rictus de conmiseración o de patetismo en su retrato: gran conquista de una narración estrictamente conductista, sin rastro de la rutinaria mecánica psicologista habitual y, por fortuna, despojada de todo diálogo explicativo o connotativo (ese veneno que sufren las dos películas españolas vistas aquí anteriormente). Como en Rosetta (Hnos. Dardenne), la cámara sigue sin cesar a Sara en su deambular para mostrar su irredenta determinación de buscar un trabajo con el que ganarse la vida para poder salir de la casa de acogida en la que vive, en su conflictiva relación con su padre y en sus dificultades para mantener la relación afectiva que le resulta esquiva. 

A diferencia de lo que sucede con frecuencia en el cine de Ken Loach, La hija de un ladrón no muestra a su protagonista como una víctima irremediablemente condenada por un entorno despiadado. Belén Funes quiere a su criatura, es capaz de mostrar sus debilidades y sus errores, pero también toda su fuerza interior y todo el ímpetu con el que combate por la vida en medio de un contexto depauperado y hostil, pero en el que también existen luces de solidaridad y de honestidad que ayudan a mantener la lucha. Ajena por completo a toda consideración derrotista en su radiografía social, la película ofrece un retrato femenino poliédrico y emocionante, situado en el centro de un logro mayor para el cine español de este año, una obra que nos permite descubrir a una cineasta con voz propia cuya trayectoria habrá que seguir muy atentamente de ahora en adelante. Carlos F. Heredero

“Es bueno tener hijos. Así no te mueres solo”. La primera conversación entre Sara y su padre deja al descubierto una serie de cicatrices que parece que nunca sanarán. Belén Funes aborda la soledad, como ya hiciera en sus cortometrajes anteriores, en un relato que se apoya casi en su totalidad en el rostro de Greta Fernández, capaz de condensar en su mirada y en su impecable gestualidad la profunda melancolía de quien se halla sumido en el desamparo. Un movimiento de cámara nervioso sigue a Sara muy de cerca, un estilo que recuerda al de Jean-Pierre y Luc Dardenne, y el modo de filmar a la protagonista de Rosetta (cinta con la que La hija de un ladrón encuentra múltiples nexos). Hay una urgencia de cariño, de conectar con el otro, que la realizadora transmite a través de la dimensión física del film: abrazos forzados (robados incluso), lesiones y autolesiones que terminan sangrando, un oído dañado que tiene un lugar privilegiado en cuadro… Así, la soledad se hace visible en cada gesto, en cada ausencia y en cada mirada desviada. Una cinta que pone de manifiesto que lo único tangible que importa es tener a alguien que te sostenga la mano. Cristina Aparicio

Como en el cortometraje La inútil (2016), Sara vive la carrera contrarreloj de su complejo día a día: un bebé, un hermano pequeño desatendido, un padre ausente, un piso prestado y mucho por hacer. Y como en Sara a la fuga (2015), esta otra Sara también vive esperando buenas noticias, las de un trabajo y un sueldo que podrían solucionarlo todo. Y entre medias explota el conflicto con su padre, recién salido de prisión, cuya confrontación ofrece los momentos más intensos del film, en buena parte porque ambos intérpretes lo dan todo de sí mismos. De forma metódica y con una convicción absoluta, Belén Funes sigue a su personaje allá donde va como la más honesta manera de acompañarla que la realizadora ha encontrado, asemejando el aspecto de la película a una de los hermanos Dardenne pero con una importante diferencia discursiva: aquí no hay deseos por trazar dudas sobre el modo en el que funciona el mundo, sino la única intención de revelar la valentía de esta heroína anónima que nunca se rinde. Es el primer largometraje de la directora pero hay plena consciencia de hacia dónde debe conducir el film. No hay planos grandilocuentes ni digresiones que sitúen a la autora por encima de su personaje: la cámara va siempre detrás de Sara, muy cerca de ella, como si se tratase de una amiga que la acompaña siempre en silencio. Casi se podría esperar que, en cualquier momento, apareciera junto a ella una mano que se apoyara en su hombro. Jonay Armas

RÉPERTOIRE DES VILLES DISPARUES, de Denis Côté (Zabaltegi)

En dos películas recientes, la cuestión de la lucha de clases, la relación entre explotadores y explotados, se resuelve mediante una solución espacial. Tanto en Nosotros, de Jordan Peele, como en Parasite, de Bong Jong-Hoo, los primeros habitan la superficie, lo visible, mientras que los segundos deben esconderse en los sótanos, en la invisibilidad. Pues bien, la última película de Denis Côté también transita por estos caminos, quiere hablar de cuerpos olvidados que de repente necesitan hacerse ver. En una pequeña localidad canadiense cercana a Quebec, los muertos empiezan a ser más abundantes que los vivos, la globalización y la emigración están dejando el espacio vacío y desolado, sometido a los rigores del invierno y de la nieve. Y entonces un muchacho se estrella con su coche y muere, aunque reaparece después junto con todo un ejército de zombis, curiosamente no violentos, que siembran la inquietud en la vecindad. Côté, como es ya habitual en su cine, propone un clima inquietante, parece construir un mosaico costumbrista cuando en realidad nos está trasladando al otro lado del espejo, todo ello acompañado por un diseño de sonido denso y perturbador. Sin embargo, la idea –basada en una novela– acaba siendo más poderosa que la forma escogida para moldearla, y eso hace que el relato vaya perdiéndose progresivamente en una miríada de anécdotas que, lejos de articular un sistema narrativo original, simplemente se acumulan en una sucesión de ‘vidas cruzadas’ más bien tópica y banal. Como en Atlantique, también presente en San Sebastián, aunque aquí de una manera más exagerada, el lirismo parece reducirse a unos cuantos golpes de efecto de inspiración ‘poética’ que no van mucho más allá de sí mismos. Carlos Losilla

ATLANTIQUE, de Mati Diop (Zabaltegi)

Quizá los géneros del terror y la aventura fueron concebidos, por la industria capitalista del cine, como contenedores de aquello que no podía caber en los códigos más ‘nobles’, como por ejemplo el melodrama y la comedia. Y por eso también puede que nos digan cosas que los demás transmiten en menor medida o de manera más recatada, o por lo menos que lo hagan de un modo más salvaje y directo. En este sentido, Atlantique sería el último ejemplo al respecto, una especie de versión exploitation de las películas de Pedro Costa, un discurso de alto voltaje político que toma la forma de un relato en código fantástico y romántico. Estamos en Dakar, donde un grupo de obreros de color, que están construyendo una torre de diseño modernísimo, protestan ante sus superiores porque hace dos años que no cobran. Algunos tomarán el camino de la emigración, vía patera, y serán tragados por una ola gigante. Uno de ellos, el gran amor de una muchacha local a la que sus padres obligan a casarse con otro, empezará a dar signos de que ha vuelto a la vida, ante la estupefacción de la policía y los familiares. He aquí una idea fascinante, aunque Joe Dante ya había hecho algo parecido en Homecoming tomando como excusa la guerra de Irak. Pero ¿hay algo en Atlantique más allá de esa idea? Sí y no. El mar siempre agitado, las cortinas movidas por el viento que anuncian el retorno de los muertos, parecen extraídas del cine de Jacques Tourneur, configuran un discurso contundente: los espectros regresan para recuperar lo que es suyo, pero también como representación de ciertas presencias en el límite, de todos esos explotados que no están ni vivos ni muertos, que se mueven en el limbo de un sistema que no los reconoce, que los convierte en invisibles. Sin embargo, más allá de eso, este primer largo de Mati Diop presenta una puesta en escena cuya mirada se muestra confusa, a veces atropellada, en ocasiones más pendiente de la intriga que de la sugerencia. Una película, como los espectros que convoca, también en la cuerda floja. Carlos Losilla

El film de Mati Diop comienza con la construcción de una gigantesca torre en Dakar. El enorme edificio se erige por encima de la tierra y eclipsa el paisaje en una visión propia de la ciencia ficción apocalíptica. El verdadero apocalipsis llega cuando los obreros no reciben su salario por el trabajo en la construcción, lo que desata el corazón del relato: muchos de ellos se lanzan al mar con la esperanza de encontrar posibilidades mejores, pero el barco naufraga. A partir de aquí se inicia una historia de fantasmas, la de esos náufragos cuyos espíritus claman venganza. Y la cineasta, en un trabajo de asombroso equilibrio, combina el género policiaco con estas apariciones turbadoras. Es una película de espíritus, pero también un filme que abraza el cine de género con la naturalidad propia de una gran cineasta. Si bien los espíritus atosigan al empresario que los ha condenado para que les entregue el dinero que les corresponde, uno de esos espíritus ha vuelto para recuperar a su amada, lo que arroja la película finalmente al terreno del romance imposible. Pero la autora no utiliza esta historia como manera de huir de la otra ni como forma de sublimar este juego de espíritus, sino para encontrar la poesía que aún subyace bajo el escenario apocalíptico, esa de la que aún somos capaces. Jonay Armas

PATRICK, de Gonçalo Waddington (Sección oficial)

Primer largometraje dirigido por el actor Gonçalo Waddington (presente en películas de algunos de los más importantes cineastas portugueses contemporáneos: Miguel Gomes, João Canijo, Margarita Cardoso o Ivo M. Ferreira, entre otros) y producido por la empresa de Gomes (O Som e a Fúria), Patrick aborda el tema siempre delicado y explosivo del abuso sexual de la infancia y, sobre todo, de las consecuencias que habrá de tener después en la vida adulta de las víctimas. Su protagonista es un joven de veinte años que regresa a su familia, en un pueblo del centro de Portugal, doce años después de haber sido secuestrado y violado. La película no se ocupa de aquellos terribles hechos (situados en el pretérito y como background del personaje), sino de la persona en la que se convertido la víctima, de las heridas que arrastra y de las taras que padece. Por desgracia, las imágenes de Waddington resultan tan irregulares como impersonales, tan planas como sosas. Y tampoco la dramaturgia de la narración ayuda demasiado, entre otras cosas porque el actor elegido carece de los suficientes registros como para resultar convincente en la representación de su tormento interior. La faltan a la propuesta muchos matices y mucho trabajo interno como para poder expresar el complejo proceso que conduce a la conversión de la víctima en verdugo: un tránsito íntimo cuya traducción fílmica se le escapa por completo al director. Carlos F. Heredero

Un suave movimiento de cámara avanza desde el umbral de una puerta hacia el centro de la habitación en la que se encuentra un joven al que le realizan la depilación láser. Sin ningún corte, la cámara recorre su cuerpo desde abajo hasta llegar a su rostro. Esta secuencia inicial ya sirve de aviso al espectador de lo que está por llegar: una lenta y tediosa aproximación a Patrick. Porque si de algo adolece la obra de Gonçalo Waddington es de su inconsistente naturaleza basada en el ritmo, una agotadora lentitud que vacía de contenido un relato que no parece querer despegar. Así, en medio de eternos silencios y largos planos (muchos de ellos, planos secuencia), se produce un efecto contrario al previsible: las emociones en vez de fluir libremente, se ven comprimidas, ocultas tras la indiferencia y el tedio. Ni tan si quiera los arrebatos (o las escasas muestras de ira) parecen encontrar su tiempo y espacio, quedando relegados al fuera de campo o a la parte desenfocada del plano. Porque Patrick no es una historia de violencia, ni siquiera una reflexión sobre origen del mal en el hombre, sino la caprichosa presentación de un villano que se queda en la epidermis, como ya presagiaba ese movimiento de cámara inicial. Cristina Aparicio

Patrick nace desde una fascinante decisión formal: la idea de no mostrar nada. Y esa decisión lo condiciona todo, desde la puesta en escena y aquello que se niega a poner en juego hasta el propio argumento o lo que se revela de él. Operación interesante pero también compleja, que arroja a un terreno aún más delicado a este relato en el que un adolescente es reconocido en comisaría como Mario, alguien que, de niño, había sido víctima de un secuestro. Lo que ocurre con esta decisión es que la película se acaba negando, de algún modo, a sí misma. Las imágenes se van reduciendo, poco a poco, en primeros planos de este joven contrariado con el mundo y en encuadres del pasillo de su nuevo hogar, aquel en el que vivió de pequeño y que ya no reconoce. Lo mismo ocurre con la línea argumental, que huye de cualquier explicación pero que, cuando lo hace, situando estratégicamente una frase en boca de los personajes para poder avanzar, se desvela la ruta trazada y las costuras del film, empeñado en que su apuesta formal lo sostenga todo pero inconsciente de que la película se ha vuelto su absoluta esclava. La sensación es que no puede hablarse de Patrick en profundidad sin terminar por dejarla en evidencia. Jonay Armas

SISTER, de Svetla Tsotsorkova (Nuevos Directores)

Hay un matiz fundamental que diferencia la mentira de la fábula y que está relacionado con la intención del hablante. Sister es la historia de una mentirosa, una joven con una sorprendente capacidad para fabular pero que emplea para contar mentiras. Por eso, cuando Rayna habla, solo atienden con verdadero interés aquellos que no la conocen. Svetla Tsotsorkova diseña una puesta alrededor de este concepto: al comienzo de la cinta, un plano fijo muestra a Rayna compartir con toda clase de desconocidos los detalles íntimos y escabrosos de su trágica vida, alternando con los contraplanos de estos interlocutores (potenciales clientes de su puesto de cerámicas entre los que se cuentan niños pequeños) perplejos ante la magnitud de desgracias que escuchan. Pero es en aquello no dicho donde se observa el virtuosismo de esta cineasta al poner en imágenes la verdad tan celosamente guardada, que se refuerza con el tratamiento del sonido (los grillos de la noche y la respiración de Rayna) que se amplifican pasando a un primer plano. En definitiva, una bonita fábula sobre las relaciones familiares (entre hermanas y entre una madre y sus hijas) donde la mentira daña pero nunca hiere de muerte. Cristina Aparicio

LAS LETRAS DE JORDI, de Maider Fernández Iriarte (Nuevos Directores)

La imagen de múltiples luces que brillan intermitentes y que iluminan el camino que recorren a lo largo de todo el cerebro es el modo en que la ciencia ha representado la sinapsis neuronal. Hay una clara evocación de este proceso al comienzo de la cinta de Maider Fernández Iriarte: de noche, durante una procesión, los penitentes sostienen velas coreografiando el espacio con la luz que desprenden. Como luces en la noche, las palabras ostentan también el papel de guía, el canal por el que expresar los deseos y las necesidades que uno experimenta. Las letras de Jordi se centra, precisamente, en la importancia de las palabras. Jordi es el protagonista de esta historia, un documental surgido de sus encuentros con la cineasta y cuya intervención engrandece el resultado. Ambos personajes encuentran la fórmula que les permite comunicarse al situarse en un mismo nivel, sin condescendencia ni paternalismo. La fe (la creencia en un Dios que escucha lo que silenciosamente Jordi le expresa) está presente durante toda la película, proporcionando una visión que se aleja del folclore para centrarse en su capacidad para reconfortar el espíritu. Una poderosa comprensión del ser humano se trasluce en la forma en que Fernández Iriarte mantiene en plano todo lo que sucede delante de la cámara, así como en su capacidad para confrontar imágenes, sobre todo en lo tocante a las manos. Una hermosa reflexión acerca de las similitudes, de las luces que se vislumbran cuando se es capaz de superar prejuicios y mirar la vida con la más grande de las humildades. Cristina Aparicio

En esta película solo hay una cámara y el deseo de comprender. Maider Fernández Iriarte ha planteado un documental sobre alguien con parálisis cerebral partiendo de la honestidad como pilar al que aferrarse de manera incondicional. Al principio todo son manos, dedos que señalan letras en una tabla. Tarda en presentar el rostro de Jordi porque no le interesa el dramatismo derivado de las limitaciones físicas del chico, y cuando por fin lo hace lo presenta en un plano intrascendente, huye de todo impacto dramático, en mitad de la acción, como si se tratase de un viejo conocido. De ese modo, el retrato nunca es condescendiente y tampoco persigue la crudeza, sino que a través de la sencillez y la sinceridad encuentra un equilibrio casi imposible. Esa sinceridad nace de una admirable economía de las formas: decisiones que no surgen de restricciones autoimpuestas, sino de saber renunciar a cualquier gesto grandilocuente, incluso cuando esta pieza hable de Dios (el chico afirma haberlo escuchado una vez), porque Iriarte sabe con certeza que no es una historia concebida desde lo divino, sino desde la mirada humana que necesita entender al otro. Y también porque la cineasta no teme ponerse a sí misma ante la cámara, que se cuelen su voz o sus manos en el plano en un sincero gesto de entrega, o porque para declarar la dignidad de su protagonista lo hace filmando sus momentos de felicidad absoluta y no el dolor de sus miserias. Cuando acuden a misa la cineasta se detiene a escuchar el eco de las voces, porque el sonido es otra de las cosas que le interesan: el retumbar de aquellos cantares en las paredes contrasta con el sonido imperceptible de las agujas de un reloj o con una voz al otro lado del teléfono, sonidos diminutos que esbozan las dimensiones reales de esta historia. Iriarte recogería el sonido de la piel al rozarse con otra si pudiera. Ese es el nivel de intimidad de todo esto, ese es el respeto. Cuando los próximos cineastas traten de entender el mundo a través de su cámara, Las letras de Jordi será el documental en el que tendrán que fijarse. Jonay Armas

Supongo que será una muestra de insensibilidad decir que esta ‘opera prima’ de Maider Fernández Iriarte, en torno a un afectado por una parálisis cerebral, es un auténtico e insoportable bodrio. Realizada de forma primaria, planteada como exégesis de una situación de la que no se muestra la realidad de una tan dura forma de vida, asumiendo un discurso que se mueve entre ciertas ínfulas religiosas –que incluyen una excursión a Lourdes– y la consabida exégesis del esfuerzo comunicativo entre el enfermo y la propia directora (véase la inanidad de la última conversación telefónica…), el film recae en todos los tópicos exaltantes de un supuesto optimismo consolador ante la injusticia de la desgracia. José Enrique Monterde

PACIFICADO, de Paxton Winters (sección oficial)

La vida en las favelas de Río de Janeiro durante los días en los que la policía trata de mantener el control entre sus conflictivos rincones, durante y después de los Juegos Olímpicos. Un capo que acaba de salir de la cárcel, una adolescente en busca de un padre y una mujer que trata de sobrevivir a entorno. Tres personajes atrapados en un hábitat social y en unas redes criminales que limitan sus horizontes vitales y que condicionan inevitablemente su día a día. Estos son los materiales con los que el norteamericano Paxton Winters se adentra un territorio explosivo para proponer una radiografía solvente de aquel universo valiéndose de unos actores convincentes, una fotografía especialmente cuidada (quizás demasiado pulida para fotografiar espacios tan ásperos y tan rotos) y algunos elementos melodramáticos que se precipitan con demasiada prisa en un desenlace excesivamente condicionado por dos o tres giros de guion que imponen a la historia, desde fuera y sin ningún trabajo de justificación previa, un rumbo diferente del que llevaba hasta ese momento. Lo que queda en pie es la fragilidad de dos personajes en principio antagónicos: el antiguo jefe de la favela y la joven adolescente, unidos no solo por su común búsqueda de un anclaje vital desde diferentes perspectivas, sino también por la dificultad de conquistar la libertad desde la cárcel metafórica –y también real– en la que ambos viven atrapados. Carlos F. Heredero

‘Pacificación’ es el término empleado para denominar a la operación por parte del gobierno que pretendía erradicar el crimen y narcotráfico en las zonas marginales de Brasil. En medio de esta situación de lucha policial, durante los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro en 2016, un hombre (Jaca) sale de la cárcel en busca de una paz escurridiza y esquiva. Con esta premisa, Paxton Winters realiza una incursión al corazón de las favelas y al interior de este hombre que, sin ser el protagonista de la cinta, es el núcleo de la historia: sin apartarse del aspecto más crudo y violento, Winters se posiciona por el lado más esperanzador del relato y que corresponde con el deseo de redención de Jaca. El realizador equilibra con precisión las distancias al combinar panorámicas de las chabolas (una constatación del alcance de la miseria que tiene su mejor representación en un movimiento de cámara ascendente que muestra unas interminables escaleras) con primeros planos de sus personajes (rostros que mantiene en pantalla desvelando las turbulencias que les corroen por dentro). Porque Pacificado es, ante todo, una historia sobre la humanidad que reside en los lugares más desprotegidos, una reflexión sobre la paz que lleva a cuestionar la posibilidad de alcanzarla desde fuera hacia adentro. Cristina Aparicio

THALASSO, de Guillaume Nicloux (Sección oficial)

Solo el papanatismo que frecuentemente rodea al mundo del arte (y del que el cine no escapa) puede explicar que esta masturbación autocomplaciente de dos personajes que se quieren mucho a sí mismos (Michel Houllebecq y Gérard Depardieu) llegue a ser financiada por un productor de prestigio francés, auspiciada después por un agencia de ventas tan poderosa como Wild Bunch y finalmente programada en un festival de cine. Y lo cierto es que las conversaciones absurdas y vacías, llenas de chistes machistas, que mantienen ambos personajes, representándose y, supuestamente, riéndose de sí mismos, pueden resultarles graciosas a según qué tipo de espectadores, pero a este cronista se le hicieron tan aburridas como ensimismadas, tan egocéntricas como ridículas. Añádase la filmación completamente plana, rutinaria, académica y muchas veces zafia hasta decir basta de Guillaume Nicloux, más el pegote añadido de unos cuantos personajes periféricos a cual más insustancial (simples marionetas del guion), y se tendrá el resultado inevitable: una memez superlativa, cinematográficamente inane, una especie de epifenómeno cultural autosatisfecho de sí mismo, propio del peor chauvinismo francés y lamentablemente ‘comprado’, en esta ocasión, por la programación (¡¡en sección oficial!!) de un festival serio. Un completo disparate. Carlos F. Heredero 

ICH WAR ZUHAUSE ABER…, de Angela Schanelec (Zabaltegi)

Al contrario que los “modelos” de Bresson o los impávidos actores de Käurismaki, los cuerpos que habitan Ich war zuhause aber… –que en algunos aspectos podrían identificarse con ellos– nunca alcanzan la redención, ni siquiera un momento de gracia o esplendor. Esta película por lo general hierática y reconcentrada lleva las situaciones hasta un punto de tensión nunca resuelto que, lejos de diluirse, se queda en la imagen para habitarla impunemente y sumarse a la siguiente situación, de idénticas características. El resultado es una implacable sucesión de tableaux, a medio camino entre la teatralidad brechtiana y la performance, que culminan en una escena memorable –el diálogo más nutrido del film– en la que una mujer ya madura sermonea a su amigo cineasta acerca de la verdad y su representación, entre otras muchas cosas. Es su punto de no retorno, el momento en el que su vida extraviada adquiere una dolorosa autoconciencia a través de la palabra. Su hijo ha regresado a casa después de haber desaparecido durante días, ha mantenido un extraño encuentro con un vendedor de bicicletas y ha constatado que su nuevo novio no va a solucionar ninguno de sus problemas… Angela Schanelec, en uno de sus filmes más opacos e impenetrables, golpea sin piedad a su audiencia, la somete a la visión de situaciones irresolubles, se desvía por momentos hacia otra historia –la de un profesor y su pareja, que van a tener un hijo– y se niega con tozudez a dar ninguna explicación. Hace bien, porque su película adquiere así una consistencia pétrea, construye planos de claridad visual diáfana que en el fondo no transmiten sentimiento alguno y, en fin, lo estructura todo a base de bloques inamovibles, atravesados por un humor absurdo e inmisericorde. Por si fuera poco, una representación escolar de Hamlet, que va tomando un protagonismo inusitado, se erige en emblema de toda esa confusión: para Schanelec, en efecto, todo lo demás es silencio. Carlos Losilla

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS, de José Luis Torres Leiva (Sección Oficial)

No es una película sencilla. Exige, como cuando aceptas acompañar a tu pareja en una enfermedad terminal, el compromiso de sentarte a escuchar y hacerse presente, dar de uno mismo. Y no lo es solo por su tema, en el que una mujer debe asistir y ver marchar a su amada. También lo es por la manera en que pone en imágenes esa forma de acompañar, ese gesto de amor incondicional: en una película de formato panorámico, los rostros son los protagonistas, filmados como si hubiesen sido esculpidos. Quizás no se hayan concebido primeros planos así desde The Master (Paul Thomas Anderson, 2012), en una operación que pretende situar lo humano en una dimensión diferente. Y para hacerlo, además, la historia transmuta en un cuento fantástico en el que una anciana encuentra a una niña salvaje en medio del bosque, como si Torres Leiva fuese a convocar a las grandes películas del siglo XXI y partir la suya también en dos, pero lo que ocurre es solo una ensoñación momentánea. ¿Quiénes son esa anciana y esa niña? Si acaso podrían ser reflejo de ellas mismas, una asustada y la otra deseando entregar su amor, del mismo modo que ocurre en la segunda historia, con dos hombres que se aman, y en la tercera, en la que unas niñas cantan y bailan y quizás hayamos vuelto al momento en el que ambas se conocieron. En cualquier caso esto es un banal ejercicio de interpretación. Lo interesante es que el sueño no está ahí para huir de lo real, sino todo lo contrario, para servir como reflejo y como manera de señalar que esta experiencia, al igual que todos aquellos cuentos, también tenía que ocurrir así. Jonay Armas

LES ENFANTS D’ISADORA, de Damien Manivel (Zabaltegi)

En Le Parc, una de sus películas anteriores, Damien Manivel utilizaba el crepúsculo como antesala de lo fantástico. En Les Enfants d’Isadora, parece existir un vínculo inexplicable entre tres personajes femeninos que los convierte en herederos del arte de Isadora Duncan, el espectro sanador que atraviesa el film. Una estudiante de danza, una adolescente con síndrome de Down y una anciana de color se convierten en los sucesivos eslabones de una cadena que podría no tener fin, todas ellas obsesionadas –de una manera u otra– por la pieza de Scriabin que sirvió de base a la primera obra interpretada por la bailarina tras la muerte de sus dos hijos en trágicas circunstancias. Manivel se muestra primero misterioso, luego conmovido y, en fin, claramente fascinado por sus tres protagonistas. Y lo que le interesa de ellas es su gestualidad, el modo en que aprenden a moverse, en todos los sentidos, a la luz de la historia de la artista. Pues Les Enfants d’Isadora no es una película sobre la superación personal ni nada parecido. Muy al contrario, sus heroínas se muestran obsesivas e imperfectas, y lo que les importa no es tanto alcanzar metas u objetivos como disfrutar del aprendizaje, del ritual de la danza y del movimiento, que Manivel capta con una cámara siempre atenta al detalle, regida por una paciencia admirable. Al final, como sucedía en Le Parc, lo que importa es el viaje, y también aportar un poco de belleza al mundo, por exigua que sea. He aquí un musical decididamente innovador, un documental apasionante sobre el cuerpo femenino, un relato intrincado cuyos protagonistas acaban siendo –en fin– la soledad como condena y el arte como liberación. Carlos Losilla

No es infrecuente escuchar que ‘el arte puede sanar’, ¿pero cuándo habremos visto testimonio de una afirmación como esa? El autor de la sugerente Le Parc (otro inventivo y original ejercicio de sanación) ofrece uno de los ejercicios de sensibilidad más poderosos y sinceros que haya dado el año cinematográfico. El relato comienza con una joven que descubre las coreografías de Isadora Duncan, quien perdiera a sus dos hijos en un accidente y decidiese componer sirviéndose de su sufrimiento. Verla ensayando la obra, ver cómo Manivel ha filmado ese ensayo, no solo tiene un componente emocional por traer al presente la historia personal de la coreógrafa. La auténtica belleza surge sobre todo por el compromiso con el cine del realizador y la manera sublime en la que filma el gesto sin espectacularizarlo, simplemente eliminando el ruido de alrededor. La pieza pasa entonces a manos de una profesora de baile y su alumna, que se esfuerzan por aprender la composición para presentarla en una audición. Y en esa audición la obra llega, por fin, a una espectadora que ha sufrido el mismo destino que sufrió la coreógrafa. Ver a la niña representando aquello remueve y conmueve a la mujer, a la que vemos después regresar a casa en el tercer tramo del film. Manivel muestra todo el trayecto para dejar claro a cuánta distancia estamos realmente de poder conectar con gestos que nos sanen. Desde su sencillez, pero también desde su capacidad para centrarse únicamente en el baile y seguir hablando de la vida, se trata de la obra de un maestro. ¿Y si la joven del primer relato fuese en realidad la profesora que protagoniza el segundo, años más tarde? Entonces el arte habría trazado un camino muy largo para llegar hasta su dueña. Jonay Armas

LO QUE ARDE, de Oliver Laxe (Perlas)

Esta película parece invadida por una música propia de la ciencia ficción. No es un gesto banal que Benedicta Sánchez, una de las actrices no profesionales que protagonizan el relato, atraviese el campo quemado como si se tratase de un extraño paisaje lunar. Es nuestro mundo, pero parece inhabitable y no solo por las llamas, sino por la imposibilidad de volver a casa. Tras el viaje épico que supuso Mimosas (2016), Oliver Laxe no ha concebido en realidad una película de ciencia ficción, sino un western de aroma clásico en el que un pirómano regresa al hogar tras años en prisión. Todo parece igual en el pueblo, pero ya nada puede volver a serlo, y la gramática de la película se encargará de revelar el choque entre el deseo de pertenencia y un mundo en constante cambio que lo impide. El dominio narrativo de Laxe, especialmente en el último tercio de película, obliga a repensar el relato mítico también desde una crisis de las propias formas, como si el cineasta filmase en otro planeta. Si Mimosas respiraba pasión, ahora Lo que arde respira madurez. Jonay Armas

PARÁSITOS, de Bong Joon Ho (Perlas)

Cuando Bong Joon Ho filmó Okja (2017) parecía hacerlo, en cierto modo, jugando a imitar a Steven Spielberg. Se servía de un lenguaje y de una forma de mirar a su propia película que cualquiera podría identificar por los travellings de acercamiento en primeros planos, o en la manera de concebir una secuencia de acción como si la protagonista fuese Indiana Jones y la corporación multinacional un trasunto de los nazis persiguiendo al famoso arqueólogo. Era el juego de un extraño que se colaba en casa afirmando ser el vecino. Si aquello tiene algo de cierto, entonces será comprensible que Parásitos tenga mucho de Hitchcock, de su aparente naturalidad inicial, de sus giros imposibles y, especialmente, de su absoluto dominio del espacio, como si moverse a través de él fuese la razón de ser de la película. Lo hermoso de toda esta operación es que no se trata de un frívolo juego de imitaciones, sino de la oportunidad de servirse de los idiomas universales de la pantalla para poder filtrar, bajo ellos, una sobrecogedora carga social que atraviese sus películas y desintegre la armonía del relato. Parásitos nace desde los terrenos del humor y del costumbrismo, como todo en Joon Ho, con una familia que se infiltra en la casa de otra, auténticos adinerados de la ciudad, con el deseo de sobrevivir. El autor de Memories of Murder (¿podría hablarse también de Fritz Lang con respecto a aquella película, esa que habría de poner patas arriba todo el cine americano que vendría después?) se sirve de esta premisa en apariencia desenfadada para terminar edificando un relato terrorífico, poniendo en juego la imposibilidad de que dos clases sociales antagónicas coexistan. Ese choque no genera la obra mayor de un hábil imitador, sino la de un auténtico cineasta. Jonay Armas

LAS BUENAS INTENCIONES, de Ana García Blaya (Nuevos Directores)

El debut en la dirección de Ana García Blaya es toda una lección de cine: de cómo encontrar la fórmula idónea de nutrir la naturaleza fílmica con la realidad. Las buenas intenciones parte de una experiencia personal de la realizadora, aspecto clave en una película que se construye y reconstruye a partir de sus videos domésticos. A lo largo del relato, imágenes de vídeo casero se van intercalando dentro del formato principal, imágenes que se dividen en dos categorías: por un lado, las protagonizadas por los actores del film; por otro, imágenes con personajes que no forman parte del relato pero que están en perfecta sintonía con todo el conjunto. La operación, sencilla a priori, no puede ser más compleja (y preciosa a la vez): la cineasta se sirve de los mecanismos de la ficción en esta peculiar revisitación del pasado integrando visualmente –y sin sentir la necesidad de una justificación narrativa– elementos de lo real. Más excepcional resulta la elección del momento en el que introduce esas imágenes (cuando las emociones son más intensas) y que se relacionan directamente con la forma en que funciona la memoria (destellos fugaces de instantes sin continuidad). En definitiva, una valiosa demostración de lo difusas que quedan las líneas de separación entre lo recordado y lo vivido. Cristina Aparicio

La ruptura familiar consecuente a la separación de los padres es ‘el tema’ de este film de la argentina Ana García Blaya, planteada –eso sí– en un tono suave y bastante tópico. La madre, sensata y unida a un nuevo compañero; el padre, simpático e inmaduro, divertido los fines de semana y ratos que pasa con sus hijos. Y entre ellos, la mayor de los tres hijos, que se verá enfrentada a un dilema finalmente resuelto a favor de la estabilidad. Ni ofende, ni aporta gran cosa, más allá de mostrar la parte más agradable –las actividades de diversión del padre y sus hijos– de esa vivencia familiar, mientras que la madre parece reducida al cancerbero de la corrección familiar, pues prácticamente no se aborda su relación maternofilial. José Enrique Monterde

RAYANDO EL SOL, de Roberto Gavaldón (1946) (Retrospectiva Roberto Gavaldón)

El cine de Roberto Gavaldón parece concebirse a partir de las repeticiones, las variaciones y los paralelismos. Ciertas historias, como la de Rayando el sol, parten de unos pocos elementos que se duplican y se ponen a prueba con sus dos protagonistas, Carlos y Pedro, el hijo natural de un rico hacendado, uno, y el hijo adoptado, el otro, los dos enamorados desde niños de una misma mujer, Lupe, que inicialmente parece inclinarse por Carlos, el rico, pero a la que las circunstancias llevarán a casarse con Pedro. Las elipsis temporales o la distinta actitud de Lupe ante Carlos o Pedro se ponen de manifiesto en variaciones sobre las mismas escenas, una economía narrativa que contrasta con el barroquismo de unas imágenes recargadas hasta la extenuación, con el cénit en la escena de la boda: la música de La Bamba, el baile en primer plano con decenas de personajes, la iglesia al fondo toda iluminada, los fuegos artificiales… Lupe se casa con Pedro, pero intenta seducir a Carlos, para luego servirse de un amigo de Carlos para provocar los celos de los otros dos. Gavaldón juega con sus personajes como quien juega a las cartas, buscando la mejor combinación posible, contando aquí con una suerte de comodín, un inoportuno sacerdote que hace acto de presencia en cualquier momento, sobre todo cuando nadie lo reclama. En este caso, la partida, que parecía concebida para proponer infinitas variaciones amorosas, se cierra apresuradamente y en falso, dejando que el paso del tiempo, otra vez, cicatrice las heridas. Jaime Pena

LA MADRASTRA, de Roberto Gavaldón (1974) (Retrospectiva Roberto Gavaldón)

Es muy difícil ponerse en la piel de un espectador de 1974. En aquel momento, a sus ojos, ciertas películas podían parecer productos anticuados, el fruto de un cineasta pasado de moda sin vínculos con el cine de su tiempo. Con los años, lo que parecía anticuado ahora lo vemos como una propuesta a la contra, radical, en la que esos elementos narrativos anacrónicos conforman un discurso casi brechtiano. Sucede con la última película de Mur Oti, Morir, dormir, tal vez soñar, que hoy podemos llegar a emparentar con el Oliveira coetáneo. La modernidad puede que involuntaria de aquella película se puede rastrear también en la decadentista La madrastra, coproducción hispano-mexicana rodada y ambientada entre Madrid y Segovia. En todo caso, el referente aquí no es Oliveira, sino más bien Eloy de la Iglesia. Es notorio que Gavaldón carece de los medios de los que gozaba años atrás y La madrastra es, para sus cánones, una película de cámara muy cuidada formalmente y que se toma con absoluta seriedad su delirante argumento en el que una madura prostituta (Amparo Rivelles) se casa con un rico empresario viudo (Ismael Merlo) para, cuando este enferma y los médicos le aconsejan reposo, mantenerlo activo sexualmente hasta que le provoca una ataque cardíaco. No solo eso, antes de seducir a su hijastro (John Moulder-Brown), lo intentará con el nuevo y apuesto director de la fábrica familiar (Ramiro Oliveros), que a su vez se siente atraído por el hijastro. Hay una tendencia en el cine de Gavaldón hacía los tríos que nunca se llega a consumar narrativamente y a concretar en las imágenes. Jaime Pena

LA CORDILLERA DE LOS SUEÑOS, de Patricio Guzmán (Horizontes Latinos)

Aunque se anuncie como el fin de una presunta trilogía, La cordillera de los sueños parece más bien el segundo remake de Nostalgia de la luz (2010). Si ya El botón de nácar (2015) aportaba pocas novedades, pero, entre toda su demagogia, aún conservaba alguna de esas paradojas que habían convertido Nostalgia de la luz en la mejor película de Guzmán desde los tiempos de La batalla de Chile, su nueva película representa el puro agotamiento de la fórmula. Que nadie espere que la cámara deje de mirar al cielo y gire hacia la tierra para descubrir los enterramientos de desaparecidos durante la dictadura chilena en la cordillera de los Andes, del modo en que operaba con el desierto de Atacama en Nostalgia de la luz. El único giro en La cordillera de los sueños es un mero capricho, un retorno a los temas y las imágenes de sus películas anteriores. Guzmán reflexiona sobre sus vueltas a Chile a partir de la experiencia de cruzar la cordillera, pero, sin solución de continuidad, después de que varios entrevistados nos hablen del papel que la cordillera andina ha representado en sus vidas, nos encontramos de repente en territorio conocido (la dictadura) sin que, por desgracia, el director logre sacarse de la chistera alguna metáfora novedosa que justifique el pretexto de su nueva película. Jaime Pena

NUESTRAS MADRES, de César Díaz (Horizontes Latinos)

Lo peor que se puede decir de una película política es que su discurso solo interesa a los convencidos, a aquellos que ante sus imágenes asentirán una y otra vez. Nuestras madres no solo se dirige a ese tipo de espectadores, sino que también se permite dialogar con ellos a través de sobreentendidos. Cuando todos vamos a llegar de la mano a una misma conclusión, ¿es preciso armar un verdadero relato o presentar a personajes que vayan más allá del mero arquetipo? César Díaz no lo necesita y su película no es más que un mero ejercicio de estilización sobre los desaparecidos en Guatemala. Un joven antropólogo forense entrevista a la mujer de un desaparecido (su declaración, con el asesinato de su marido y la violación múltiple que sufre es lo más estremecedor de la película, y su razón de ser) y, ante las evidencias de una serie de descripciones, ve ahí una puerta abierta para descubrir el paradero final de su padre, un guerrillero del que desconoce su destino, una mera estrategia literaria para crear un trasunto del cineasta que justifique su implicación en una excavación. Nadie duda de las intenciones de Díaz, mucho menos de la causa que defiende, pero su propuesta es más un simulacro que una verdadera película: un catálogo de buenos propósitos que, misteriosamente, se alzó con la Cámara de Oro en el último Festival de Cannes. Jaime Pena

THE OTHER LAMB, de Malgorzata Szumowska (Sección oficial)

The Other Lamb retrata la vida en una secta dirigida por un joven ‘pastor’ cuyo ‘rebaño’ está compuesto por un grupo de mujeres (a las que, de vez en cuando, les ‘concede su gracia’) y por la descendencia derivada de ese ‘sacramento’ (a condición de que sean mujeres y no hombres). Primero niñas, luego púberes, después adolescentes y finalmente mujeres, todas siguen al joven mesías que impone sus reglas en una comunidad pseudorreligiosa cuya verdadera naturaleza se hace explícita desde el inicio del relato. Una utilización expresiva de los paisajes agrestes en los que el grupo ha establecido su campamento y una exploración del proceso interno que empieza a abrirse paso en una de las adolescentes ocupan las principales energías, formales y dramáticas, de una narración en cuyo interior terminan por germinar, casi al unísono, un cuento de terror (cuya potencialidad final, insinuada por el último plano pero ya fuera de la película, se adivina mucho más interesante que todo lo precedente) y una metáfora política propia de los tiempos de #Metoo que, por desgracia, además de confusa podría considerarse tan simple como contradictoria. Por desgracia, la propuesta de la polaca Szumowska (ganadora del Oso de Plata a la mejor dirección en Berlín, 2015, por su película Cialo) no va mucho más allá de un esteticista y a veces algo pirotécnico cromo paisajístico que se enreda innecesariamente en las secuencias dedicadas a ilustrar las visiones de la protagonista, y que no aporta nada sustancialmente nuevo al tema de la sectas y de la explotación sexual perpetrada por los criminales falsarios que las dirigen. Carlos F. Heredero

Y LLOVIERON PÁJAROS, de Louise Archambault (sección oficial)


Adaptación de la novela del mismo título escrita por Jocelyne Saucier (editada en España por Minúscula; Barcelona, 2018), la película canadiense de Louise Archambault traslada las páginas del libro con delicadeza ilustrativa (si bien, algo mecánica y más a golpe de guion que de sugerencias en sus imágenes) para trenzar, alrededor de sus personajes, una serena meditación sobre la vida en la naturaleza, sobre la vejez que recupera el pálpito de la vida, sobre la capacidad de elegir y sobre la libertad para morir. Sus protagonistas (un grupo de hombres ya mayores que eligieron llevar una existencia ermitaña junto a un lago en medio del bosque, una anciana escapada de una residencia que se establece con ellos y una joven fotógrafa que le sigue el rastro a los supervivientes de los ‘Grandes Incendios’ acaecidos en la región de Ontario a principios de siglo) son filmados con respeto y cariño por la realizadora a lo largo de un film de factura académica, pero con aislados momentos de genuina emoción a la hora de capturar lo más hondo de aquello que se ha perdido, de lo que se ha quedado atrás y de lo que permanece dentro (preñado de dolor), pero resulta inefable en sentido etimológico. El resultado no es una gran película (aquejada como se halla de una grave carencia en su construcción del tiempo fílmico y narrativo, y también de una rutina ilustrativa algo perezosa) pero sí un trabajo honesto que sabe encontrar la verdad interior de sus criaturas, lo que nunca es despreciable. Carlos F. Heredero

Un pacto de vida es, al menos en la cinta de Archambault, la promesa entre dos personas de aferrarse a resistir (seguir viviendo) bajo cualquier circunstancia. Y son importantes los matices: no se trata del aspecto orgánico de la existencia, sino a la calidad del tiempo en el que todavía se respira. Y llovieron pájaros se centra en la figura del superviviente, la persona que supera catástrofes y continúa en pie, aunque quizá con un cambio de rumbo. Una serie de retratos en blanco y negro muestra el rostro de aquellos que ante la cámara comparten una vivencia común, pero que dejó distintas huellas y recuerdos. Estas imágenes componen un retrato colectivo que se matiza en la figura de sus tres octogenarios protagonistas: tres resilientes al abrigo de un entorno natural donde encuentran un sentimiento de seguridad que les era desconocido. Sin alardes formales, la cineasta se centra en el lado más bucólico del relato excediéndose, quizá, en su dimensión más emocional: la forma en que muestra el paisaje (múltiples veces, pausadamente) parece perseguir una idealización por repetición. Aunque probablemente sea a nivel narrativo donde la película encuentre una cierta incoherencia con su propio mensaje (y que resulta un problema menor): un alegato de vida que se ciñe a los hombres y deja de lado al resto de seres vivos. Cristina Aparicio

Tres ancianos viven aislados a voluntad en un bosque canadiense. La llegada de una fotógrafa que busca los testimonios de un incendio que ocurrió tiempo atrás en la región removerá esa calma. Se inicia así un proceso de autodescubrimiento en el que cada personaje tendrá que lidiar con su odisea emocional particular. Fotografía, pintura, música y escritura van a ser convocadas como herramientas con las que cada uno pueda practicar un exorcismo personal en la intimidad. El obstáculo de esta operación no es solo que Louise Archambault haya pretendido adaptar la novela de Jocelyne Saucier siguiendo una fórmula en apariencia literal sino, sobre todo, la sensación de que las historias avanzan movidas por la inercia del texto, sin una energía propia que las impulse, como si esa forma aletargada de narrar no se correspondiera con el intenso momento vital de los protagonistas. Quizás se trate del ejemplo perfecto para señalar las enormes diferencias entre unas formas gramaticales que nazcan contagiadas por el espíritu del relato y unas formas que estén presentes porque, en realidad, nunca existió una alternativa a ellas. Jonay Armas

LA INOCENCIA, de Lucía Alemany (Nuevos Directores)

En esta pequeña película, que filma a las jóvenes de un pueblo en el verano de sus quince años, se respira libertad. Es una de las grandes virtudes que acaso pueden existir en una ópera prima, cuando la cineasta aún está aprendiendo su oficio del mismo modo que las niñas del pueblo aprenden sobre sus cuerpos, sobre la vida adulta y sus responsabilidades. Más aún aquí, por la energía arrolladora con la que ocurre. La cámara sigue a Lis, una de las jóvenes que está empezando a salir con un chico al que aún no se atreve a llamar novio, pero en realidad la vida misma de las gentes del pueblo se filtra a través de la lente como si pudiera filmarse el mundo colocando simplemente el objetivo frente a él. De ese modo el enfrentamiento de Lis con la vida se filma de frente, siempre junto a ella, pero también es posible entender cuántas cosas se mueven a su alrededor y la empujan a no poder ser ella misma. En ocasiones parece más fascinante contemplar a los jóvenes haciendo malabares que seguir el relato de la protagonista. Y Alemany ha entendido esto hasta el punto de dejar la vida fluir: sabe que tiene a una intérprete como eje central (una jovencísima Carmen Arrufat que se entrega física y emocionalmente a su personaje), pero permite que las historias de los otros también confluyan en un providencial equilibrio de apariencia accidentada. Las chicas tienen espacio para dejar claro que aún son niñas, poniendo en juego continuamente la inocencia del título. ¿No supera a todas las imperfecciones propias del primer trabajo el regalo de haber podido capturar la vida? Jonay Armas

Mirar a través de los ojos de Lis es arriesgarse a ver el mundo del revés. La protagonista de la ópera prima de Lucía Alemany sueña con trabajar en el circo, una mezcla de sueño y vocación que se deriva de su incansable necesidad de alzar las piernas hacia el cielo y terminar siempre cabeza abajo; así como de su deseo por salir del pueblo en el que vive. En ese período de efervescencia emocional donde comienza cimentarse quien uno quiere ser es donde se centra La inocencia. Al igual que en Las amigas de Ágata, película codirigida por Laia Alabat, Alba Cros, Laura Rius y Marta Verheyen, Alemany retrata un grupo de amigas, aquí más jóvenes y más perdidas, adoptando un estilo formal con bastantes puntos en común: planos muy cerrados que priman sus figuras, naturalidad en los diálogos y una composición que descarta fuera de cuadro todo aquello que narrativamente no trasciende para su protagonista. Resulta determinante el contexto: las arcaicas costumbres y la moralidad de apariencias dicta las normas de conducta de quienes aún viven en las zonas rurales. Miles de ojos y oídos asedian y condicionan las conducta de Lis, una limitación que se hace más evidente cuando se abandona el momento en que se convive con la inocencia. Alemany aborda sin contemplaciones una larga lista de temas que dan una clara imagen del tipo de sociedad en el que aún hoy siguen creciendo las mujeres. Por mucho que quiera alzar la voz o verbalizar sus sentimientos, se impone una censura exterior (de su madre, su padre, su hermana o su novio) que le impide tomar decisiones. Y mientras tanto la culpa, que sigue siendo una cuestión de género, hace su aparición de forma intermitente a lo largo del relato, siempre señalando a alguna de las mujeres de la cinta. Cristina Aparicio

Primer film de la levantina Lucía Alemany, responde perfectamente a los esquemas de un abordaje de aquello que todavía está muy próximo: la adolescencia. En ese sentido, en el haber del film tenemos su indudable frescura, sus apuntes sobre las quinceañeras actuales –pues el punto de vista es prácticamente femenino en exclusiva– y una razonable aproximación a la vida veraniega de una pequeña población valenciana. Pero también cabe señalar algunos débitos en La inocencia: un desarrollo argumental esquemático y perfectamente predecible, una grotesca simplificación de las figuras de los padres, especialmente del padre con una insufrible –por excesiva– interpretación de Sergi López y un final tan razonable como en parte curioso, al significar el desplazamiento hasta Barcelona, como si no pudiese acometerse en lugares más cercanos a la acción… José Enrique Monterde

ZEROVILLE, de James Franco (Sección oficial)

No hay que pedirle verosimilitud a Zeroville. Tampoco exigirle una corrección cronológica que en ningún momento quiere ostentar. La película de James Franco, la más atrevida de las suyas y seguramente una de las más radicales del último cine americano, empieza en Hollywood, en 1969, con la llegada de un jovenzuelo extravagante que quiere dedicarse al cine, y parece que quisiera historiar el final del periodo clásico y el inicio de los nuevos tiempos. Pero pronto nos damos cuenta de que su manera de hacer no es la habitual. En una escena descacharrante, aparecen George Lucas, Francis Coppola, Steven Spielberg et altri hablando de sus proyectos, entre los que se encuentran una odisea robótica y una película de tiburones, según sus propias palabras. El parecido de los actores con estos personajes ya míticos es dudoso, y lo que dicen no cuadra muy bien como el modo en que se desarrollaron los hechos en realidad. Pero no importa. El protagonista es un admirador incondicional de Un lugar en el sol, la película de George Stevens, y dice soñar constantemente con ese film, como si sus imágenes quisieran decirle algo. Y Zeroville es también una película soñada, una alucinación onírica: por eso sus imágenes se desarrollan a veces sin orden ni concierto, mezclándolo todo, de manera que en ocasiones es difícil saber si estamos en una representación del mundo real o en los entresijos del universo fílmico.

No es casual tampoco que el protagonista sea montador –“¡A la mierda la continuidad!”, es su grito de guerra, aprendido de una montadora que trabajó en el cine clásico–, ni que se enamore de una actriz porno que parece tener algo que ver con la Juana de Arco de Dreyer, a su vez el objeto de una delirante trama detectivesca. De hecho, Zeroville habla también de cómo se ‘montan’ la vida y el cine, de cómo las imágenes de una y otro pueden llegar a encabalgarse de manera natural, tal como ocurría en Arrebato, de Iván Zulueta, con la que el film de Franco muestra desconcertantes conexiones. Pues estamos ante el reverso de una comedia, no ante una comedia negra, sino ante lo que queda de la comedia cuando las sombras del cine se imponen y obsesionan de manera fatal. Por eso Will Ferrell y Seth Rogen interpretan a personajes más grotescos que cómicos, sobre todo el último, una especie de sosias de John Milius. Y por eso la película se encamina poco a poco, en su parte final, hacia una conclusión sorprendente que, tras haber pasado por una parodia sangrante de Vivre sa vie, de Godard, se abandona a una deriva casi experimental, donde el montaje ya se hace interno y reescribe no solo la historia del cine, sino también nuestra relación con ella. Tarantino no está lejos y, en muchos aspectos, queda incluso superado. Por lo tanto, à suivreCarlos Losilla

RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS, de Céline Sciamma (Perlas)

¿Puede el arte ayudar a entender al otro? Al poner en juego la historia de una pintora encargada de pintar el retrato de bodas de otra mujer, Celine Sciamma parece hablar de la imposibilidad de conocer a nadie a través del gesto artístico. El otro solo se revela en aquello que acompaña el proceso de pintura: las conversaciones, los paseos, las lecturas, los juegos compartidos. Y de repente, un día, ambas se ven capaces de describirse mutuamente revelando el significado de sus gestos más íntimos. No es consecuencia del registro pictórico sino de la vida misma, de lo que ha pasado alrededor del cuadro. La cineasta sitúa a las dos intérpretes en un espacio vaciado de cualquier barroquismo visual, las acompaña con un sorprendente sentido del detalle en el que cada pequeño gesto parece importante, tratados además con una providencial ausencia de énfasis, pero también consagra la evolución de ambas a una continua réplica verbal que está a punto de arrojar la película a los terrenos del teatro filmado. Son algunas decisiones de puesta en escena como el cuidado del color y de la luz, o algunos movimientos de cámara significativos, los que hacen que el relato se aferre a lo puramente cinematográfico, como ocurría con La duquesa de Langeais (Jacques Rivette, 2007). ¿Pero puede acaso el arte ayudar a entender a estas dos mujeres? Del mismo modo que en Tomboy (2011), Sciamma observa con los ojos de una niña, sin juzgar y sin saber del todo por qué en la vida suceden las cosas que suceden. La película se cierra con dos finales, uno más sutil y el otro más rotundo, como si la autora no se decidiese por ninguno de los dos. En ese gesto adolescente, el de la incapacidad de renuncia, se filtra la sensación de una película construida desde una espontánea rebeldía en la que lo importante es volver a mirar, repetir el gesto, volver a pintar, antes siquiera de intentar entender. Jonay Armas

LA ODISEA DE LOS GILES, de Sebastián Borensztein (Fuera de concurso)

Con una fuerte explosión y una voz en off que explica el significado de la expresión argentina ‘ser un gil’ comienza el último trabajo de Sebastián Borensztein. A partir de este momento, una alocada sucesión de acontecimientos llevará hasta ese flashforward inicial que no le resta intriga al relato, y será narrada por Fermín Perlassi (Ricardo Darín), uno de los protagonistas de esta historia que a su vez se convierte en la voz de muchos. Basada en la novela de Eduardo Sacheri La noche de la Usina, la cinta de Borensztein cuenta con un deslumbrante guion repleto de comicidad que mantiene el pulso en los momentos de mayor dramatismo, sin abandonar el tono gamberro y cínico del inicio. Pero no hay humor únicamente en su texto: al más puro estilo hollywoodiense, el realizador se atreve con esta muy particular cinta de atracos, reclutamiento incluido, donde lo patético sustituye al glamour de los grandes golpes. Con un montaje acelerado, caricaturesco por momentos, la improvisación y los equívocos se convierten en un slapstick criminal de bajo presupuesto y múltiples fisuras, un ajuste de cuentas más emotivo que justiciero donde la suerte se pone, por una vez, de parte del pobre confiado. Cristina Aparicio

ASÍ HABLÓ EL CAMBISTA, de Federico Veiroj (Horizontes Latinos)

Giro radical en la carrera de Federico Veiroj, paradójicamente después de su película más modesta, BelmonteAsí habló el cambista es ya una producción de mayor presupuesto, no solo protagonizada por dos estrellas del cine del Río de la Plata, Daniel Hendler y Dolores Fonzi, sino también una película de época. Quizás sea este último aspecto el que condiciona de forma más clara ese giro que lleva a Veiroj hacia una forma de comedia que, en buena medida por culpa del exagerado maquillaje de Hendler y Fonzi (¡Fonzi como colegiala!), bordea en todo momento lo grotesco. Con una voz narradora que a veces recuerda la de Mariano Llinás, Veiroj nos cuenta la improbable historia del ascenso, caída y nuevo ascenso de un ambicioso empleado de una oficina de cambio de divisas de Montevideo, en realidad una tapadera para evadir capitales al servicio de las fortunas del cono sur. Ambientada a lo largo de casi tres décadas, desde mediados de los cincuenta a finales de los setenta, la película tiene también como trasfondo las dictaduras militares de Uruguay, Argentina y Brasil, vinculando su historia a la de las sucesivas crisis financieras de la región y proponiendo una maliciosa especulación sobre el destino del capital de los Montoneros. Podría verse Así habló el cambista como una variación sobre los temas de Nueve reinas, si bien su tono rayando la autoparodia y sus propios personajes impiden cualquier grado de empatía por parte del público. En realidad, la película de Veiroj tiene algo de esa rareza vocacional que condena a tantos títulos al nicho de las películas de culto. Jaime Pena

¿Qué perdió Martin Scorsese cuando rodó por fin Gangs of New York (2002)? Para conseguir hacer una película de aquellas dimensiones tuvo que renunciar a una parte de sí mismo, gestos irreductibles de su cine que ahora no tenían cabida y que se perdieron del todo a partir de El aviador (2004), en tanto que para construir películas tan grandes había que renunciar a ciertos lugares movidos por la energía de lo íntimo. Federico Veiroj aprovecha la novela de Juan Enrique Gruber para construir una película de época, hablar del Uruguay de los años setenta y de cómo se convirtió en paraíso fiscal para las economías de alrededor, a través de un personaje caricaturesco, con un espíritu ciertamente de otro tiempo. La parodia se despliega con humor y con un fluido sentido del ritmo que, en ocasiones, recuerda a los altos vuelos del italoamericano y sus afiladas películas de gánsteres. Pero Veiroj no emula en absoluto al autor de Uno de los nuestros (1990), sino que pretende reencontrarse consigo mismo a través de esa gramática autoparódica envuelta en una profusa labor de ambientación que parece engullirlo todo. La película termina teniendo el sello de Veiroj a partir de un trayecto mucho más largo, mucho más costoso, bajo todas esas capaz de barniz propiciadas por la película de gran presupuesto. No se trata de un film fallido, pero si uno piensa en todos los pequeños gestos del cineasta que se han diluido en la operación sería inevitable no echar de menos aquellas cosas que surgían a través de la energía de lo íntimo. Jonay Armas

ROSAURO CASTRO, de Roberto Gavaldón (1950) (Retrospectiva Roberto Gavaldón)

En esencia un westernRosauro Castro es el retrato de un cacique local que, justo al comienzo de la película, acaba de ordenar la muerte de un candidato opositor a la alcaldía del pueblo. En la estructura característica del western, el antagonista vendría de fuera y se enfrentaría al malvado terrateniente que tiene atemorizada a toda la población, al menos a aquellos que se oponen a sus designios. Rosauro Castro (Pedro Armendáriz) no tiene ese antagonista, al menos no uno con el que pueda identificarse el espectador. Es cierto que se pueden contar hasta tres: los hermanos del candidato asesinado, un funcionario estatal que viene a corregir este régimen corrupto y una pobre víctima que parecía designada para ejercer de vengador, pero a quien Castro despacha con insólita facilidad, haciéndonos creer que que nada puede oponerse a esta corrupción endémica (como la mayoría de las películas de la primera etapa de la carrera de Gavaldón, también Rosauro Castro está coescrita por José Revueltas). En efecto, corresponderá a los hermanos del candidato asesinado ejercer finalmente la venganza, no sin que antes Castro reciba un castigo ‘divino’ mucho mayor: en un tiroteo, una bala perdida que él mismo disparó acaba con la vida de su hijo. Su cadáver lo descubre la madre que pega un grito que el montaje ahoga con el del propio Rosauro, celebrando que ha salido vivo del tiroteo, con un mariachi, mujeres y mucho alcohol. Los excesos de la fiesta, que son la manifestación de un poder que se cree omnímodo, parecen anticipar los de los narcotraficantes de las últimas décadas. Quizás estamos hablando de una misma forma de corrupción que simplemente ha ido mutando con las circunstancias de cada época. Jaime Pena

ÁFRICA, de Oren Garner (Nuevos Directores)

Este film israelí puede ser ejemplo de un cierto narcisismo familiar, según el cual la historia propia debiera interesarnos simplemente porque su director así nos lo propone. En esta ópera prima de un antiguo ganador del premio al mejor cortometraje de alumnos de escuelas de cine, la dimensión ‘familiar’ se ve ve enfatizada por el hecho de que los dos personajes principales son los propios padres del cineasta y la película está rodada en la casa de estos e integra imágenes de un vídeo turístico realizado en África por los protagonistas, algo que al parecer justificaría el título. Más allá de eso, lo que ocurre tiene tan escaso interés como cualquier foto de familia para los ajenos a esta, aunque podría indagarse en ciertos trasfondos sobre la vida en un Israel del que resulta aparentemente ajeno cualquier conflicto, salvo el enfrentamiento generacional o algunos resabios del heroico pasado nacional remisible a las diversas guerras en las que participó el padre…alcanzando el grado de comandante… José Enrique Monterde

Son varios los momentos en que Meir se queda unos instantes observándose ante el espejo. El paso del tiempo que reflejan las arrugas o simplemente la forma que ha ido adoptando su figura parecen despertarle una curiosidad que le lleva a contemplarse, quizá, en un ejercicio de autodescubrimiento. Múltiples paralelismos se suceden a lo largo de la cinta, fórmula con la que el realizador compara la vejez (y su consecuente sensación de estorbo) con situaciones similares dentro del mundo animal. La presencia de su perro comparte casi la totalidad de los planos de Meir, una presencia simbólica acerca del lugar reservado a las mascotas dentro del hogar y de la vida familiar. Así, en un aparte, habitando los tiempos muertos de rutinas, y esquinado por el devenir de los tiempos, una cierta belleza se desprende del rechazo (no buscado) a lo nuevo: una sucesión de planos detalle muestra la labor de carpintería, de las manos acariciando la madera con precisión y delicadeza, en un acto de sutil resistencia ante el frenético ritmo del mundo. Hay una relación visual aún más directa con lo natural y que no se circunscribe únicamente al mundo animal: mientras en pantalla se muestra el flujo de la sangre por las venas y arterias, la imagen se asemeja a la de unas raíces bajo tierra en pleno crecimiento. Un latido, un impulso de vida que resiste que es a su vez conexión y, tal vez, esperanza. Cristina Aparicio

A DARK, DARK MAN, de Adilkhan Yerzhanov (Sección oficial)


Ante una obra de tanta y tan personalísima formalización visual, de tan atípica puesta en escena y de tan inaprensible sentido del humor, conviene no extenderse demasiado en su argumento (la investigación de un crimen, la connivencia de un inspector de policía con las mafias y con la corrupción política, la intrusión de una joven periodista que hace tambalearse el estado de las cosas en la árida estepa de Kazajistán) para dedicar la mayor parte del espacio disponible, y los mayores esfuerzos, a caracterizar lo que realmente la define: la mirada del cineasta, el timing de cada secuencia, la vibración elusiva de un humor disolvente, el latido interno de una puesta en forma, en definitiva, que hunde sus raíces en cineastas como Jacques Tati, Otar Iosseliani y Aki Karusmäki, pero que se despliega con personalidad propia para desconcierto de cuantos espectadores esperen encontrar en ella un procedural convencional o un thriller local sin mayores pretensiones. Porque aquí todo es cuestión de estilo: de la irrupción de lo cómico cuando menos se le espera, de la distancia que la cámara mantiene respecto a los personajes, de los encuadres que juegan con el espacio de manera intencionada y siempre expresiva, del ritmo con el que los planos se suceden, se detienen o se estiran sin preaviso. Circula así por el relato un callado aliento poético que a veces asalta de improviso el más inesperado de los fotogramas, y entre estos se deslizan, de forma intermitente, algunos personajes inclasificables cuya feliz inocencia casi infantil colisiona de manera estridente, pero cinematográficamente productiva, con la salvaje y tosca brutalidad de los adultos supuestamente cuerdos. Los criterios de programación y la línea editorial de un festival de cine encuentran su razón de ser cuando se apuesta por una película como esta. Carlos F. Heredero

“Había una vez un señor muy, muy oscuro que vivía en un reino muy, muy oscuro que soñaba con ver la luz”. Estas palabras, dichas a modo de rima infantil hacia la mitad del metraje, vienen a resumir el drama de Bezkat, un policía corrupto dentro de un sistema fraudulento, que se ve envuelto en una investigación que pretende averiguar la verdad, quizá por primera vez en toda su carrera. El realizador diseña el relato con un esquema similar al empleado por Nuri Bilge Ceylan en Érase una vez en Anatolia: en su intento por resolver el caso, policía y presunto culpable viajan juntos por los alrededores del lugar en el que ha aparecido un niño muerto. Y hasta aquí la comparación. Desde el inicio de la cinta no hay duda de la inocencia del detenido, una maniobra que despeja el camino para centrar la atención en el tema fundamental del film: la corrupción de un sistema que genera víctimas y verdugos sin posibilidad de redención. Yerzhanov traslada esa corrupción a la pantalla a partir de la composición de los planos, al confrontarla en pantalla con la inocencia y el idealismo de los personajes que viajan con el policía. Así, mientras Bezkat se sincera con la periodista que le acompaña, una charca los separa marcando un límite ya cruzado hace tiempo y que pertenece al mundo de las tinieblas. Una concatenación de finales y la imposibilidad por empatizar con (o comprender a) su personaje protagonista son, quizá, los puntos más débiles de este crudo noir de aspecto nórdico que destaca por su cuidada puesta en escena. Cristina Aparicio

NOURA SUEÑA, de Hinde Boujemaa (Nuevos Directores)

Dos partes se distinguen en el primer largometraje de ficción de Hinde Boujemaa: por un lado, la presentación de Noura, donde dominan los planos cortos y cerrados de sus rutinas (en el trabajo, en casa) y los momentos de intimidad que comparte con su amante; por otro lado, hay una cierta distancia (que sin embargo nunca abandona la cercanía con el personaje) que la cámara adopta cuando su marido sale de la cárcel (con más escenas dentro de la casa familiar). Este drama femenino, que de nuevo propone una mirada sobre la opresión de las mujeres y sus renuncias implícitas, encuentra su principal virtud en el arrojo y el inconformismo de su personaje principal. En este sentido, la realizadora termina por encontrar el tono en la segunda parte del film, cuando el relato de un romance (frustrado) se torna en un drama de abusos con cierta dosis de thriller que termina por darle consistencia al conjunto. Fuera de campo quedan las escenas más violentas, pero bien integradas en la narración a través del sonido. En definitiva, un retrato si no más esperanzador, sí más optimista acerca de la posición de la mujer en el mundo árabe, que muestra la capacidad (o necesidad) de lucha como síntoma de una sociedad que, aunque despacio, va avanzando en cuestiones de género. Cristina Aparicio

LA TRINCHERA INFINITA, de Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga (Sección Oficial)

Historia de un ‘hombre topo’ durante y después de la guerra civil, refugiado en un zulo bajo su casa en un pueblecito de la Andalucía rural, la tercera película de los autores de Loreak y Handia responde, como antes había ocurrido aquí en San Sebastián con el film de Alejandro Amenábar (Mientras dure la guerra), al mismo modelo de cine historicista de qualité que imperaba en España en los años ochenta; es decir, ese ‘cine del reconocimiento’ (que no ‘del conocimiento’) del que hablaba José Enrique Monterde en un importante ensayo. Cine de ilustración pulcra, con valores de producción que se consideran ‘de primer nivel’, al servicio de un guion articulado según una dramaturgia tan tradicional como previsible, siempre preocupada por identificar -con los mismos procedimientos rutinarios de siempre- los referentes históricos de cada una de las fechas por la que debe pasar, sí o sí, un relato prolijo que está obligado también a rellenar, con sucesos dramáticos ad hoc, cada uno de los episodios estructurados en una escaleta rígida. A partir de aquí, ya no es una cuestión de ideología (si se trata o no de una denuncia de la terrible España franquista que condenó al ostracismo a miles de ciudadanos inocentes), sino de formas cinematográficas, lo que constituye en realidad la verdadera piedra de toque política de la propuesta fílmica: esa que revela a La trinchera infinita como una opción cinematográfica tan tradicional como conservadora, y esto con independencia de que incluya episodios tan delirantes como el de la ‘salida’ del topo para pillar in fraganti a dos homosexuales que están follando en su casa, o el encuentro (torpemente didáctico) con el joven militante antifranquista.  Lejos, muy lejos, quedan otras incursiones mucho más lúcidas y revulsivas en el tema de los ‘topos’: El hombre oculto (Alfonso Ungría, 1971) y Mambrú se fue a la guerra (Fernando Fernán-Gómez, 1986), que se adentraban en esta espinosa cuestión con premisas muy diferentes, pero mucho más valientes y, decididamente, mucho más estimulantes. Carlos F. Heredero

Hay una mirada que sostiene todo el relato de La trinchera infinita. A través de los ojos de Higinio (Antonio de la Torre), los realizadores muestran los horrores de la Guerra Civil y los alcances que éstos en la intimidad de las personas. Fragmentada por intertítulos que proponen conceptos claves del relato (y que condicionan y guian al espectador, quizá algo intrusivamente), no se resiente la entereza de un conjunto que atraviesa décadas y etapas vitales personales y políticas. A ello puede que contribuya esa asfixia que acompaña a este tipo de relatos condensados en el mínimo espacio y que, por su propia naturaleza, están supeditados (en gran medida) a la interpretación. A la altura de su protagonista, Antonio de la Torre, se encuentra una Belén Cuesta que deja a un lado la comicidad que tanto la caracteriza para construir un sólido retrato de la mujer en pausa, que a pesar de tener abiertas puertas y ventanas ha quedado recluida en su propia vida. A pesar del abundante uso de la cámara subjetiva, hay determinadas secuencias que destacan por su factura: la persecución inicial filmada con una estresante cámara en mano en una noche cerrada, o el plano cenital que muestra uno de los momentos más trágicos (y violentos) de la cinta. Y así, la subjetividad que domina el relato reconstruye una vida en sombras, la historia de aquellos que eligieron vivir en tinieblas. Cristina Aparicio

Podría decirse que es la película más madura de los autores de Loreak (2014) y Handia (2017): han desaparecido las tramas dispersas de la primera y el deseo de reconocimiento de la segunda. La trinchera infinita sigue siendo una película canónica pero a la que le importa menos su capacidad aleccionadora como documento histórico que la oportunidad de llevar el thriller hasta sus últimas consecuencias. Todo parece más medido que antes, más dosificado: no hay grandes diálogos, ni espectaculares imágenes de paisajes, y en cuanto la música se vuelve enfática aparece una disonancia que impide los altos vuelos. Lo que sí está presente es el deseo por hacer partícipe de la experiencia del topo al espectador en la medida de lo posible. También es cierto que están presentes unos rótulos sobreexplicativos, a modo de diccionario, pero son la única  manera que los cineastas han encontrado para que el humor pudiera encontrarse con la película. Alrededor hay otros personajes: madre e hijo, que también sufren a su manera, pero las tramas de ambos están construidas como auténticas pruebas de fuego para un protagonista que, en más de una ocasión, confesará sentirse solo. Se trata de un thriller concebido desde la más pura concepción del género, pero no utiliza nunca su trasfondo histórico de una manera frívola. Al contrario, de las tribulaciones de este matrimonio solo se transmite una experiencia de sufrimiento profundamente relacionada con la propia historia del país, de la que se ofrecen pinceladas tratando siempre de no caer en el efectismo. Y quizás esa sea la gran diferencia de Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga: que si bien antes parecían más preocupados por qué elementos incluir que fuesen capaces de convencer a toda costa, aquí la principal preocupación parece ser qué es posible sustraer sin que el relato no pierda su fuerza ni su tensión interna. Jonay Armas

No consta que el film del trío Arregui-Garaño-Goenaga haya justificado los 147 minutos de duración ante ninguna instancia legitimadora de esa tendencia actual al hinchado de la extensión de tantos y tantos filmes. Y en este caso, además se agradecería y resultaría sencillo eliminar algunas de las secuencias que prolongan unas expectativas que, por otra parte, se saben colmadas desde un buen principio. ¿Ejemplos? Citemos dos secuencias completas que apenas aportan gran cosa a esta historia del topo enterrado en vida durante más de treinta años en un innominado pueblo andaluz: las podemos denominar la secuencia del cartero homosexual y la de la desaparición del guardia civil. Superado ese lastre, bordeados los límites de la verosimilitud, asumido el esfuerzo de entender los diálogos expresados en un andaluz tan cerrado que se agradecían los subtítulos en inglés y el esforzado trabajo de Antonio de la Torre haciendo de Antonio de la Torre (los mismos tics actorales de cualquier personaje anterior…), podríamos decir que la película no ofende, a diferencia de la de Amenábar (y perdonen, pero la comparación es de cajón…); incluso hay momentos y detalles logrados en un lento y repetitivo devenir que tal vez solo sea una estrategia para que el espectador se identifique con esos treinta años del tiempo detenido vividos por el topo y su familia. En ese sentido el trío de directores (¿cómo se dirige una película entre tres…?) se habrá acercado bastante a su objetivo. José Enrique Monterde

THE AUDITION, de Ina Weisse (sección oficial)

Segundo largometraje de la alemana Ina Weisse tras su ópera prima (The Architect, 2009; presente en Berlín), The Audition  es una fría, seca y cortante disección de una profesora de música (interpretada por la siempre magnífica Nina Hoss) cuya personalidad oscila entre la inseguridad patológica y la paranoia subterránea, y cuya existencia se disocia, de manera progresivamente tensa y trágica, entre un joven estudiante en el que reconoce un gran talento y su propio hijo, pero también entre su marido (un luthier de carácter callado y mirada sabia) y su amante, otro profesor de música que le propone tocar con su propio grupo. Construida a base de secuencias que se cortan siempre antes de que estalle la tensión (en un exigente y depurado trabajo de contención narrativa y de depuración antipsicologista, en las antípodas de las obviedades explicativas y didácticas de las películas españolas vistas hasta ahora en Donosti: Mientras dure la guerra y La trinchera infinita), The Audition es hija de unas formas que generan tanta tensión interna como la que sacude por dentro a su protagonista (aquí, como decía Godard, ‘son las formas las que nos dicen lo que hay en el fondo de las cosas’), sin necesidad de diálogos connotativos ni de secuencias demostrativas. Un imagen final que deja fuera de campo la mitad de la cara de la profesora resume y condensa la disociación de la que es víctima, y de la que seguirá prisionera tras el the end este conmovedor personaje. Una notable película filmada con un rigor ejemplar y con mucho más estilo del que aparenta. Carlos F. Heredero

No son abundantes las películas que tratan a la música como un elemento con derecho a formar parte de la vida cotidiana. Debe haber escrito en alguna parte que el retrato del músico ha de ser siempre el de un genio incomprendido, condenado a participar en algo de lo que es incapaz la gente mundana. En ese sentido, la película de Ina Weisse supone una pieza que celebrar: la música forma parte del día a día, nunca hay un zoom de acercamiento hacia un rostro conmovido, la ejecución del violín es un acto lleno de naturalidad y ninguna obra está utilizada con fines dramáticos, sino como una parte más del sonido del mundo. Tras esta exhibición de idealismo musical se encuentra la historia de una profesora de violín, preocupada por conseguir que su alumno llegue a su audición final en las mejores condiciones posibles. Pero en algún punto del camino el relato comienza a dejarlo todo en segundo plano y a centrarse únicamente en el afán de perfeccionismo de aquella mujer. Otro cliché que, si bien no está a la altura del primero, también ha terminado por ahogar muchas películas en las aguas de los lugares comunes. Esa búsqueda imposible de la perfección es, en realidad, la vía de escape de una vida llena de inseguridades construida desde la incapacidad de comunicarse con su marido o de exigirle menos a su hijo. Si bien The Audition camina todo el tiempo por la cuerda floja de lo mil veces visto, sí que hay en ella decisiones interesantes que la alejan del fracaso. “Esa interpretación rebosa ingenuidad”, le dice la mujer a su marido cuando se escucha a sí misma tocando. “Por eso es hermosa”, le responde el marido. Parece evidente que Ina Weiss ha tomado la misma filosofía para aceptar sus limitaciones sin renunciar a seguir contando historias. Jonay Armas

Durante una de las clases de violín, Anna (Nina Hoss) intenta mejorar la postura de su nuevo alumno dándole algunas indicaciones: imaginar que con la mano se tira hacia arriba del centro de la cabeza (igual que un muñeco) y relajar los hombros mientras balancea los brazos libremente. Estas dos consignas tienen como objetivo ubicar el centro del joven músico y ese es, precisamente, también el centro del relato: buscar un eje transversal que sea capaz de ajustar los desequilibrios de esta profesora. Con la mirada puesta en Anna, Ina Weisse se sirve de la música (y de su poder de evocación) para transitar por su mundo interior. Las heridas no cicatrizadas afloran no solo en sus propias melodías sino también en la reacción de su rostro ante la música de otros. Ese aspecto más físico del relato está presente y domina todo el film: en esa somatización por parte de Anna de sus miedos e inseguridades, en las señales que advierten de los esfuerzos abusivos durante las prácticas de violín, y sobre todo, en el límite que fractura la confianza y agrede el amor propio. La audición termina por convertirse en una valiosa representación de la pedagogía autoritaria y sus inevitables consecuencias para quien la recibe y para quien la aplica; y en una reflexión profunda y pertinente acerca del talento y la imposibilidad de imponer aquello que amar. Cristina Aparicio

THE LIGHTHOUSE, de Robert Eggers (Perlas)

Amparado por el éxito de The Witch (2015), Robert Eggers ha creado un cuento perverso con sabor a cine clásico, una fábula tenebrosa llena de libertad creativa y arropada por dos grandes actores que sostienen una película en la que apenas hay metraje sin su presencia: Willem Dafoe y Robert Pattinson, colosales intérpretes que, si bien ya habían exhibido esas capacidades en anteriores trabajos, aquí cuentan con carta blanca para llevar al extremo, físico y mental, una película que justifica en la fiebre de las cabañas de dos fareros la absoluta pérdida de la cordura. Por un momento, casi se diría que la película pertenece a Victor Sjöström. Y la referencia no es arbitraria: hay mucho de La carreta fantasma (1921), su extrañeza, la belleza de lo terrorífico, la brillante economía de recursos, la lucidez de sus encuadres… Pero conforme avanza la historia, Eggers convoca a otros cineastas con el ánimo de encontrar inspiración para su propio lenguaje personal, especialmente al Stanley Kubrick de El resplandor (1980), y no son pocos los paralelismos con ella, argumentalmente pero a la postre también estéticos; o incluso al Béla Tarr de El caballo de Turín (2011), replicando las imágenes de la búsqueda de agua en el pozo o la confrontación de padre e hija sentados a la mesa para encontrar en esas imágenes aproximaciones estéticas a un cierto imaginario de lo tenebroso.

Quizás el problema de toda esta operación sea ese, que Eggers está convocando imágenes con las que construir un universo estético pero vaciándolas primero de significado, del discurso que contenían, lo que redunda en una cierta gratuidad de muchas de sus decisiones, empezando por la elección del formato (¿cuántas veces más habrá que escuchar que el formato cuadrado aprisiona a los personajes, como si no fuese posible sugerirlo de otra manera?) para acercarse, aún más, a un aspecto que legitime esa apuesta por el clasicismo. Los actores despliegan todos sus recursos y llegan efectivamente al límite en un duelo fascinante, pero la extrañeza del filme no se genera a partir de su enajenación mental, sino de pequeños paréntesis entre escenas, de bisagras construidas a partir de un montaje frenético y que mezclan realidad con pesadilla. La película nunca abandona la solidez de sus planteamientos, pero pueden conducir a una cierta sensación de impostura. No se trata en ningún caso de reflexiones que desacrediten a Robert Eggers como gran cineasta, sino todo lo contrario: El faro, después de todo, es una valiente lucha a solas y a ciegas en la búsqueda de un lenguaje propio. Jonay Armas

LA VERDAD, de Hirokazu Kore-eda (Perlas)

Con una mala entrevista, unas respuestas guionizadas y un reencuentro familiar poblado por fantasmas del pasado comienza el último trabajo de Hirokazu Kore-eda, quien, sin renunciar a sus señas de identidad, traslada a París la esencia de un universo muy personal de su Japón natal. Porque en La verdad el espacio es importante, el espacio entendido como hábitat: en su aspecto físico, representado por un hogar delimitado por la cárcel con la que colinda; y en el emocional, por una memoria difusa condicionada por el paso del tiempo. Es en esta disyuntiva sobre lo real y lo ficticio (o sobre los recuerdos verdaderos e inventados) donde surge una contundente y rotunda reflexión que aborda la poética del cine y sus cauces de representación. Kore-eda sitúa la verdad en un equidistante punto entre dos percepciones y lo hace sin confrontaciones ni reproches, sino con ternura, con una complicidad (tan habitual en su cine) que caracteriza el trato con el otro. En el centro del relato, la familia vista con la mirada de un realizador que amplía este concepto y lo configura desde la sencillez, lo cotidiano y el afecto verdadero, sin supeditarse a lazos sanguíneos. Mientras se desdibujan los límites de la ficción, se cruzan, se enredan y se sortean con picardía (a través de un sólido guion con brillantes toques de humor de claras referencias cinéfilas, y planos que muestran lo que filman las cámaras en el plató de rodaje), el japonés consigue ‘esa poesía indispensable en el cine’ (palabras que cita el personaje de Catherine Deneuve). Una poesía que busca una verdad que no es única ni absoluta, una verdad que, como el propio Kore-eda expresaba a propósito de El tercer asesinato (véase entrevista en Caimán CdC nº 65, noviembre de 2017, pág. 63), “depende del punto de vista, de la persona y del momento”. Quizá conocer la verdad pueda entrañar ciertos peligros, aunque siempre está esa posibilidad (la que filma Kore-eda) de disfrutar de la belleza que se desprende en su búsqueda. Cristina Aparicio

Lo más interesante de este nuevo trabajo del cineasta parecía, en primera instancia, comprobar qué cambios se producían al saltar de un idioma a otro, de una cultura a otra, de un perfil interpretativo a otro completamente diferente. Kore-eda observa con ternura un mundo ajeno mientras construye, en el fondo, una película que bien podría haber concebido en cualquier otro lugar: la historia de una célebre actriz que se reencuentra con su familia en pleno momento de crisis con su profesión. La cuestión es que, al escoger a Catherine Deneuve para encarnar al personaje, el film se vuelve esclavo en ocasiones del carisma de la intérprete, cosa que choca a menudo con las derivas del propio relato. Al final no es tan interesante el que madre e hija traten de solucionar sus diferencias del pasado como la posibilidad de comprobar qué hace el cineasta ante una actriz que se superpone sin quererlo a la propia historia. Y cuando este conflicto no está presente, es decir, cuando no es la trama de la actriz la que domina la escena, La verdad encuentra sus mejores momentos, inmersa en una libertad en la que puede atraparse la frescura de un auténtico ambiente familiar. La mentira, la necesidad de ocultar la verdad, el poder de las palabras, el poder de la ficción, todo parece convocado para hacer honor al título del film y a su auténtica razón de ser: repensar la manera en la que transmitimos las cosas, el momento de decirlas y la implicación que tienen. Incluso con todo ese nuevo barniz que impone haber hecho una película fuera de su país de origen, La verdad no ha permitido que desaparezca un solo atisbo de esa honestidad tan propia del realizador. Jonay Armas

WEATHERING WITH YOU, de Makoto Shinkai (Perlas)

Conviene recordar que Makoto Shinkai es el cineasta que, en El jardín de las palabras (2013), dejaba la historia de amor de sus protagonistas en un segundo plano para recorrer todos los detalles del jardín en el que acontecía el relato. El animador está más preocupado por desvelar la belleza que se oculta tras lo cotidiano que en repasar, por enésima vez, los clichés propios de la historia de amor adolescente. Esta vez todo gira en torno a un joven que acaba de escaparse de su hogar y su encuentro con la gran ciudad, hasta toparse con una chica que tiene la habilidad de hacer aparecer el sol incluso en los días más lluviosos. La operación no oculta nunca el deseo de hablar de la necesidad de conectar con personas que abracen el optimismo en medio del gris de la ciudad, esto es, personas capaces de hacer salir el sol. Y al mismo tiempo hablar también de la imposibilidad de que ese optimismo pueda florecer en nuestro presente: para restablecer el equilibrio en el clima, la joven ha de sacrificarse y desaparecer. Como era de esperar, Shinkai sitúa esta fantasía romántica en segundo plano y se dedica a celebrar la llegada del sol, la belleza del reflejo de la luz en los grandes edificios de Tokio o la forma en que las gotas de agua llegan con gracia hasta el suelo. Nunca la lluvia fue retratada con tanto afecto. Por su parte, los jóvenes viven una historia más propia del mangaka Inio Asano que de las otras películas del animador: relato de orfandad, de huida continua, de imposibilidad de entender el mundo. En esa idea inverosímil de alguien que pueda traer la luz allá donde parece imposible, se esconde un deseo desgarrador de seguir buscando en los demás una respuesta a todo lo que nos falta. Jonay Armas

URPEAN LURRA, de Maddie Barber (Zabaltegi)

Todo borrado de la realidad es un acto de barbarie, un atentado contra la memoria futura. O así parece pensarlo Maddie Barber, que el año pasado, también en este festival, ya presentó 593 metros goiti, un cortometraje sobre un valle navarro que se vio sumergido por la construcción del pantano de Itoiz. ¿Qué queda de las cosas cuando se suprime su presencia? Ahora, Barber vuelve con una pieza de 50 minutos que intenta responder a esa pregunta. Y las huellas que localiza no son otra cosa que imágenes de todo tipo, como es propio del cine, aunque algunas solo permanezcan en el inconsciente. El mediometraje se estructura alrededor de tres bloques que se van alternando: películas de aficionados de la época que documentan cómo se intentó detener la construcción; planos casi fantasmagóricos del paisaje semisumergido resultante; y rostros humanos, con los ojos cerrados, que cuentan sueños o pesadillas relativos a ese hecho traumático. El conjunto acaba construyendo un tiempo sin tiempo, una sustancia indistinguible que recorre la película otorgándole un ritmo muy peculiar, pero también presentándose como un gesto de resistencia, lo opuesto al tiempo único del poder, al tiempo que se nos impone. Esta reivindicación de lo oculto, de lo que ya no podemos ver pero todavía sobrevive gracias al cine y a los sueños, se erige finalmente en una película hipnótica que, a pesar de algún que otro altibajo, sabe llegar a la poesía a través del comentario político. O viceversa, da lo mismo. Carlos Losilla

MACARIO, de Roberto Gavaldón, 1969 (Retrospectiva Roberto Gavaldón)

Como el protagonista de El gallo de oro, aquí también Ignacio López Tarso interpreta a un humilde e ingenuo campesino, el Macario del título. Las peripecias de uno y otro parecen cortadas por el mismo patrón, sendas fábulas sobre la pobreza y la facilidad con las que uno, si se deja llevar por la ambición y traiciona sus principios, se puede hacer rico. Macario pacta con la Muerte y, a cambio de medio pavo, obtiene un elixir que cura a los enfermos más graves, elixir que, es fácil anticiparlo, saca de la pobreza a toda su familia, que de repente se encuentran en una gran casa en la que acaban perdiéndose. Hay que entender de dónde vienen: Macario y su mujer comparten su comida con sus famélicos cinco hijos; ella le pregunta si tiene hambre y él le reconoce que siempre ha vivido y vivirá con ese sentimiento. La fortuna contradice su augurio, pero por poco tiempo. Ya no es solo por una cuestión de avaricia, sino también porque estamos en la época del virreinato y el Santo Oficio hace acto de presencia: ¿es Mario un charlatán o un brujo que habrá que quemar en la hoguera? Los personajes de López Tarso son mucho menos ingenuos de lo que pudieran parecer, sin que Gavaldón se atreva a poner en duda su bondad innata, pero esta parece consustancial a su condición de pobres y hambrientos. Jaime Pena

EL GALLO DE ORO, de Roberto Gavaldón, 1964 (Retrospectiva Roberto Gavaldón)

Argumento de Juan Rulfo, guión de Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, fotografía de Gabriel Figueroa, unos créditos que impresionan y que hoy parecen fruto de un sueño, más si consideramos que están al servicio de un melodrama musical que tiene algo de pretensión totalizadora de dos conceptos: lo ‘mexicano’ y lo ‘popular’. Con su barroca puesta en escena en la que los espejos duplican las imágenes y la intensidad de sus colores se retroalimenta en las guirnaldas, los trajes o las atracciones de las ferias, El gallo de oro parece que juega a la saturación, tanto de la imagen como de una trama narrativa que se quiere vocacionalmente redundante y cíclica, inmutable se podría decir, como ese México rural anclado en 1930 en el que las canciones de Lucha Villa se repiten una y otra vez. Su estilización parece contradecirse con las peleas de gallos, despojadas de cualquier artificio, de un realismo que el montaje no pretende disimular: la violencia y la crueldad como espectáculo, algo que puede hacer de esta película de Roberto Gavaldón el paradigma del horror para los animalistas de hoy en día (dicho lo cual, el gallo cojo es uno de los mejores intérpretes animales que uno haya visto nunca en una pantalla). Jaime Pena

MANO DE OBRA, de David Zonana (Sección oficial).

Filmada prácticamente durante todo su metraje en rigurosos encuadres fijos (sin otras excepciones que tres o cuatro suaves y casi imperceptibles movimientos de cámara) y a base de un único plano por secuencia, el primer largometraje del mexicano David Zonana (colaborador de Michel Franco y Gabriel Ripstein en la productora Lucía Films) podría tender numerosos y productivos vasos comunicantes con Parásitos, de Bong Joon Ho (ganadora este año de la Palma de Oro en Cannes y próxima a estrenarse en nuestro país; véase la larga entrevista que publicamos con el cineasta coreano en el próximo número de Caimán CdC). Como en aquella, aquí se habla también de la lucha de clases dentro de un casi único escenario (la mansión de un rico potentado, solo que en este caso, todavía sin los acabados finales de su construcción) y, al igual que en el film coreano, también aquí acabaremos por descubrir que dentro de los estratos más humildes pueden habitar la picaresca e incluso la maldad más atroz. La ‘okupación’ del inmueble por parte de un grupo de parias y de los obreros que la construyeron, una vez desaparecido el dueño (no vamos a contar aquí de qué manera) termina por ofrecer una potente metáfora de las contradicciones que anidan en esa lucha de clases: una parábola que se traza en este caso desde una mirada que no tiene nada de la autocomplacencia ni del tremendismo de Ken Loach, y que se alimenta más del escepticismo lúcido, crítico y feroz del Buñuel de Viridiana. Una obra para reivindicar como prometedor y más que esperanzador debut de un cineasta al que habrá que seguir atentamente los pasos. Carlos F. Heredero

MIENTRAS DURE LA GUERRA, de Alejandro Amenábar (Sección oficial)

Trazar un retrato de Miguel de Unamuno durante los días que vivió en Salamanca tras la sublevación fascista protagonizada por Franco contra el legítimo gobierno de la República era una tarea ciertamente ardua. La figura del escritor y pensador español es compleja y contradictoria donde las haya, está llena de sombras y luces y, en consecuencia, ofrece mucha resistencia a cualquier intento de simplificación divulgativa modelo Reader’s Digest, que en definitiva es lo que nos viene a proponer el nuevo trabajo de Alejandro Amenábar en su ingenuo abordaje. Y más que ingenuo, casi candoroso en su retrato de un Unamuno huraño y sentencioso, misántropo y autoritario, pero de buen corazón, que solo reacciona contra el franquismo tras comprobar la muerte de dos amigos suyos y que expone, con alambicado apoyo del cineasta en la manera de filmarlo, la peregrina tesis de que España es un país donde unos y otros, izquierdas y derechas, andamos siempre a la greña (¡¡Qué burda simplificación del pensamiento de Unamuno y qué tópico más sobado y más reaccionario, además!!), hasta convertir el relato casi en una película de tesis a mayor gloria de doña Carmen Polo de Franco, cuyo brazo incorrupto (perdón: hiperiluminado en un inenarrable inserto a toda pantalla) viene a salvar al ‘héroe’ cuando Unamuno es acosado y amenazado por la barbarie falangista en el Paraninfo de la Universidad, poco antes -además- de que la señora del dictador nos ilustre, inmediatamente a continuación, de que su marido lo que en realidad quería era poner paz entre unos y otros (esto se comenta por sí solo; aquí no hace falta ensañarse). Todo este pantano ideológico, probablemente ajeno a la intenciones del cineasta (¡ay, ese infierno, siempre empedrado de…, ya saben!) se despliega dentro de una reconstrucción historicista que resbala también en el retrato de Franco y de Millán Astray (reducidos a una simplista caricatura llena de anacronismos), que desvela flagrantemente las penurias económicas de la producción y de la ambientación y que, como consecuencia de todo lo anterior, destila naftalina por casi todos sus fotogramas, de los que solo emerge con algo de vida la figura ‘estrictamente cinematográfica’ (que no real) del Unamuno compuesto por Karra Elejalde en una interpretación tan arriesgada como meritoria. Carlos F. Heredero

Alejandro Amenábar intenta construir un relato sobre los últimos días de la Segunda República que contente a ambos bandos aún navegando en terrenos pantanosos o, al menos, tratando de no incomodar demasiado ni a unos ni a otros. ¿Es posible hacer algo así al hablar de un tema como este? La sensación que prevalece es que el director ha tratado de describir la imposibilidad de un entendimiento entre derecha e izquierda a través de la vía de lo afectivo, mostrando a un Miguel de Unamuno que ama a sus amigos cercanos aún a pesar de sus diferencias ideológicas y que, desde luego, tiene su evidente reflejo en nuestro panorama político presente. “Mientras dure la guerra” es una frase que insisten en que forme parte del comunicado que otorga plenos poderes a Franco sobre el territorio español, y ese deseo de dejar constancia de las palabras es el gran objetivo de la película: decir lo que se piensa, traer a la mesa lo que no se dice, poner los puntos sobre las íes. Todo gira en torno a esta idea: lo que Unamuno quisiera haberle dicho a un amigo antes de verlo desaparecer, lo que el propio escritor necesita expresar en plena celebración del día de la raza para quedar en paz consigo mismo o, en fin, los matices de una ley que podría poner en peligro al país. La operación de esta mirada conciliadora es tan delicada que requeriría, quizá, un virtuosismo extraordinario tras la cámara y tal vez una aproximación distinta desde la propia escritura de guion, porque la película desvía en demasiadas ocasiones ese espíritu de lo entrañable hacia un retrato tibio del conflicto, corriendo el peligro de caer en la condescendencia. La sensación de los tres últimos filmes del cineasta es la de estar ante un autor que ya no encuentra en las formas narrativas que domina la manera de expresar las grandes ideas que aún conserva. Jonay Armas

Alejandro Amenábar ha presentado dos películas en una, sin que se sepa muy bien qué ha pretendido hacer con ambas. De una parte, como supuesto tema central, las vicisitudes salmantinas de Miguel de Unamuno en los primeros meses –aunque el sentido del tiempo sea bastante elástico en el trabajo del cineasta– de la Guerra Civil; de otra, el proceso seguido por el general Francisco Franco en pos del liderazgo de las fuerzas sublevadas contra la República. Tristemente, ninguno de esos dos temas paralelos logra superar no ya la superficialidad del tratamiento, sino el interés que por sí mismos pudieran tener, sobre todo en el segundo caso, aspecto muy poco conocido, pues muchos creen que Franco lideró el ‘alzamiento’ desde un principio; lamentablemente Amenábar ha estropeado un aspecto muy interesante de la historia de ese momento y que merecería un tratamiento en serio. Esa seriedad también debería haber alcanzado –que no lo ha hecho– al episodio unamuniano, que peca también de esa absurda tendencia a lo grotesco, muy especialmente en relación a aquellos personajes que se supone situados en el lado negativo de la Historia. Sea dejar el campo libre para el histrionismo característico de Karra Elejalde en su encarnación de un Unamuno –por otro lado figura muy desconocida para el público actual–, sea volver a ofrecer una visión grotesca del conjunto de militares facciosos, comenzando por el propio Franco y culminando con Millán Astray, lo cual en realidad neutraliza su auténtico relieve histórico (si Franco hubiese sido un ridículo pelele, ¿cómo pudo durar casi cuarenta años en el poder?), la propuesta de Amenábar se diluye en una débil e inefable reconstrucción histórica, una débil estructura guionística y una puesta el escena que alcanza el rubor con la solución final del ‘salvamento’ de Unamuno en el conocido acto de la Universidad salmantina con la mano de Carmen Polo salvando al prestigioso –aunque sin duda “demodé” en ese momento– intelectual, emulando la mano de Dios de creó a Adán en la Capilla Sixtina… José Enrique Monterde

COMPORTARSE COMO ADULTOS, de Costa Gavras (Proyecciones especiales)

Adaptación de la memorias autobiográficas de Yannis Varoufakis, el que fuera Ministro de economía del primer gobierno del griego Alexis Tsipras, la nueva película de Costa Gavras nos devuelve al mismo cineasta comprometido políticamente, pero simplista y de estilo plano, meramente ilustrativo, de sus películas iniciales (a escoger, entre Z, Sección especial o Estado de sitio)filmadas a principios de los años setenta. El director ‘le compra’ literalmente todos los argumentos a Varoufakis y pone en escena lo que, por momentos, más parece un auto sacramental laico, un oratorio de incesante cháchara, que una reflexión política con un mínimo de alcance. El espectador asiste perplejo a una función en la que las cartas no solo están repartidas de antemano, sino que además permanecen invariables durante todo el metraje: Varoufakis aparece como un personaje íntegro, coherente y comprometido con su pueblo, los políticos de la Unión Europea, del FMI y del Banco Central Europeo son todos (sin matices y sin excepción) unos malvados sin corazón, unos capitalistas  grotescos (caricaturizados con brocha gorda) y, finamente, el mismísimo Tsipras termina retratado como un traidor al pueblo griego por haber cedido a las pretensiones de Europa con tal de no sacar a Grecia del euro (sic…).

Lo más lamentable de todo es encontrarnos, en 2019, al mismo cineasta maniqueo y tramposo que el de Z (1969), como si medio siglo -de vida, de cine, de aprendizaje, de maduración y de crecimiento- no hubiera servido para nada. Curiosamente, la película solo levanta el vuelo cuando, en los últimos cinco minutos, abandona sus dubitativos y gruesos registros anteriores para escenificar, en términos de coreografía explícitamente teatralizada, el mismo reparto simplista de papeles, pero es entonces, y solo entonces, cuando, por lo menos, las imágenes encuentran algo de vuelo propio, algo de inventiva. Carlos F. Heredero

Sabiendo que este último film de Costa-Gavras está basado en un libro de su protagonista, el que fuera ministro de Finanzas griego tras el triunfo de Siriza, Yanis Varoufakis, lo primero que podemos suponer es que tal personaje no tiene abuela, pues él es no solo el centro de todo el relato, sino prácticamente el único lúcido y heroico en el enfrentamiento entre una Grecia hundida en su deuda y su PIB y la Comunidad Europea, el FMI, el Banco Europeo y algún etc. El problema es que tal planteamiento se extiende al desarrollo del film en una línea lamentablemente recurrente en el cine ‘de izquierdas’, consistente en llevar al terreno de lo grotesco aquello que se enfrenta a la ortodoxia de la izquierda más o menos homologada en su radicalidad. Sobre cuáles son las consecuencias de hacer promesas electorales de imposible cumplimiento, de en qué medida la voluntad se estrella con la realidad, de cuáles fueran las causas de una dramática situación, etc., hay escasa noticia en la película, subordinada siempre a la justificación y exaltación del protagonista, ergo Varoufakis. Pero la misma brocha gorda en el tratamiento de los múltiples enemigos externos –y finalmente internos– deslegitima los probablemente justos objetivos de la película, en el sentido tan afín a su director de denunciar los tejemanejes de la alta política europea; pero ahí el film se impregna del habitual simplismo populista que rechaza cualquier análisis razonable de unos lamentables comportamientos político-económicos y las relaciones de poder que los sustentan. José Enrique Monterde

PROXIMA, de Alice Winocour (Sección Oficial)

Tercer largometraje de la francesa Alice Winocour (cuyos dos primeros filmes pasaron por la Semana de la Crítica y por Un Certain Regard en Cannes), Proxima cuenta la disyuntiva en la que vive Sarah, una astronauta que se entrena para una misión en la Estación Espacial Internacional, atrapada entre su vocación profesional y los vínculos afectivos con su hija Stella, de siete años, con la que vive sola tras la separación de su marido. Las imágenes muestran alternativamente los preparativos para la misión y la vida familiar entre madre e hija, con la clara vocación de radiografiar la difícil conciliación laboral para una profesional de la astronáutica que vive sola, y sin compromiso amoroso, con su hija pequeña. Precisa, seca, detallista y rigurosa en la filmación del entrenamiento para la misión, y a la vez, austera y contenida en la representación de los afectos maternofiliales, sobre todo gracias a la magnífica presencia de la pequeña Zélie Boulant-Lemesle y a la capacidad tan expresiva como penetrante de su mirada. El relato transcurre en todo momento con un pulso ejemplar en su difícil equilibrio y acaba por entregar un valioso retrato femenino (y feminista) en los tiempos del #MeToo; sobre todo, gracias a la confianza de Alice Winocour en su personaje, retratado con notable honestidad para dar cuenta de su fortaleza y sus debilidades, de sus aciertos y sus errores, de sus ilusiones y sus temores, de su determinación y de sus dudas. En definitiva, un retrato poliédrico de una mujer real. Una notable conquista. Carlos F. Heredero

LHAMO AND SKALBE, de Sonthar Gyal (Sección oficial)

La representación china en la competición oficial es una película tibetana dirigida por Sonthar Gyal, realizador que ya compitió con River (2015) en Locarno y con Ala Changso (2018) en el festival de Shanghai. Su nueva propuesta fílmica, ubicada de nuevo en los áridos escenarios de su tierra natal, muestra las dificultades que encuentran dos jóvenes para llegar a casarse cuando ambos se encuentran prisioneros (por distintas razones) de un pasado marcado por el peso atávico de las viejas tradiciones, de los prejuicios implícitos en los valores arcaicos y en la atrasada sociedad rural en la que viven. Demasiado larga y algo morosa en su desarrollo dramático, la película tiene la virtud de retratar sin folclorismo alguno y sin asomo de exotismo prefabricado para espectadores occidentales, la convivencia de los viejo y lo nuevo en aquel rincón de China, donde los móviles y la burocracia oficial coexisten junto a las viejas ataduras de valores ancestrales y a representaciones teatrales de tradiciones no menos paralizantes. Algo impersonal y a ratos aséptica en su forma fílmica, sus imágenes consiguen capturar pese a todo, de forma intermitente, ramalazos de autenticidad que dotan a sus personajes de vida y de verosimilitud. Carlos F. Heredero

LA DECISIÓN (BLACKBIRD), de Roger Michell (Sección oficial – Inauguración)

Esta es una película que se basa en la regla canónica del teatro clásico que se resume en la unidad de espacio, acción y tiempo. Una casa en el campo, a orillas del mar y en un paisaje idílico; una familia, que se reúne para despedir a la madre, que ha decidido poner fin a su vida porque sufre una enfermedad degenerativa; y un fin de semana, que es el tiempo que los protagonistas se encuentran para despedirse de esta mujer y celebrar una última Navidad todos juntos, aunque quede mucho para que sea 25 de diciembre. En 2014 se presentó en el Festival de San Sebastián Corazón silencioso, de Billie August, por la que Paprika Steen obtuvo la Concha de Plata a la mejor interpretación. Aquel film danés estaba escrito por Christian Thorpe, que ahora adapta su texto en la película estadounidense La decisión (Blackbird), encargada de inaugurar la Sección Oficial a concurso de la edición de este año.

Y los elementos que la componen son básicamente los mismos: el reencuentro familiar como motor narrativo; una mirada frontal sobre el derecho a elegir una muerte digna, sin duda lo más destacable del film; y un esquema lineal que se aferra a tres actos -otra vez la mirada teatral se impone a la cinematográfica- perfectamente delimitados y, sobre todo, muy previsibles. Y que además van perdiendo intensidad, cuando debería ser justo lo contrario, hasta acabar borrando en el desenlace los méritos que pudiera haber acumulado el film durante su presentación y nudo. La película la firma Roger Michell, que es un cineasta acostumbrado a trabajar con grades escritores (Hanif Kureishi o Ian McEwan), aunque su gran éxito comercial fue la comedia Notting Hill (1999). En esta ocasión parece conformarse con dejar que su mirada se diluya y que sus estrellas se luzcan. Porque eso sí, La decisión es un vehículo perfecto para el lucimiento, en mayor o menor medida, de Susan Sarandon, en el mismo papel de Paprika Steen, Sam Neill, Kate Winslet o Mia Wasikowska. ¿Más allá de esto? Muy poco más, porque la película se va volando ligera como lo hace el mirlo de su título original. Fernando Bernal

SEBERG, de Benedict Andrews (Perlas)

Todo empieza con Jean Seberg (Kristen Stewart) en llamas. Se trata en realidad de una recreación del rodaje de Santa Juana (Otto Preminger, 1957), pero la cita va a servir como símbolo de la propia vida de la actriz, hostigada por el FBI cuando apoyaba el movimiento por los derechos civiles en Los Ángeles durante los años sesenta. La película de Benedict Andrews es esclava de todos los males propios del biopic: la obsesión por una verosimilitud mal entendida, la servidumbre hacia ciertos acontecimientos históricos aunque no influyan en la trama principal, el esquematismo con el que se trata a ciertos personajes secundarios (como el interpretado por Vince Vaughn), los rótulos como manera de cerrar películas a la deriva, o tal vez lo más peligroso, esto es, la permisividad que parece otorgar una cierta vocación divulgativa. Unos lugares comunes que, en los últimos tiempos, han puesto en peligro el sentido del propio género. Conviene rescatar de ella la evolución que vive (este sí) Jack Solomon, uno de los agentes encargados de vigilar a la actriz y el único personaje de la función construido desde una cierta sutileza. Aunque también se perciben ligeros atisbos por confrontar la idílica imagen de Seberg en pantalla frente a las turbulencias de su vida privada, la película pasa de puntillas por aquello, preocupada por encontrar en Kristen Stewart una réplica a la altura del mito. Jonay Armas

EMA, de Pablo Larraín (Perlas)

¿Cómo representar la mente (y el cuerpo) de una bailarina? Quizás la obertura cinematográfica de Ema tenga la respuesta, confrontando una música omnipresente y retazos de una coreografía con una vida cotidiana a la que cuesta prestar toda la atención posible. Pero la danza no es el centro de las preocupaciones de Pablo Larraín, sino más bien el deseo de retratar las dificultades para entender a una nueva generación que ya es adulta y cuyas conexiones con sus mayores a veces parecen insalvables. De repente, una frívola conversación sobre reggaeton puede arrojar luz sobre el abismo de los puntos de vista de ambos. Se trata de la película más virtuosa concebida por Larraín, cineasta que incluso con el brío visual de Sergio Armstrong como operador de cámara ha delegado en la fuerza expresiva del montaje su principal baluarte como narrador. Y puede que este arrollador virtuosismo de lo estético tenga más sentido que nunca en tanto que sus temas son, quizá, más incómodos que nunca. Hay mucho que discutir a nivel moral sobre la disección caricaturesca que Larraín hace de este personaje femenino, decidida a ahogar a través del sexo una culpabilidad que, literalmente, es capaz de incendiarlo todo. En ocasiones, es una frivolidad que también arrastra la película al terreno del capricho. Y quizás ahí es donde esté el peligro y también lo más hermoso de Ema, en que la propia propuesta formal se ha contagiado de los excesos de su protagonista. Jonay Armas

LES MISERABLES, de Ladj Ly (Perlas)

Un niño con un dron en sus manos podría representar la figura del cine de hoy, ese que cuenta con un nuevo recurso gramatical pero que aún no sabe bien cómo utilizarlo del todo. La excusa de este artilugio que todo lo ve y todo lo registra sirve a Ladj Ly para sobrevolar un convulso día en las brigadas anticriminales de Montfermeil durante los años noventa, con unos aires de falso documental que también podrían pertenecer a aquella época. A modo de lo que buscaba formalmente Kathryn Bigelow en Detroit (2017), la película avanza en tiempo real de manera arrolladora centrándose en los tres personajes que forman la brigada diaria del cuerpo, pero al mismo tiempo intenta poner en juego las complejidades sociales y políticas que hacen del distrito un auténtico hervidero, unas circunstancias que bien podían extrapolarse casi de manera universal.  Si bien habría que discutir el tercer acto del filme de Ly, con decisiones que sitúan la película en el terreno de la búsqueda del espectáculo y alejándose de la denuncia en sí misma, hay una cierta poética en ella que obliga a volver a repensarla: esa manera en la que el film trata de equiparar la visión del dron sobre las cosas con una cierta imposibilidad de afrontar el conflicto con la suficiente perspectiva. Como si el niño que maneja el aparato viniese a encarnar a un cine capaz de atrapar la huella del conflicto pero incapaz de sanar sus heridas. El resultado está más cerca de la lúcida manera de retratar la cotidianidad de Edward Yang que de las incómodas preguntas que se planteaba Bigelow. Jonay Armas

NIMIC, de Yorgos Lanthimos (Zabaltegi)

Continuando con una de las filmografías más truculentas del cine reciente, Yorgos Lanthimos pasa con Nimic del largo al corto sin apenas mudar el gesto. Matt Dillon interpreta a un violoncelista que un buen día, en el metro, tiene un encuentro que cambiará radicalmente su vida. La película se mueve entre el fantastique –las referencias son abundantes, empezando por La invasión de los ladrones de cuerpos– y la fábula existencialista –su dudosa especialidad– para acabar acudiendo al subrayado más evidente, a esa ansia de trascendencia que se ha convertido en marca de fábrica del responsable de Langosta. Y, por si fuera poco, aquello en lo que más sobresale su puesta en escena, la capacidad de cocer a fuego lento un clima turbio y enrarecido, se volatiliza aquí por culpa de la síntesis a la que obliga la escasez de metraje. Carlos Losilla

L’ILE AUX OISEAUX, de Maya Kosa y Sergio da Costa (Zabaltegi)

¿Puede el cine convertir el mero registro de la realidad en una fábula ambigua e inquietante? La historia del medio está llena de estas metamorfosis, es cierto, pero L’Ile aux oiseuax, una película en apariencia pequeña y humilde debida a un par de jóvenes cineastas, Maya Kosa y Sergio Da Costa, lo consigue con especial fuerza y vitalidad. Un muchacho más bien tímido y apocado, convaleciente de una enfermedad que lo aboca a la fatiga y la depresión, empieza a trabajar en una extraña colonia ornitológica, donde se encarga de los ratones destinados a convertirse en el alimento de las aves rapaces. A medio camino entre el relato de aprendizaje y la metáfora de amplio alcance, que podría abarcar desde la condición humana hasta el cambio climático, la película avanza con tono misterioso e inquietante, narrada por la impasible voz over del protagonista, hasta culminar en fugas sorprendentes, cercanas al arrebato poético más desatado. Las imágenes casi documentales de las aves, o el tono de esquinado cuento fantástico, podrían evocar el cine de Franju o una tradición literaria entre H. G. Wells y Kafka. Y la ajustada dirección de actores, más cercana a Bresson, confirma que estamos ante una propuesta singular, un film hermoso y conmovedor en su aparente sencillez. Carlos Losilla