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FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN
Del 21 al 29 de septiembre de 2018.

Primeras impresiones de las películas más importantes del festival, en breves comentarios críticos de Carlos F. Heredero, director de Caimán CdC, Carlos Losilla, José Enrique Monterde, Jaime Pena y Cristina Aparicio.

SOPHIA ANTIPOLIS, de Virgil Vernier (Zabaltegi)

Tras Mercuriales, su fascinante debut en el largometraje, Virgil Vernier propone con Sophia Antipolis a la vez un ensayo elusivo y una crónica testimonial, una ficción de resonancias míticas y una reflexión sobre el estado del mundo. Y no lo hace mediante las armas más o menos convencionales de ninguno de estos registros, sino a través de un estilo que ofrece claridad y opacidad a partes iguales, como si el mundo se nos presentara en toda su evidencia pero también a partir de sus zonas de sombra más inquietantes. Estamos en Sophia Antipolis, un parque tecnológico en plena Riviera, igualmente una ciudad artificial, el lugar en el que convergen un futuro que nunca será, un presente que devora a sus hijos y un pasado del que no sabemos aprender. Mujeres que buscan el equilibrio mental recurriendo a gurús espiritualistas, muchachas que persiguen la felicidad en clínicas estéticas, ciudadanos que se organizan para perseguir a los inmigrantes: todos ellos habitan ese espacio lunar encerrados en sus cápsulas privadas, que Vernier filma en 16 mm y escenas en apariencia independientes, como si se tratara de compartimentos estancos. Y todos ellos, igualmente, obligan al espectador a llenar los agujeros que deja el relato y que encuentran su culminación en el misterioso caso de una adolescente que fue quemada viva, a su vez la obsesión de una amiga que reflexiona sobre todo ello en off mientras la película se acerca a su fin. O quizá no, quizá no haya que llenar nada, quizá debamos dejar que toda esa corriente fluya y fluya y algún día desvele sus secretos. Pues Sophia Antipolis transita desde el realismo a la metafísica con hipnótica facilidad, y convierte una punzante crónica social en una hermosa historia de fantasmas. Una de las mejores películas de Zabaltegi y quizá de toda esta edición. Carlos Losilla

NUESTRO TIEMPO, de Carlos Reygadas (Horizontes Latinos)

Nuestro tiempo se inicia con una secuencia magistral, comparable a que también abría la anterior película de Carlos Reygadas, Post Tenebras Lux, solo que ahora en scope. En una gran llanura con montañas al fondo, unos niños juegan en un pantano semiseco saltando sobre una balsa, revolcándose en el barro. En la orilla, sus primos adolescentes desarrollan otro tipo de juegos. La amplitud de la profundidad de campo que integra el primer plano (los personajes) y el fondo (el paisaje) recuerda de inmediato la puesta en escena de Alfonso Cuarón en Roma, un tipo de composición que se diría inspirada en los cuadros renancentistas (piénsese en Brueghel el Viejo, Patinir, etc). Pero si bien Cuarón convierte esta forma de representación en el motor narrativo que integra la historia particular de sus personajes (el melodrama) en un gran fresco histórico (el México de 1970-71), ambos inseparables, consecuencia el uno del otro, a Reygadas la apuesta le dura veinte minutos, quizás algo más porque de vez en cuando vuelve a este tipo de imágenes portentosas, sobre todo la escena con el concierto para timbal y orquesta o el final con la pelea de los toros. Pero son eso, momentos puntuales que salpican otro tipo de historia, la de un triángulo amoroso que protagonizan el propio Reygadas, su mujer, Natalia López, sus hijos y el propio rancho familiar situado al sur de Ciudad de México. La relación presuntamente abierta entre Juan (Reygadas) y Esther (López) salta por los aires cuando esta inicia una relación con un amigo gringo (Phil), adiestrador de caballos. Es factible pensar que este tipo de planteamiento podría derivar en un historia cercana a la de Todos los hermosos caballos de Cormac McCarthy, sin embargo Reygadas opta por una suerte de psicodrama disfrazado de home movie con discusiones interminables y repetitivas (casi tanto como las de Quién te cantará, aunque menos estilizadas y peor interpretadas: Reygadas es un pésimo actor) en el que dos hombres se pelean por una mujer como si se tratase de dos toros bravos (no tengo nada claro que Reygadas no nos esté proponiendo esa equiparación). Nuestro tiempo tiene algo de prolongación temático y espiritual de Post Tenebras Lux, aunque ahora sin diablillo digital y con una propensión a situar la cámara en lugares insólitos (el motor de un coche, el tren de aterrizaje de un avión, los bajos de una furgoneta con la cámara embarrándose de inmediato) que tiene al menos la virtud de hacernos descansar del psicodrama familiar. Jaime Pena

En mitad de un concierto para timbales, Reygadas inserta imágenes de la ciudad en la que, sutilmente, se confunden los sonidos de la percusión con los de la ciudad hasta hacerlos desaparecer: semáforos cambiantes, el ruido de la masa caminando, un helicóptero que cruza el cielo, silbatos de agentes de tráfico; para, de nuevo, volver con la orquesta. Al encenderse las luces, la música es sustituida por una fuerte ovación del público mientra que la cámara se queda fija en un primer plano de Ester, aun en un ensimismamiento en el que se sumió antes de comenzar el concierto. La pantalla de su móvil iluminaba su rostro cuando se apagaron las luces. Ella, ausente ya en esa otra realidad virtual más conectada con sus emociones, está en el mismo lugar, físicamente inmutable. El último trabajo de Carlos Reygadas, Nuestro Tiempo, se adentra en los pormenores de un matrimonio, Ester y Juan, a los que interpretan el propio Reygadas y su mujer. La mirada de vocación realista en lo formal del mexicano se impone aquí incluso desde esta decisión de casting que le permite abordar la relación desde dentro. La intimidad expuesta en la que se inmiscuye el director (no estamos ante una película autobiográfica a pesar de la posible confusión) está repleta de aquellos elementos que ya son marca de identidad de su cine: largas secuencias sin diálogos guionizados, lo salvaje como símbolo de lo humano y un ritmo pausado que se deleita en el entorno. En su anterior trabajo, Reygadas escarbaba en aquello que erosionaba la vida matrimonia desde la cotidianidad, ahora son los límites que encuentra el amor y su interacción con la pasión el prisma desde el que contar el relato. Siguen los ecos de Post Tenebras Lux en la secuencia inicial: también protagonizada por niños (esta vez un grupo y ahora a la luz del día), la escena termina por centrarse en los más adolescentes y sus escarceos amorosos. De nuevo el prólogo ofrece las claves de lo que está por llegar: la pasión como canal para resolver emociones (quizá románticas o quizá no), y como lucha entre masculinidades. Cristina Aparicio

BLIND SPOT, de Tuva Novotny (Sección oficial)

La ópera prima como directora de la actriz noruega Tuva Novotny, que hasta ahora había realizado solo algunos capítulos de series televisivas, es un tour de force estilístico (98 minutos de un único, alambicado y prolongado plano secuencia) con el que se filma el drama que se desata cuando una joven adolescente toma la imprevista, y aparentemente inexplicable, opción de tirarse por una ventana para suicidarse. La traducción española del título (Ángulo ciego) puede ayudarnos a situar la naturaleza de la propuesta: la cámara sigue sin cesar a la chica mientras sale de entrenar en balonmano, al caminar por la calle en compañía de una amiga, cuando sube a su casa, al prepararse la merienda y al sentarse a ver la televisión hasta que entra con ella en su habitación y, en lugar de girar para seguir acompañándola y mostrar lo que va a suceder, se queda quieta y deja un ‘ángulo ciego’ cuyo sentido profundo (otro pozo cegado) se va a mantener durante todo el resto del relato. La elipsis espacial ejemplarmente sustanciada en esa secuencia reverbera así, de manera productiva, sobre el conjunto de la historia, pues son las razones de ese acto –al que el espectador no tiene acceso­­– las que permanecen también como enigmas devastadores para su madre y su padre en todo lo que resta de metraje a partir de entonces. El resultado es una de las propuestas fílmicas más estimulantes y coherentes vistas en el festival, un empeño que mide bien sus fuerzas, que no tiene grandes pretensiones y que consigue poner en escena el dolor trágico de lo inexplicable con ejemplar equilibrio entre lo formal y lo temático. Carlos F. Heredero

Al planificar un plano-secuencia hay elementos que, irremediablemente, quedarán fuera del alcance de la vista del público para dejar en cuadro aquello que al cineasta le interese destacar. Traducida como ‘ángulo ciego’, la cinta de Tuva Novotny sitúa el desencadenante de la tragedia en ese lugar al que no llega la cámara. Y es que la cineasta construye todo el relato en un desgarrador plano-secuencia que parte de la rutina diaria en la vida de una adolescente para terminar en la fractura emocional en la que se ven sumidos sus padres. La propuesta no podría ser más coherente: la imposibilidad de registrarlo todo da cuenta de la cantidad de ángulos muertos que, constantemente, se esconden ante los ojos. Así, la certera dosificación de la información que se va ofreciendo al espectador es otro de los elementos con los que juega una arriesgada puesta en escena que mantiene el ritmo y la intensidad durante todo el metraje. En definitiva, una construcción que deja al descubierto la imposibilidad de ver por completo y de registrar la realidad íntegramente. Cristina Aparicio

HA NACIDO UNA ESTRELLA, de Bradley Cooper (Perlas)

Es una especie de maldición que comenzó en 1954, cuando George Cukor filmó el primer remake de la película homónima de William Wellman (1937; protagonistas: Janet Gaynor y Fredric March) y su trabajo fue dramáticamente masacrado por la Warner, pese a lo cual aquella versión de Ha nacido un estrella (con la memorable Judy Garland y el gran James Mason al frente) dejaba ver fulgores de un desgarro dramático y de una intensidad generosa que traspasaban la pantalla. Luego llegó la intranscendente y meliflua versión de Frank Pierson (1976, con Barbra Streisand y Kris Kristofferson), tan plana como inútil, y ahora, como explícita secuela de la anterior (y, por tanto, trasladada la historia también al universo de la música pop), la realización con la que Bradley Cooper debuta como director, igual de banal, de tópica, de previsible y de prescindible, y ello a pesar de la excelente performance de una Lady Gaga que se revela como una aceptable actriz (capaz no solo de mostrarse como un diva, sino también de lo más difícil: dejar ver en todo momento, bajo esa máscara, a una chica corriente de humildes raíces y modales plebeyos). El resultado es un producto formateado para los fans de los Grammys y de los Oscars, pero que también deja ver la molesta pulsión narcisista de su director y protagonista, capaz de cortar impunemente la última actuación de Lady Gaga en su momento de mayor clímax dramático y más intensa belleza musical para concederse a sí mismo el protagonismo de la canción y de la secuencia que cierra el film. Hay que quererse mucho para perpetrar semejante impudicia… Carlos F. Heredero

 

BAD TIMES AT THE EL ROYALE, de Drew Goddard (Clausura, fuera de concurso)

El primer film de Drew Goddard (The Cabin in the Woods) no hacía presagiar que en su segunda realización fuera a escoger un camino tan mimético como el que deja al descubierto el pequeño, a ratos divertido pero excesivamente largo juguete (140 minutos) que constituye Bad Times at the El Royale. Como un evidente Tarantino wannabe, Goddard construye aquí un artefacto que unas veces desvela inequívocas deudas con Pulp Fiction, otras con Reservoir Dogs y otras con Kill Bill, sin que en ningún momento las imágenes consigan transmitir la frescura ni la vitalidad del original. El mayor error de la propuesta consiste, de forma evidente, en el empeño de ofrecer los antecedentes de todos y cada uno de los personajes encerrados en el motel que da título al film mediante sucesivas y largas secuencias que ralentizan mucho la acción, que la sacan del escenario principal (sin duda, el mayor hallazgo visual de la película, capaz de conquistar desde el primer momento un protagonismo bien merecido) y que rompen la concentración propiciada por ese espacio. El resto de la trama es un simple mecano, a ratos ingenioso y a ratos bastante reiterativo, que funciona amontonando referencias y géneros con cierto desparpajo, pero sin nada realmente nuevo que ofrecer. Carlos F. Heredero

CÓMPRAME UN REVÓLVER, de Julio Hernández Cordón (Horizontes Latinos)

Cómprame un revólver es una de las películas latinoamericanas más importantes del año, quizás también de los últimos años. Julio Hernández Cordón nos plantea en un primer momento una distopía sobre un México dominado por los narcos y que está perdiendo población a marchas forzadas debido a la práctica desaparición de las mujeres (víctimas de la violencia). Un hombre que ha perdido ya a su mujer y a su hija mayor intenta proteger ahora a la pequeña, Huck, ocultándola y vistiéndola como un niño. La distopía deriva pronto en fábula, cuando, primero, Hernández Cordón cuestiona las formas tradicionales de representación de la violencia, ritualizándola simbólicamente y, después, cuando, tras renunciar a contar la historia (previsible) de los adultos, se queda solo con Huck y sus amigos que, tras un viaje en balsa por un río, se adueñan de una playa en la que la violencia ha sido desactivada y es ya solo eso, un juego de niños. Por más que esta sea una película muy diurna y luminosa, sobre todo en esta segunda mitad, las referencias a La noche del cazador son muy obvias. Cómprame un revólver debería de constituir un punto y aparte, también un motivo de reflexión para tantos festivales europeos y norteamericanos obsesionados con una visión unívoca del cine latinoamericano, condenado a repetir siempre el mismo cóctel de violencia y sordidez con el fin de fomentar la condescendencia y el paternalismo de sus bienintencionados espectadores. Pocas veces se ha dicho tanto sobre cómo representar la violencia en la sociedad latinoamericana sin caer en la explotation miserabilista. Jaime Pena

LA CASA LOBO, de Cristóbal León y Joaquín Cociña (Zabaltegi)

Curioso experimento animado, maliciosa variación del cuento de los tres cerditos y el lobo, suculento comentario sobre el caso Colonia Dignidad, atrevida fábula político-existencial en forma de fake, este primer largo de Cristóbal León y Joaquín Cociña intenta comprimir en 73 apretados minutos todo un universo que no cesa de desbordarse por los agujeros del relato, si es que puede hablarse de algo parecido. Lo importante es la casa, cuatro paredes a las que va a parar una muchacha huida de una extraña comunidad religiosa, cuya peripecia cuenta una inquietante voz en off. Pues se trata de paredes móviles, más bien paneles, que se van transformando a sí mismas segundo a segundo, en una impresionante sucesión de figuras que se construyen y destruyen a una velocidad pavorosa. Entre el cine de terror y el cuento sarcástico, entre la vanguardia visual y el experimento sonoro, La casa lobo no es una película, sino un fluido maligno, un virus mutante que deja ver sus distintas caras con penetrante capacidad de fascinación, pero que también necesitaría de su propio antídoto para adquirir un poco más de coherencia: al terminar, uno tiene la sensación de haberse montado en una montaña rusa tan vertiginosa que apenas le ha dejado ver otra cosa que no sea su propia carrocería. Carlos Losilla

SOBRE COSAS QUE ME HAN PASADO, de José Luis Torres Leiva (Zabaltegi)

Tras algún que otro corto y varios largometrajes, muchos de ellos presentados en San Sebastián, he aquí el último trabajo del chileno José Luis Torres Leiva, una pieza breve que aúna contemplación y reflexión con emotiva fluidez, en lo que se diría una sucesión de notas visuales que podrían formar parte bien de un diario filmado, bien de una ficción fragmentaria e inconclusa. Se basa en el libro de Marcelo Matthey del mismo título, para ilustrar con aparente despreocupación los pensamientos y los actos, todos ellos de apariencia contundentemente nimia, de un protagonista sin rumbo, puede que de escandalosa indolencia, cuyos movimientos y paseos van trazando poco a poco una especie de miniatura zen, quizá el reflejo perfecto de un imaginario que se va formando lentamente en su constante enfrentamiento con el mundo. Hay momentos memorables –el desmontaje de una puesta de sol y su opuesto, el amanecer, o la paranoia controlada que incluye a un personaje imaginario– y otros más neutros, pero el conjunto exhibe una placidez no exenta de preguntas sin respuesta, como si todo empezara y terminara en un punto siempre ilocalizable. Carlos Losilla

BABY, de Liu Jie (Sección oficial)

Producida por el gran Hou Hsiao-hsien, esta pequeña y humilde producción toma como referencia la legislación china sobre los niños de acogida y sobre la propiedad de las viviendas de las personas ancianas para contar la historia de una joven empeñada a toda costa en salvar la vida de una bebé –aquejada de la misma enfermedad que padecía ella cuando fue adoptada– a la que sus padres quieren abandonar sin proporcionarle tratamiento médico. La anécdota es en sí misma muy pequeña y la realización de Liu Jie tampoco contribuye a inyectar o generar otras posibilidades de lectura más allá de la prosaica narración de los hechos. No se trata de una mala película, pero es difícil encontrar en ella algo que vaya más allá de una aseada puesta en escena y de un sensible retrato femenino, nada despreciables, por lo demás. Carlos F. Heredero

BABY, de Jie Liu (Sección Oficial),

Resulta imposible estimar (y especificar el instrumento para su medida) el valor de una vida humana. Dejando a un lado operaciones religiosas, cálculos políticos y cuentas ideológicas imposibles (o cinematográficas con Iñarritu y sus 21 gramos), se puede aseverar que la singularidad inherente al ser humano lo convierte en incalculable. En Baby, la joven Jiang Meng es la encargada de arrojar luz sobre este debate al intentar salvar la vida de un bebé enfermo a quien sus padres dejan morir. La cámara de Jie Liu sigue de cerca a esta mujer en una cruzada personal con la que empatiza, a la vez que la acompaña en su frustrante situación de hija de acogida. Huérfana en lo legal, el personaje que notablemente interpreta Yang Mi destila valor y osadía, un arrojo que traslada al plano físico de su actuación. Meng halla la forma de mantenerse a corta distancia pero dejando el suficiente espacio para que la trama respire. Sin subrayados ni sobreexplicaciones, Baby abre una ventana a las políticas familiares de China, a sus alcances y contradicciones. Un acercamiento certero donde la sencillez de su puesta en escena es el mejor reflejo del mesaje que quiere transmitir: la importancia única de una vida, sean cuales sean las políticas que la gobiernen. Cristina Aparicio

ENTRE DOS AGUAS, de Isaki Lacuesta (Sección oficial)

Isra y Cheíto, los dos hermanos adolescentes de La leyenda del tiempo (2006), se han hecho mayores. El primero sale de la cárcel, donde fue a parar por tráfico de drogas. El segundo se apuntó a la infantería de marina y, tras terminar una misión, vuelve a la Isla de San Fernando (Cádiz), donde se reencuentra con su amigo y compañero de fatigas. Han pasado doce años desde que los vimos por primera vez en la pantalla y ahora ya son adultos, pero el paro, la desestructuración familiar, la crisis económica y la carencia absoluta de horizontes sociales siguen amenazando la vida de un entorno del que la nueva película de Isaki Lacuesta traza una radiografía durísima y desoladora. Y no es desde luego el único mérito de un film que sabe extraer de sus raíces documentales destellos de verdad y de emoción que emergen desde la ficción que, a fin de cuentas, el cineasta sabe construir sin traicionar la realidad humana y vital con la que moldea dos personajes (dos criaturas de ficción) que son, al mismo tiempo, dos personas reales, que se nos hacen cercanas, conmovedoras y auténticas. En esa ambivalencia reside la mayor conquista de una película que consigue extraer genuina ficción de lo real y valiosa realidad de su ficción. Será necesario volver con más calma a las entretelas de un film que, sin embargo, termina por hacerse un poco demasiado largo y al que le habrían venido bien mayores dosis de contención y de síntesis. Carlos F. Heredero.

THE THIRD WIFE, de Ash Mayfair (Nuevos Directores)

Una mancha de sangre en unas sábanas blancas da cuenta de la pureza con que May, de catorce años, ha llegado al matrimonio. Con ella de pie, junto al tejido colgado de un arbusto, un plano fijo perpetúa una práctica aún vigente en ciertos países con la que demostrar la virginidad de las mujeres. La ópera prima de Ash Mayfair se remonta al Vietnam del siglo XIX, al momento en que esta niña se convierte en la tercera esposa de un terrateniente. A través de los ojos de May, el espectador asiste a la confrontación de la joven con el mundo real, una transición acelerada donde la sexualidad, el matrimonio y la maternidad son una misma etapa vital. Mayfair rueda sin prisa, deleitándose en la mirada de esta niña que, tras la ilusión inicial que acompaña a lo nuevo, se impone la crudeza de las normas patriarcales. Sin apenas recurrir al uso de flashbacks, destaca el momento en que se insertan las imágenes de su llegada a la finca, del instante en que su vida quebró y dejó de ser suya. Momento en el que, quizá, todo se inundó de una claridad aterradora (de revelación mundana). La realizadora cierra la cinta con la mirada de otro personaje: una mirada que desafía las añejas tradiciones aún vigentes, un acto de rebeldía claro y simbólico que apuesta por liberar anclajes machistas y obsoletos; una provocación en busca de la empatía. Porque solo hay una forma de romper el circular devenir de la historia de las mujeres, y a veces la única manera es cortar por lo sano. Cristina Aparicio

ARDE MADRID, de Paco León (Velódromo)

Años sesenta. Mientras España sufre una dictadura, un sector de la población (más bien unas pocas y selectas personas) afincado en Madrid lleva una vida bohemia sin tiempo para pensar en políticas, políticos o farragosas luchas sociales. Tras Kiki, el amor se hace, Paco León recrea en Arde Madrid lo que pudo ser la estancia de Ava Gardner en la capital. La serie de ocho capítulos producida por Movistar tiene su mayor atractivo en el punto de vista elegido: un relato que se situa del lado del servicio (las criadas, chóferes, ama de llaves, además de los vecinos, Juan e Isabel Perón) para mostrar los entresijos de la estrella hollywoodiense. Desde el primer capítulo queda constancia de la autoría de León tras la cámara: no será hasta casi el final del episodio cuando se vea a la actriz plenamente, después de una multitud de escorzos y planos detalle que van anticipando su aparición. En blanco y negro, destaca la ambientación con que se recrea el Madrid de los sesenta (favorecido por esa ausencia de colores), así como la forma en que las distintas clases sociales se ven reflejadas en los personajes que rodean a la estrella. Una producción de tintes costumbristas que se apoya en el humor (pícaro, deshinibido y picante, muy próximo al de su anterior largometraje) para colorear en gama de grises la ‘glamurosa’ España del Caudillo. Cristina Aparicio

EL MOTOARREBATADOR, de Agustín Toscano (Horizontes Latinos)

En la primera película de Agustín Toscano, Los dueños (codirigida por Ezequiel Radusky), los peones de una finca de Tucumán (Argentina) ocupan la casa principal, usurpando de algún modo el estilo de vida y el lugar de los propietarios siempre que estos están ausentes, lo que sucede a menudo. En El motoarrebatador, primer largometraje de Toscano en solitario, también se plantea una historia de suplantación. Miguel roba junto a un cómplice desde su moto el bolso de una anciana, Elena, provocándole graves daños. Arrepentido, Miguel la visita en el hospital, solo para comprobar que Elena ha perdido la memoria y que no parece tener ni parientes ni amigos cercanos. Poco le cuesta convertirse entonces en el hijo de esa amiga que Elena ha olvidado y que desde hace un tiempo vive en una de las habitaciones del amplio departamento de la señora. La amnesia es un marco demasiado tentador y el simulacro adquiere proporciones cada vez mayores. Pero Miguel no es el único que piensa lo mismo y El motoarrebatador se convierte entonces en un duelo a varias bandas entre varios pícaros. Lo que en otras películas latinoamericanas es una inclinación natural por la sordidez y la violencia, en la película de Toscano se le da la vuelta, en cierto sentido aprovechándose de los prejuicios del espectador, y se convierte en material de comedia, una protagonizada por un motoarrebatador melancólico que busca la redención, eso sí, una comedia quizás en exceso amable. Jaime Pena

LOS SILENCIOS, de Beatriz Seigner (Horizontes Latinos)

Huyendo de la guerra colombiana, una madre llega con sus dos hijos a una isla en la misma frontera entre Colombia, Brasil y Perú. En pleno Amazonas, la isla es una suerte de refugio o, como lo explica la propia directora, la brasileña Beatriz Seigner, Los silencios es “una película de fronteras entre los vivos y los muertos, entre documental y ficción, entre las aguas de los ríos que confluyen”. La madre busca a su marido, mientras está pendiente de que un abogado le negocie una indemnización en el caso de que haya muerto en la guerra. Pero el marido se presenta inesperadamente, primero ante su hija. Pronto sabremos que tanto él como muchos de los habitantes de la isla son en realidad fantasmas, como si la película de Seigner quisiese conformar la gran metaficción latinoamericana en la que el cine de denuncia social fuese de la mano con la tradición del realismo mágico. La pregunta que podemos hacernos es por qué o para qué, ya que en realidad el único interés de Los silencios radica en su parte final, entiendo que la parte documental de la que habla Seigner, cuando a varios de los refugiados de la isla se les interroga sobre el futuro de Colombia y los planes de paz. Sus respuestas dejan poco lugar a la esperanza y a la reconciliación. Jaime Pena

LA NOCHE DE 12 AÑOS, de Álvaro Brechner (Horizontes Latinos)

Uruguay, 1973. Bajo la dictadura militar nueve presos Tupamaros son catalogados como ‘rehenes’ y confinados en celdas de castigo. La sinopsis del pressbook de la película lo describe así: “Durante más de una década, los presos permanecerán aislados en diminutas celdas en dónde pasarán la mayoría del tiempo encapuchados, atados, en silencio, privados de sus necesidades básicas, apenas alimentados, y viendo reducidos al mínimo sus sentidos.” La película de Álvaro Brechner, en un registro muy distinto al de Mal día para pescar o Kaplan, se centra en tres de esos cautivos. El título define el marco temporal, y el hecho de basarse en un episodio muy conocido, pues uno de esos prisioneros es el mismísimo Pepe Múgica (Antonio de la Torre, sic, estamos ante un coproducción española), resta suspense a la historia. Podemos saber que los tres sobrevivirán (como sabemos que Neil Armstrong pisó la Luna, pero First Man posibilita que dudemos si llegará a alcanzar su objetivo) pero el suspense no es una alternativa dramática que maneje Brechner. La sensación de aislamiento, de falta de comunicación, de silencio y oscuridad que sugiere el título nunca se hace presente en una película que quiere ser ante todo luminosa y ruidosa, intentando a toda costa que el espectador no comparta emocionalmente el destino de sus protagonistas. La propia idea de la monotonía de los días y del paso del tiempo está ausente y cada diez o quince minutos un rótulo nos avisa de que ha pasado un año, con el agravante de que en la parte final (la característica impaciencia de los productores) se acelera esta progresión y los últimos tres años se condensan en una secuencia de montaje que enlaza con la salida de prisión y el recibimiento multitudinario. Entre tanto asistimos a un sucesión de episodios de violencia (las torturas) y anécdotas, algunas con una inequívoca vis kafkiana que son lo mejor de la película (Huidobro intentando convencer a sus carceleros de que le aflojen las esposas para poder agacharse y cagar; Rosencof convirtiéndose en el redactor de las cartas de amor de sus carceleros; Múgica chantajeando a un sargento con desvelar sus infidelidades). La sensación es que La noche de 12 años llega demasiado tarde, cuando una cierta complacencia ha vencido a la rabia, de ahí que esta colección de postales no logre desterrar en ningún minuto de su metraje que estamos al borde de la pura abyección. Jaime Pena

SUEÑO FLORIANÓPOLIS, de Ana Katz (Horizontes Latinos)

Tercera aparición donostiarra de Mercedes Morán, aunque en un registro muy distinto al de Familia sumergida (no vi la inaugural El amor menos pensado), Sueño Florianópolis se centra en las vacaciones de una familia argentina en la ciudad turística brasileña del título. Estamos en los años noventa, en un período en que, como recuerda un par de veces el personaje de Morán, Lucrecia, el cambio de la moneda es muy favorable y los argentinos enfilan la ruta de Florianópolis. Lucrecia viaja con su marido, Pedro, y sus dos hijos, Flor y Julián, rondando ya la veintena. Lucrecia y Pedro son psicoanalistas y el viaje, que ya habían realizado muchos años atrás, es una especie de terapia. ‘Técnicamente’ se han separado y las vacaciones, que coinciden con el cumpleaños de Lucrecia, representan algo así como una última oportunidad. Pero la idea de la separación se presenta como algo ineludible. Sus caseros, Marco y Larissa, también están separados y una pareja de pacientes de Lucrecia y Pedro, los Benítez (ella, Ana Katz), que también están en Florianópolis. El punto de partida podría aparentar el de una característica comedia de rematrimonio, pero el sol, las playas, las caipirinhas, los garotos y las garotas (Lucrecia se lía con Marco, Pedro con Larissa, el hijo de los caseros con Flor…) llevan la película por otros derroteros, en principio un tanto inesperados, sin abandonar nunca el tono festivo, tampoco su poso melancólico, como si se tratase de una canción de Vinicius de Moraes. Sueño Florianópolis no es solo una gran película, también un soplo de aire fresco en la sección Horizontes Latinos. Jaime Pena

LOS QUE DESEAN, de Elena López Riera (Zabaltegi)

Tercer cortometraje de Elena López Riera, ganador del Pardino de Oro en Locarno, Los que desean es también la tercera entrega de una posible trilogía que empezó en 2015 con Pueblo y siguió en 2016 con Las vísceras, todos ellos dedicados a explorar el rol que los orígenes de la cineasta desempeñan en su imaginario actual. Y, en este sentido, quizá este sea el más sutil e inextricable de los tres: una competición que implica a hombres y palomas, la voz en off de la directora que recita algunas de sus reglas y algunas imágenes que renuncian al relato para seleccionar unas cuantas estampas y retratos que actúan a modo de esbozo de un lugar, Orihuela, y también de interrogante acerca de su significado para alguien que proviene de allí pero ahora se ve condenado a verlo todo desde la distancia. ¿A quiénes corresponden esos nombres que se recitan al final? ¿Qué son esas luces al anochecer? ¿Qué pretenden conseguir esos hombres en esa competición? Pues el cine es eso: un deseo –como el que sirve de espoleta a las palomas para su apareamiento, pero también a López Riera para indagar en lo que ha dejado atrás– que a veces no puede satisfacerse únicamente con una cámara. Un fascinante poema visual. Carlos Losilla    

LAS HIJAS DEL FUEGO, de Albertina Carri (Zabaltegi)

La nueva película de Albertina Carri, presentada en el último Bafici, es una sucesión de enfrentamientos: con las normas sociales imperantes, con las normas cinematográficas del cine de art et essai, e incluso con los límites del ‘buen gusto’, según como lo entiende no solo una cierta clase social, sino también un determinado concepto de la cultura. Una chica que trabaja en un observatorio en la Tierra del Fuego recibe a su novia, con la que decide emprender un viaje a casa de su madre. A partir de ahí, sin embargo, se irán sumando a la expedición más y más mujeres, decididas a explorar el deseo sexual hasta sus últimas consecuencias. Carri filma todo eso como si se tratara de una película porno, sin renunciar ni al sexo explícito ni a los planos de detalle. Y lo enfrenta con una voz en off que reflexiona sobre el carácter teórico de ese tipo de representación, su significado para el imaginario femenino y las dudas que plantea en todos esos aspectos. Como Pasolini en Saló –película que también desempeña un papel determinante en Le Livre d’image, de Jean-Luc Godard, vista igualmente en Zabaltegi– la cineasta argentina pelea contra su propia puesta en escena en un combate áspero, contradictorio, finalmente intrigante. Y el resultado puede que sea desigual y a veces hasta absurdo, pero a la vez se sitúa valientemente a la intemperie en un acto irreversible de rebeldía, plantea una pregunta angustiada sobre el acto de hacer cine en determinadas condiciones de producción. Carlos Losilla

BELMONTE, de Federico Veiroj (Zabaltegi)

Belmonte es un pintor que espera dos acontecimientos en su vida: el nacimiento del hijo de su ex mujer y la aparición del catálogo de su nueva exposición. Mientras tanto, recoge a su hija en el colegio, visita el puerto de su ciudad más o menos regularmente y se relaciona con sus padres y su hermano, que tampoco aportan demasiado a su tediosa existencia. No crean que Federico Veiroj ha dirigido esta película como si se tratara de un dramedy, uno de esos artefactos prefabricados que tanto abundan en el cine de hoy. Al contrario, su puesta en escena se coagula en ese día a día sin horizontes con ritmo hipnótico, se rompe en ocasiones a sí misma a través de fugas inesperadas hacia un humor perturbador, y no espera llegar a ninguna conclusión que no sea el final de un ciclo, quizá la culminación de una crisis existencial que se detiene para volver a empezar, seguramente ya fuera de campo. Otro más de los antihéroes confusos y desorientados de Veiroj –como el cinéfilo enamorado de La vida útil o el obseso contrariado de El apóstata–, el pintor Belmonte da título así a una película extraña y misteriosa, pero también diáfana: su belleza proviene de rehuir siempre el artificio fácil, de explorar nuevos territorios con simplicidad y honestidad. Carlos Losilla

NEON HEART, de Laurits Flensted-Jensen (Nuevos directores)

Decía Godard que el travelling es ‘una cuestión moral’. Este axioma se podría aplicar también a Neon Heart y su uso del montaje: una rápida sucesión de fotografías tomadas a Laura durante su estancia en el mundo del porno se intercala con imágenes de cuando era niña. Laurits Flensted-Jensen escribe y dirige esta historia sobre sexualidad forzada, negada o regalada donde la manipulación emocional se impone en una puesta en escena que recurre a lo sensacionalista, a los forzados y sobreexplicativos paralelismos (visuales y argumentales), así como a escenas de sexo explícito, tan provocadoras como gratuitas. En su intento por complicar la narración en cuanto a las diatribas morales de sus personajes, el director se asoma a la vida de tres personas y la relación que cada una tiene con el sexo. El peligro de la operación se encuentra en equiparar la sexualidad de tres personas cuyo punto de partida es tan distinto y tan poco comparable. El inicio del film, cámara en mano, grabado a modo de video doméstico (el mismo formato empleado en las escenas de Laura y su incursión en el porno), supone una interesante reflexión sobre la cámara subjetiva y la identificación con el voyerista: una mirada dirigida y condicionada sobre Laura, una fuerte descarga de violencia de un aniquilador que se mantiene siempre detrás de la cámara. Una gran hallazgo visual perdido en una confusión de rara moral y perversiones contradictorias. Cristina Aparicio

ASH IS PUREST WHITE, de Jia Zhang Ke (Perlas)

Soy prisionera del universo”. Qiao (Tao Zhao) se define a sí misma con estas palabras tras pasar una larga temporada en prisión. Ya libre, ella se considera aún recluida, nada más y nada menos que por un poder cósmico. Con múltiples aristas, desprovista de maniqueísmo y tan imprevisible como cautivadora es la protagonista del relato escrito y dirigido por Jia Zhang Ke, una mujer cuya determinación y valentía condiciona su destino. Además de la construcción de este personaje (impecable interpretación de Zhao, de una notable versatilidad para ajustarse al tono cambiante de la película), son muchas las virtudes que el cineasta imprime a la cinta: la sutileza de la que reviste el conjunto (contando desde la insinuación, mostrando visualmente lo que las palabras no necesitan contar); la incursión del humor sin perder el tono trágico en el que se edifica el relato; los largos planos donde la cámara se mueve por el espacio registrando la escena en su conjunto, dejando respirar a sus personajes (la escena del disparo, clave en la trama, donde ningún corte permite que se pierda de vista el revolver, algo intrascendente en términos generales pero definitorio para Qiao); y las elipsis temporales, cortes visibles que se traducen en transiciones nada bruscas (expresadas a través de los objetos tecnológicos, pero sobre todo en las actitudes de sus personajes). En definitiva, una gran historia de amor de sutiles proporciones que respira libre y sin cortes, en un largo y durarero plano. Cristina Aparicio

VISION, de Naomi Kawase (Sección oficial)

La filmografía de Naomi Kawase se adentra más y más, a cada nuevo título que la prolonga, en los ritmos sensoriales de un panteísmo naturalista que la cineasta se esfuerza en traducir mediante planos cenitales de un bosque movido por el viento, contrapicados de los árboles atravesados por rayos de sol, planos inundados de radiación solar, hojas mecidas por el aire y todo tipo de insertos –tomados de la vegetación– que denotan una y otra vez ese ‘esfuerzo’ ilustrativo. Y ahí está el problema, precisamente, porque se trata de una tarea en la que la directora se ‘esfuerza’, no de un sentimiento que Kawase consiga hacer nacer desde dentro, o logre inyectar de manera orgánica a sus imágenes. Y ese ‘esforzado’ trabajo se va haciendo más y más impostado a cada nueva película que realiza. Si Aguas tranquilas, Una pastelería en Tokio y Hacia la luz denotan cada una de ellas más que la anterior esa disociación entre las entrañas dramáticas de lo que se pretende contar y su recurrente manera de ilustrarlo, en Vision esa dicotomía llega casi al paroxismo, y además diluida en un montaje harto confuso que apenas deja espacio para decantar sus líneas narrativas (la rememoración del pasado por parte de una mujer francesa que regresa a un bosque japonés en busca de una mágica planta medicinal y emprende una relación con un guardabosques). El resultado es un cóctel que roza la cursilería más naíf, y en el que los pensamientos, las capas temporales, la vegetación boscosa y los impulsos de los personajes se entremezclan sin que ni siquiera la mismísima Naomi Kawase pueda trasladar la sensación de saber lo que realmente quiere contar. Carlos F. Heredero

El último trabajo de Naomi Kawase, Vision, supone un alegato ecologista desprovisto de convencionalismos o modas new age, optando en su lugar por una concepción más próxima a lo ancestral. En medio de la naturaleza (un recóndito rincón de la región japonesa de Nara), dos personas predestinadas a encontrarse presenciarán un acontecimiento legendario de consecuencias universales. Con un estilo intimista propio de su filmografía, la cineasta parte de las experiencias cercanas de las personas que habitan ese lugar, y cuyas búsquedas se remontan muy atrás, conectando con el presente (y con el futuro) más de lo que parece a priori. A partir del uso de flashbacks, la ambigüedad inicial empieza a tomar forma al menos en lo que a temporalidad lineal se refiere. Quedará sin esclarecerse la mística de la cinta, pero esto tiene una importancia menor al lado de la grandeza de unas imágenes sobrecogedoras, una hermosa fotografía que detalla la vida microscópica y un tratamiento del sonido atmosférico que se convierte en un personaje más. Kawase incide en la idea del amor a través de las palabras que la ensayista francesa (interpretada por Juliette Binoche) repite (con cierto sentido del mantra) y que se superpone a las imágenes del fluir natural del entorno: “el amor es tranquilidad y movimiento al mismo tiempo”. Una preciosa sentencia ilustrada con el mejor de los ejemplos. Cristina Aparicio

ROMA, de Alfonso Cuarón (Perlas)

Reciente todavía el León de Oro ganado en Venecia, la nueva película de Alfonso Cuarón (una producción Netflix que en España solo será posible ver en su plataforma televisiva) es, ciertamente, una de esas obras que nacen de un impulso íntimo en feliz armonía con sus formas cinematográficas. El cineasta mejicano rescata para su película más personal (escrita, fotografiada, dirigida y montada por él mismo) los ecos de su infancia desde la perspectiva de Cleo, la humilde sirvienta de una familia acomodada en el barrio que da título al film. Se puede hablar de muchas cosas a propósito de esta admirable conquista fílmica (y espacio habrá para ello en nuestro número de diciembre): de la incisiva pero nada explícita manera con la que están retratadas las relaciones de clase, de cómo el agitado contexto histórico de la época resuena sobre las vidas íntimas de los personajes, de cómo el tratamiento del espacio aprovecha cada centímetro de los anchos encuadres en 1:2,35 para llenarlos de una minuciosa ambientación y de un atrezo siempre significantes, de cómo la puesta en escena se funde con un sutil desglose que tiende hacia el plano-secuencia, etc., pero en esta primera aproximación prefiero quedarme con la orgánica armonía con que las formas engendran un relato que se despliega con fluidez y con penetrante y simultánea capacidad de análisis. Ahí reside, a juicio de este cronista, uno de los secretos que hacen de Roma una obra elegíaca sin ser en absoluto nostálgica, un film íntimo que nunca pierde la perspectiva histórica, un retrato individual que emerge con naturalidad del entorno colectivo, una narración preñada de genuina emoción para nada sentimental. Una gran película, en definitiva. Carlos F. Heredero

HIGH LIFE, de Claire Denis (Sección oficial)

Una posible sinopsis argumental podría dar un cierto sentido narrativo a esta nueva y atípica propuesta de Claire Denis. Sería algo así como lo siguiente: un grupo de asesinos y convictos, enviados al agujero negro más lejano de la Tierra, han sido confinados en el espacio exterior, donde Monte –al que han extraído semen contra su voluntad– es padre de un niña, Willow, que finalmente despierta en su progenitor sentimientos que antes no conocía y que llega a hacerse adolescente. Sin embargo, este relato solo se puede recomponer si rellenamos las grandes y abruptas elipsis que interrumpen la continuidad y si deducimos con atrevimiento algunas sugerencias que parecen implícitas, puesto que en realidad, y como casi siempre sucede en su filmografía, a Claire Denis parece importarle mucho más el tratamiento de los cuerpos y de la carne, de los fluidos y de la materia, que el andamio narrativo de una historia que, como tal relato, debe recurrir incluso –de manera tan tosca como impostada– a una burda secuencia explicativa (la del tren, incrustada con calzador para que un señor nos explique que los delincuentes están siendo enviados al espacio) y que salta de manera caprichosa de una situación dramática a otra sin mucha lógica interna. Con todo, y con la sombra inequívoca de Solaris (Tarkovski) sobrevolando sobre el conjunto, High Life es una valiente y arriesgadísima incursión en el territorio de la ciencia-ficción distópica, a la que su directora despoja sin miramientos de todos los tópicos y servidumbres habituales del género para sumergirse, sin red y con ejemplar audacia, en una exploración que, por momentos, resulta verdaderamente fascinante (gracias a una intensidad formal y a un trabajo con las texturas más que notable) y que, en otras ocasiones, se muestra casi ortopédica, caprichosa en sus cambios de punto de vista y hasta plana en algunas secuencias. Cara y cruz de una de las obras más valientes y originales de la sección oficial. Carlos F. Heredero

AN ELEPHANT SITTING STILL, de Hu Bo (Zabaltegi)

Un adolescente desorientado, una chica enfrentada con el mundo, un pequeño delincuente en crisis, un anciano a punto de dar con sus huesos en una residencia geriátrica: he aquí los personajes principales de esta crónica mastodóntica –a juzgar por sus cuatro horas de duración, pero también por su título– en la que un incidente nimio deja paso a un apocalipsis lento y moroso, que despliega toda una serie de trayectorias entrecruzadas que hubieran abrumado al mismísimo Robert Altman. Pues aquí se trata de indagar en el horror de un tiempo expandido, que deja ver todas sus costuras a lo largo de un día en la vida de esos héroes inciertos. A través de primeros planos agobiantes, que se pegan a los personajes como lapas viscosas, la película presenta su entorno como un conglomerado indiscernible de sombras siempre desenfocadas, como si en la pantalla no existiera otra cosa que unas cuantas conciencias abrumadas paseándose por una ciudad de pesadilla. Y cada grito, cada insulto, cada enfrentamiento, cada golpe, caen sobre el espectador como un mazazo, surgiendo de ese infierno magmático con toda la fuerza acumulada durante su deambular inútil.

Puede que haya algún que otro bache en este viaje interminable que nunca hace prisioneros, pero todo queda compensado por un vigor físico que no cesa en su empeño, por una fuerza misteriosa que nos acompaña durante la totalidad del recorrido. Y no hay condescendencia alguna, ni tampoco regodeo, por parte del director Hu Bo –fallecido antes de que la película ganara el Premio Fipresci en Berlín–, poseedor de un estilo que sabe mezclar la pena con la piedad y rematar el resultado con un amor por sus personajes que hace pensar en Nicholas Ray o Jean Eustache. El último plano, en fin, uno de los más hermosos del cine reciente, culmina esta película con serenidad conmovedora, con humildad infrecuente. De permitírnoslo Godard, diríamos que esta es la mejor película presentada en Zabaltegi en lo que llevamos de festival. Carlos Losilla

LONG DAY’S JOURNEY INTO NIGHT, de Bi Gan (Zabaltegi)

De los festivales de cine gotean últimamente grandes cantidades de lo que se podría llamar ‘truculencia estética’. Se trata de encandilar al circuito programadores-jurados-críticos-espectadores, no sé si en ese orden, con unas cuantas imágenes que nacen ya con vocación de ‘inolvidables’, muchas veces sin haber pasado las pruebas de eso que llamamos puesta en escena ni haber sido objeto de la reflexión suficiente por parte de sus creadores. En ocasiones, basta con eso para llenar una película entera, como en la agotadora Roma, de Alfonso Cuarón –ganadora en Venecia y presente en las Perlas donostiarras–, donde cada minuto parece pensado para cortar de raíz nuestra capacidad de reacción: el director mexicano ha decidido de antemano que estamos ante una obra maestra y punto. Otras veces, sin embargo, el virus se cuela por las grietas menos pensadas y lastima parcialmente lo que podría haber sido aún mejor de no haber venido tan calculadamente empaquetado.

Para mi gusto, esta segunda opción empaña parcialmente los innegables logros de Long Day’s Journey into Night, el segundo trabajo de Bi Gan tras la celebrada Kaili Blues. Vitoreada en Cannes, se sumerge con pasión en el universo de las imágenes de la ensoñación para intentar discernirlas, y en ello su apuesta es admirable. ¿En qué se diferencia el sueño del recuerdo, el relato reconstruido de la fantasía epifánica? ¿Y cómo se relaciona eso con el cine, el medio perfecto para representar esa ordalía onírica? A partir de un héroe a medio camino entre el film noir y las ficciones de Wong Kar-wai, que a su vez se mueve en un universo concebido entre Fellini y Resnais, la película decide que todo ello forma parte del mismo magma y se dedica vanamente a intentar organizarlo, de modo que la historia de ese tipo que regresa a Kaili para reencontrar a la mujer que amó deberá pasar por varias etapas iniciáticas hasta llegar a una larga y apabullante secuencia final, filmada en un único plano y en 3D, que certifica a la vez su fracaso y el triunfo de la propia película. Este crítico, no obstante, no puede evitar la sensación de que Bi Gan, en determinados momentos, busca más el efecto que la coherencia, cae en un cierto exhibicionismo esteticista que lastra incluso algunas de las cumbres más trabajadas de su apuesta. Carlos Losilla

TROTE, de Xacio Baño (Zabaltegi)

El primer largometraje de Xacio Baño podría responder punto por punto a una cierta idea del cine: los silencios como signo de identidad, las elipsis como marcas de puntuación, los rostros graves e impasibles como metonimia de cuerpos a la deriva. Y ello podría dar lugar a una peligrosa mecanización del relato, a una previsibilidad –formal, pero también emocional– que acabara jugando en contra de la película. No se puede negar que algo de eso hay en Trote, pero tampoco que Baño va más allá de estos presupuestos de partida para ofrecer un trabajo terso y tenso, un apunte al carboncillo que en el fondo resulta menos trascendente de lo que parece. Por supuesto, estamos ante una descomposición familiar: la muerte de la madre en un misterioso accidente de coche, el dolor disimulado y feroz del padre, el malhumor cósmico del hijo y la estupefacción de su mujer, las deambulaciones sin rumbo de la hija. Y, claro está, el entorno al que alude el título: un pueblo del interior de Galicia en el que se celebra la ‘Rapa das Bestas’, donde se trata de capturar caballos, inmovilizarlos, marcarlos a fuego. Baño captura igualmente instantes de ese viaje inmóvil de los protagonistas y los conduce hacia la formación de un mosaico hecho de gestos fugaces, miradas que no contemplan nada y relaciones siempre frustradas, tanto como las ganas de huir o de comunicarse de los personajes. Cuando estas viñetas son concebidas como piezas de un discurso que necesariamente debe culminar en la gran metáfora de la ‘Rapa’, Trote se convierte en una película algo rígida y mecánica. Cuando, en cambio, se muestran en sí mismas, libres y desnudas, la propuesta de Baño alcanza una densidad emocional reconcentrada y brutal, que da lugar a sus mejores momentos: el baile, el ataque nocturno a la casa, el enfrentamiento en la panadería… Carlos Losilla

GIRL, de Lukas Dhont (Perlas)

Una de las grandes virtudes de la cinta de Lukas Dhont es la ausencia de pretensión de generalizar un conflicto tan personal, particular y propio como el que puede haber en lo relativo a la identidad de género. La ópera prima del cineasta belga muestra la odisea de Lara por llegar a ser quien es, alguien encerrada en el cuerpo equivocado y con el que debe enfrentarse a su entorno. El cuerpo es el campo de batalla de esta lucha por la aceptación y el reconocimiento, víctima y verdugo de la infeliz situación de Lara. Dhont diseña una puesta en escena que, por un lado, pone el énfasis en las heridas físicas, en las magulladuras de un cuerpo que se resiste a cambiar con reiterativos (y necesarios) planos de sus pies, de su cuerpo desnudo frente al espejo; y por otro, trasladando el estado psicológico del personaje (un frenético malestar, la confusión y la urgencia) con rápidos movimientos de cámara mientras ella baila (destaca la forma en que prescinde de tópicos de las películas de danza y evita recurrir al deslumbramiento de las coreografías). Girl es una cinta que, tratando temas del cine de realismo social, se convierte en un particular retrato cuya estética no puede estar más alejada de esos parámetros. Más próxima al documental, la cámara de Dhont sigue a su protagonista incluso cuando se auguran las más desgarradoras y cruentas situaciones. Porque aún hoy el culto al cuerpo, a los cánones de belleza, sigue condicionando comportamientos e incomodando miradas, y por eso es valentía mostrar lo que tantos sufren escondiendo. Cristina Aparicio

ILLANG: THE WOLF BRIGADE, de Kim Jee-woon (Sección oficial)

En el origen está el manga Kerberos Panzer Cop, de Mamoru Oshii, con dibujos de Kamui Fujiwara. Después las dos películas de anime dirigidas por Oshii sobre su propio manga y, más tarde, el film Jin-roh, de Hiroyuki Okura (1999), tercera entrega de la trilogía fílmica sobre la obra original de Oshii. Y ahora llega la versión de Kim Jee-woon en imagen real que se basa, especialmente, en el film de Okura. Estamos en la Corea de 2024, a las puertas de una conflictiva reunificación con el Norte y metidos de lleno en una distopía solo relativamente anticipatoria en la que los conflictos entre diferentes cuerpos de seguridad del estado han degenerado en bárbaros y violentos enfrentamientos en las calles y, sobre todo, en las cloacas de la ciudad. La película tiene un prólogo que hace presagiar un thriller futurista de ciencia-ficción entreverado de anime, pero luego, a medida que el relato avanza, la narración deriva hacia un formato mucho más convencional y acaba por desembocar en una mera película de acción, tiroteos y persecuciones filmada casi siempre con notable competencia técnica y con una inteligente utilización de algunos escenarios, pero con muy poco más que ofrecer. Demasiado larga (139 minutos), demasiado repetitiva y demasiado convencional en su trama amorosa, la propuesta no pasa de ser un espectáculo un tanto confuso en su tejido narrativo y más bien plano en lo dramático. Carlos F. Heredero

ANGELO, de Markus Schleinzer (Sección oficial)

Segundo largometraje dirigido por un estrecho colaborador de cineastas como Michael Haneke, Ulrich Seidl y Jessica Hausner, Angelo cuenta la historia de un africano trasladado a Europa en el siglo XVIII, cuando tenía diez años, luego convertido en sirviente de la nobleza ilustrada, más tarde huésped apreciado y motivo de atracción para la aristocracia hasta que su matrimonio con una joven criada le acarrea el rechazo de la corte. Nada hay empero de realista ni de naturalista en una representación que, desde el principio, se desvela explícitamente como tal (a partir del momento en el que la selección de los niños se hace en un almacén con luz eléctrica) y que además está filmada en formato 1:1,33, casi siempre en plano-secuencia, con un decisivo trabajo sobre el fuera de campo y articulada por sucesivas representaciones teatrales y musicales –que subrayan la frontalidad con que están filmadas–en las que la figura de Angelo es objeto de observación, curiosidad y análisis por parte de una nobleza que observa al hombre negro como una anomalía prácticamente inhumana. Los ecos lejanos de El niño salvaje (Truffaut) o de El enigma de Gaspar Hauser (Herzog) vienen a veces a la memoria en función de ciertas resonancia temáticas, pero la referencia estética y estilística más pertinente para comprender la naturaleza formal de lo que se nos propone quizás sea el cine de Straub y Huillet. Entre medias se abre paso una reflexión de matriz brechtiana sobre el racismo de las élites aristocráticas del nuevo continente, sobre la dialéctica cultura-civilización y sobre la relación entre la mirada que conforma la identidad y el sentido de la otredad. En las antípodas de las tradicionales ilustraciones historicistas mayoritarias en el cine, Angelo es la propuesta formalista más radical y más diferente de toda la sección oficial, y le plantea al espectador sugerentes retos y no pocos desafíos. Bienvenidos sean. Carlos F. Heredero

QUÉN TE CANTARÁ, de Carlos Vermut (Sección oficial)

Los ecos de Persona (Bergman) y de Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Fassbinder) palpitan de forma inequívoca bajo el nuevo largometraje de Carlos Vermut, presente de nuevo en la competición oficial de Donostia tras haber ganado aquí la Concha de Oro a la mejor película y la Concha de Plata al mejor director con su film anterior (Magical Girl, 2014). La estrecha y vampírica relación entre una estrella de la música pop que se ha quedado sin voz (Nawja Nimri) y la mujer encargada de cuidarla, fanática admiradora suya (magnífica Eva Llorach en una interpretación sobresaliente), sostiene el entramado de un film en el que no faltan –como es habitual en la filmografía de su autor– reconocibles referencias pop, pero en el que se juega a fondo, sobre todo, la progresiva transferencia de personalidad entre las dos protagonistas. En esos pliegues y en ese estrecho filo de la navaja está realmente la película más interesante y más conseguida, la que atesora sugerencias más perturbadoras y la que abre los abismos más inquietantes, pero Vermut se distrae de forma innecesaria (o, al menos, poco productiva), con un tercer personaje (la hija de Eva Llorach) y encamina la última parte del relato más a golpes de guion un tanto caprichosos que de manera coherente y orgánica. Todo ello hace que, al final, quede una cierta sensación de haber asistido al despliegue de un suntuoso artefacto cerebral y más bien frío, que no oculta sus deudas almodovarianas, pero que parece dibujado con mano férrea y sin que las imágenes puedan alcanzar la suficiente respiración como para engendrar una complejidad que, por momento, parece escapársele a Vermut entre fotograma y fotograma. Carlos F. Heredero

No existe una palabra para definir la condición de los hijos en relación con sus progenitores como sí la hay para denominar la de estos últimos: maternidad o paternidad. El lenguaje no deja lugar a dudas: ser hijo no es un estado que cuestionarse, porque nada más nacer se es, sencillamente, persona. Y no existe el instinto de ser hijo. En su tercer largometraje, Carlos Vermut ahonda en esta cuestión desde la óptica de la identidad como constructo. Esta concepción de uno mismo (de la que forma parte importante la relación con los otros, incluidos los padres) es una búsqueda vital que en Quién te cantará se acorta a un momento muy concreto en la vida de Lila (Najwa Nimri), quien debe aprender a ser quien es tras un episodio de amnesia. En lo formal, el cineasta encuadra con precisión cada uno de los elementos sobre los que quiere dirigir la mirada: los planos detalle de las manos, el desenfoque del rostro de Violeta (Eva Llorach) al final de la cinta y, sobre todo, la discusión de esta con su hija (Natalia de Molina), con la primera siempre en cuadro mientras la segunda queda fragmentada en pantalla: Vermut se sitúa así del lado de esta madre abatida y resignada ante las circunstancias. El resultado es una trama melodramática que estilísticamente se reviste de thriller para proponer un juego de identidades, de proyecciones, suplantación y veneración, en un espacio inquietante donde el tiempo parece detenerse, los miedos son corpóreos y la música una fallida catarsis de recuerdos olvidados. Cristina Aparicio

JULIA Y EL ZORRO, de Inés María Barrionuevo (Nuevos directores)

El escenario es perfectamente reconocible, un punto de partida que tiene ya algo de lugar común del cine de los últimos años. Julia vuelve con su hija, Emma, a la que fuera su casa que, tras una larga ausencia, aparenta estar abandonada. Es una casa de campo en la provincia de Córdoba. Julia ha perdido a su marido y, además del inevitable duelo, todavía está convaleciente de un accidente, una pierna rota que aún muestra signos de fragilidad. Un coche accidentado que está en el garaje bien pudiera ser la causa de ambos hechos, la muerte del marido y su pierna rota. Julia es actriz y está planeando volver a los escenarios. En la casa se presenta Gaspar, de su misma compañía teatral, con el que planea una nueva gira. Tenemos por lo tanto la casa, el pasado y un impasse en el que Julia tiene que recomponer su carrera y, sobre todo, la relación con su hija. También poner en orden sus sentimientos, un tanto confusos. Inés María Barrionuevo filma el cuerpo de Julia (una Umbra Colombo que no desmerece en un papel que parece hecho a la medida de un cierto arquetipo de actriz argentina), la filma actuando, montando a caballo (y cayéndose), bailando, intentando masturbarse, bebiendo (y acostándose con Gaspar, aunque este sea gay) o drogándose (y follando con una chica del pueblo a la que acaba de conocer). Pero todo parece una sucesión de momentos bien filmados e interpretados, que responden más a la lógica interna de este tipo de películas (sobre el duelo y la redención) que a una necesidad dramática motivada por el propio punto de partida, como si el escenario se confundiese con la trama. Julia no para de recordarnos lo cansada que está y en un determinado momento ese presunto cansancio (más del guión que del propio personaje) toca a su fin: las aguas vuelven a su cauce, con Emma, con la casa; y basta que veamos que una grúa se lleva el coche accidentado para comprender que el duelo se ha acabado. Jaime Pena

BOKU WA IESU-SAMA GA KIRAI / JESUS, de Hiroshi Okuyama (Nuevos directores)

Nadie puede negar que este primer film del japonés Okuyama aborda un aspecto poco habitual en el cine nipón, al tiempo que se abona a esa reiterada aproximación al análisis de las relaciones familiares –véase Kore-eda, sin ir más lejos–, con especial interés por la figura de las abuelas. Esa novedad viene nada menos que por la vía de una ligera reflexión sobre la existencia de Dios, del Dios cristiano, pues Yura, el niño protagonista, va a confrontarse con ese asunto al iniciar su asistencia a un colegio católico. Ahora bien, dicha reflexión es ligera en cuanto que se apoya en las apariciones de un mini-Jesucristo tamaño ‘madelman’ que en principio hace cumplir sus deseos. El límite de la fe se planteará cuando una terrible circunstancia afecte a su primer y mejor amigo y tal vez la segunda persona de la Santísima Trinidad no cumpla con sus promesas… Modesto film en definitiva, no carente de suave mordiente, me hace constatar de nuevo que, paradójicamente, los niños cinematográficos japoneses ni ven la TV, ni tienen cónsolas o teléfonos móviles… José Enrique Monterde

Un anciano agujerea con su dedo el papel traslúcido de una puerta. Este intrascendete gesto es el comienzo de Jesús, el primer largometraje de Hiroshi Okuyama, una alegoría sobre el despertar religioso de un niño que acaba de mudarse a una zona rural de Japón. Un cambio de ciudad, de casa y de escuela son conflictos que Yura, este joven, no termina de saber encajar, pero será el contacto con el cristianismo lo que le haga verdadera mella. Okuyama encuentra la fórmula para hacer visible un desconcierto interior y lo hace desde parámetros cómicos de realismo mágico, haciendo partícipe al espectador de la imaginación infantil de su protagonista. La religión se convierte para Yura en un asidero emocional con el que suplir carencias afectivas, pero también en un motor que le permite creer en sus propias posibilidades. El deslumbramiento inicial producido por un ser superior (aunque de tamaño pequeño) concededor de deseos empieza a desvanecerse cuando se trunca la vida ‘no mágica’ y se impone la realidad con sus circunstancias.  Así, desde la visión de un niño, el cineasta consigue retratar con gran madurez la compleja relación que supone la fe en el ser humano, una capa traslúcida que por mucho que ilumine impide ver con claridad lo que hay fuera de uno mismo, y hace que al final sea necesario hacerle pequeños agujeros. Cristina Aparicio

VIAJE AL CUARTO DE UNA MADRE, de Celia Rico Clavellino (Nuevos directores)

Pequeña, muy pequeñita primera película de Celia Rico y, sin embargo, espléndido trabajo de la cineasta y muy especialmente de Lola Dueñas y Anna Castillo, madre e hija que centran la mayor parte de la acción. Claro que más que de acción podemos hablar de la capacidad de poner en escena los sentimientos de los personajes, de moverse en el limitado espacio del piso familiar, del uso del WhatsApp cuando la distancia las separa… Sostengamos, pues, que se pueden hacer películas de apariencia muy pequeñita, modestas, que no requieren tantos minutos sobrantes -como en muchos filmes con fútiles pretensiones- y en las que los personajes son normales, sin esos traumas que convierten un festival de cine en un tratado de psicología o incluso, como en este caso, miran la TV… José Enrique Monterde

SERDTSE MIRA / CORE OF THE WORLD, de Nataliia Mehschaninova (Nuevos directores)

Sólida puesta en escena e interpretación en esta producción ruso-lituana que no escatima momentos de gran dureza al mostrar la vida en una granja dedicada a la preparación de perros de caza. El retrato de las labores cotidianas, la leve presión de los animalistas y sobre todo las relaciones entre la familia propietaria del negocio con Igor, un trabajador que ejerce tanto de veterinario como de mozo, centran argumentalmente la película, con especial atención hacia la compleja y desde la infancia traumatizada figura de Igor, eje del relato, sin duda más empático con los animales que con los seres humanos que conviven con él. José Enrique Monterde

IN FABRIC, de Peter Strickland (Sección oficial)

El director de las muy sugerentes Barberian Sound Studio y The Duke of Burgundy se zambulle esta vez a tumba abierta en lo que bien podría haber sido un hermoso cuento fantástico que tiene como protagonista central a un misterioso vestido rojo capaz de generar las desgracias de todos cuantos entran en contacto con él. En el contexto de las rebajas de invierno de unos grandes almacenes y con dos personajes equivalentes como interlocutores principales (dos perdedores que se manejan con torpeza en el territorio amoroso, frustrados ambos en sus aspiraciones y abocados a una existencia vicaria), el vestido en cuestión perpetra los estragos más sangrientos dentro de una propuesta fílmica que está más cerca del giallo italiano (y, por tanto, de sus excesos autocomplacientes, por mucho que ahora se le quieran atribuir imposibles cartas de nobleza desde algunas tribunas) que del cine fantástico más noble. Y es una pena, porque Strickland dispone inicialmente sus materiales apostando por una estilización radical y abriendo múltiples sugerencias, pero muy pronto empieza a acumular giros gratuitos, efectismos innecesarios y truculencias incontroladas que terminan por llevar el film al terreno del grand guignol involuntario, donde acaba por diluirse –prisionera de la arbitrariedad más caprichosa­­– toda su potencialidad. Carlos F. Heredero

Un inquietante murmullo de voces in crescendo envuelve una cotidiana escena de compras en un centro comercial. Esta atmósfera diabólica, más propia de los ritos satánicos que de triviales experiencias consumistas, es la banda sonora con la que Peter Strickland realiza su particular incursión en la sociedad de consumo y la cultura del culto al cuerpo, así como en los sinsentidos del mundo de la moda. In Fabric contiene lo que son ya las marcas de estilo de un realizador fascinado por los giallos italianos de los años setenta y que culmina con este último largometraje en todo un festín de texturas audiovisuales cuyo punto fuerte se encuentra en un preciso equilibrio entre lo cómico y lo terrorífico. El uso de planos detalle o la precisión en el tratamiento del sonido son otros de los rasgos que conforman un trabajo que antepone lo sensorial a lo racional. Dividida en dos bloques, la estructura binaria de la cinta responde a esa fragmentación visual que respira el conjunto y que está tan presente dentro de su filmografía. Imágenes que se desdoblan, reflejos en espejos que se superponen o collages hechos de recortes van trasladando a la pantalla el estado psicológico de sus personajes, una nerviosa radiografía de la psique humana donde la vanidad es una tóxica amenaza y el instrumento de medida la indumentaria. Cristina Aparicio

EL CUADERNO NEGRO, de Valeria Sarmiento (Sección oficial)

Para sorpresa de muchos y, sobre todo, de los que desconocen la filmografía de la chilena Valeria Sarmiento (directora de filmes como Mi boda contigo, Amelia Lopes O’Neill o Rosa la China; pero también esposa y, sobre todo, estrecha colaboradora creativa de Raúl Ruiz), el nuevo trabajo de una de las cineastas más inteligentes del momento presente se ofrece como un folletín de trasfondo histórico extraído de una novela del portugués Camilo Castelo Branco: la historia de una joven sirvienta y del niño al que cuida desde que fue abandonado por sus padres convertida en un relato de aventuras dieciochescas sobre el telón de fondo de intrigas en el Vaticano, romances en la corte de Versalles, lances revolucionarios y conspiraciones antibonapartistas. La película juega muy intencionadamente con un material específica y expresamente folletinesco (niños sin madre, nobles que adoptan a un huérfano, ministros de la curia que asumen su paternidad, amores interclasistas no correspondidos, renuncias amorosas…), pero su puesta en escena, y aquí es donde reside el quid de la cuestión, consigue transitar por una finísima línea ambivalente que bebe, simultáneamente, de una soterrada ironía y de un engañoso realismo una y otra vez saboteado a conciencia por la distancia reflexiva que la primera interpone entre las imágenes y la lectura que de ellas puede hacer el espectador. Y como Valeria Sarmiento no se coloca nunca por encima de sus materiales narrativos, ni menos aún de sus personajes, el relato navega en todo momento por ese estrecho y fructífero filo lleno de inteligencia, impregnado de ligereza y sutilmente divertido. La elegancia de la puesta en escena y la pertinencia de los referentes históricos que la historia incorpora no pueden evitar, sin embargo, que se eche de menos la maestría del Raúl Ruiz que filmaba Misterios de Lisboa o la intensidad literaria del Truffaut que rodaba La historia de Adela H. Con todo, y sin ninguna duda, la propuesta más estimulante que ha ofrecido hasta ahora la sección oficial del certamen. Carlos F. Heredero

No pudiendo seguir al completo la Sección Oficial, no quiero dejar de señalar que entre los títulos vistos a mitad del festival –con bodrios como Beautiful Boy o, especialmente, la tontería de In Fabric– destaca sobre todo uno: Le Cahier noir, último film de Valeria Sarmiento a partir de una novela de Castelo Branco. Asumiendo a fondo su carácter de desaforado folletín en el marco de las intrigas vaticanas y la Revolución Francesa, tras una gran labor en la puesta en escena y en la cuidada dirección artística, Sarmiento demuestra que evocar una época pasada puede hacerse no sólo mediante el rigor histórico, sino a través de las propias formas de representación –en este caso la tradición folletinesca– características de ese tiempo pasado; así, la escenificación de los sentimientos propia del melodrama y la acción característica del folletín se alían para explicar las profundidades de una época revuelta, perfectamente enmarcada en lo visual. José Enrique Monterde      

TEATRO DE GUERRA, de Lola Díaz (Zabaltegi)

En la mejor escena de esta ópera prima realmente inusual, unos cuantos soldados que participaron en la guerra de las Malvinas, y que ahora han sido convocados para recrear sus experiencias de aquel momento, se rebelan en secreto contra el proyecto que los ha unido, verbalizan su descontento y su desazón al respecto. Pues bien, quizá no le hubiera venido nada mal a la propia película llevar a buen término una operación semejante, a juzgar por la excesiva rigidez con que formula sus objetivos. La directora teatral Lola Díaz escoge a tres argentinos y tres británicos que participaron en aquel conflicto bélico y los enfrenta no para que diriman sus diferencias, sino para que evoquen recuerdos, reproduzcan situaciones, exterioricen traumas. Y lo hace mediante una estrategia de carácter netamente escénico, poderosamente distanciada y brechtiana, dejando ver siempre decorados y platós, utilizando una limpieza formal que al principio desnuda con violencia muchas de las mentiras urdidas entonces. Poco a poco, sin embargo, ese teatro actúa más por acumulación que con la intención de crear una verdadera tensión formal, por lo que el psicoanálisis colectivo resultante, que se pretende también de todo un país, se queda en una sucesión de tableaux siempre efectivos, pero finalmente algo superficiales: la revuelta prometida se convierte en una estricta obediencia al dispositivo que –entre otras cosas– nos prohíbe el paso a lo que todos esos personajes podían tener de más humano, más emotivo, más cinematográfico. Soy consciente de que puede que esa fuera la intención, pero eso no disipa en absoluto ni una sola de mis reticencias, por mucho que no deje de reconocer a la apuesta una honestidad fuera de toda duda. Carlos Losilla

BEAUTIFUL BOY, de Felix Van Groeningen (Sección oficial)

Los desvelos de un padre ante la drogadicción de su hijo, atrapado de lleno por las sustancias más peligrosas, es la materia –harto delicada y extraordinariamente sensible– de la que se ocupa el cineasta belga Felix Van Groeningen (Alabama Monroe, 2012) en esta producción norteamericana de los estudios Amazon interpretada por dos estrellas de Hollywood como son Steve Carell y el jovencísimo Timothée Chalamet. Por desgracia, el resultado no puede ser más lamentable, reducido como queda a un impúdico ejercicio de pornografía emocional que chapotea sin rémora ninguna en todos los lugares comunes que el cine ha recorrido desde hace ya mucho tiempo a la hora contar historias semejantes o equivalentes, y que se empeña en exprimir –sin ninguna contención y sin conocer la función de la elipsis– las situaciones más dolorosas y desgarradoras. Algo que no sería censurable si no fuera porque la puesta en escena de estas resulta tan rutinaria como explícita, tan mediocre como sensacionalista y previsible. Una película que no merece estar en ningún festival. Carlos F. Heredero

COINCOIN ET LES Z’INHUMAINS, de Bruno Dumont (Zabaltegi)

La nueva serie de Bruno Dumont, la secuela de El pequeño Quinquin, prolonga la reciente maniera grotesca del cineasta para hablar del Apocalipsis. Tras la fábula caníbal contenida en La alta sociedad, aquí no se trata de ingerir, sino de expulsar: una misteriosa invasión extraterrestre, que empieza con una mancha negra en el suelo, acaba poseyendo a los personajes para obligarles a parir clones de sí mismos. Y alrededor de esa anécdota mínima giran las cómicas criaturas del universo de la serie anterior, ligeramente modificadas, en una sucesión interminable de idas y venidas que se convierte en la estructura misma del relato. Ahí están, como referentes, La invasión de los ladrones de cuerpos, de Don Siegel, y La cosa, de John Carpenter. Ahí está también un curioso concepto del desdoblamiento y el exceso entendidos como figuras retóricas: los hombres y las mujeres se reproducen a sí mismos, como las muecas del inspector que investiga el caso, al tiempo que el carnaval se convierte en metáfora de un universo caótico, desquiciado. Como si se tratara de una pintura de Brueghel, como en un delirio barroco, las figuras se agitan en un espacio físico que poco a poco va convirtiéndose en metafórico, y todo el mundo persigue a todo el mundo al igual que en una comedia burlesca. Parecería, en fin, que Dumont se dedica a observar a sus personajes desde arriba, como un creador desabrido y cruel. Pero no puede haber ficción más piadosa con sus personajes que estos cuatro capítulos descacharrantes, absurdos, insólitos: entre el auge de la ultraderecha local y algún que otro inmigrante que se convierte en zombi –en lo que parece un inesperado homenaje al cine de Pedro Costa–, Coincoin deforma nuestro presente para devolvérnoslo en una imagen más tenebrosa que nunca. Carlos Losilla

YULI, de Icíar Bollaín (Sección oficial)

La nueva película del tándem Icíar Bollain/Paul Laverty, como directora y guionista respectivamente, cuenta la historia del bailarín cubano Carlos Acosta (alias Yuli), figura preminente de la danza de su país y artista cuyo prestigio le permitió  ser el primer negro que llegó a interpretar a Romeo en el Royal Ballet de Londres. Hijo de una familia humilde, el protagonista –que se interpreta a sí mismo cuando el personaje aparece representado en su edad adulta– ejemplifica, a los ojos de los responsables del film, los valores de esfuerzo, sacrificio y fidelidad a sí mismo que, en principio, la película pretende poner en valor. La rémora mayor de la propuesta, con todo, son precisamente las sucesivas representaciones coreográficas protagonizadas por Acosta, que vienen a ilustrar diferentes pasajes de su vida ya representados –antes o después– en las secuencias que articulan el discurrir de la narración. Ahí tropieza Yuli (la película) con el mayor obstáculo que dificulta su evolución como relato autónomo, interrumpido y supeditado a los largos números de ballet que se filman prácticamente íntegros y que sabotean la organicidad del conjunto. Para mayor problema, los diálogos se saturan de carga explicativa y demostrativa, y el conflicto dramático esencial del personaje (su nostalgia de Cuba cuando está en Inglaterra) acaba por desdibujarse sin alcanzar la suficiente fuerza como para conferir verdadera entidad a la película. Carlos F. Heredero

En el psicoanálisis, la transferencia es un concepto que sirve para explicar cómo los sentimientos derivados de los vínculos con personas del pasado se proyectan hacia los demás cuando la mente revive alguna experiecia significativa anterior. Esta operación inconsciente y catártica es la responsable del momento más lúcido del último largometraje de Icíar Bollaín, el (convencional) biopic Yuli: Carlos Acosta revive uno de los episodios más duros de su infancia en una coreografía donde él interpreta el papel de su padre mientras otro bailarín hace del propio Costa. Con un montaje alterno que intercala flashbacks que dejan los golpes del padre fuera de campo, y un presente en que se lleva a cabo la danza mencionada, la realizadora construye el instante de mayor impacto de la cinta, desviando así la atención hacia lo que fue la salvación de Yuli: la danza. A partir de la novela autobiográfica No Way Home de Acosta (quien, además, se interpreta a sí mismo), la manifestación de un inconsciente fracturado se lleva a cabo a través de los momentos de mayor belleza formal de la cinta, aquellos en los que el baile sustituye una dura emoción o una brutal vivencia. Una transferencia, en definitiva,  que se sirve del arte para liberar el dolor de la mente. Cristina Aparicio

ALPHA (THE RIGHT TO KILL), de Brillante Mendoza (Sección oficial)

Un fundido a negro era el corte certero que dividía en dos Kinatay (2009), largometraje de Brillante Mendoza que se adentraba en el lado más corrupto de la sociedad filipina. Tras un frenético prólogo acelerado, lumínico y nervioso, el tono y el estilo viraban oscureciéndose y bajando el ritmo, dando paso a la noche y haciendo visible la inocencia vulnerable de su protagonista. El último largometraje de Mendoza, ALPHA (The Right To Kill) parece continuar con la incursión en la corrupción policial comenzada en la cinta de 2009 empleando, además, algunos de los elementos presentes en ella para, esta vez, no hacer tan clara la dicotomía moral en la que se adentraban sus personajes.

El director sigue apoyándose en ese manto negro que es la noche para situar los momentos de extrema violencia (más cruenta y descarnada) del film, ahora de forma excluyente: ni tan siquiera la luz del día impide que todo se filtre de sombras. El realizador filma con pulso inquieto (de caos controlado) una imparable crecida de criminalidad que se va apoderando del relato: a medida que el ritmo se acelera, la ambición, la codicia y otros tantos instintos van tomando el control de quienes visten con valores patrios. Quedan al descubierto las causas que enferman una sociedad tan vulnerable como ingenua, un retrato social en el que no existen ya espacios para salvaguardar infancias. Cristina Aparicio

FAMILIA SUMERGIDA, de María Alché (Horizontes Latinos)

Tienen que pasar treinta minutos para que veamos a algún miembro de la familia de Familia sumergida salir al exterior. Es un breve plano de Marcela (Mercedes Morán), que ha bajado a la calle, pero basta para que seamos conscientes de que hasta ese momento toda la película había transcurrido en el pequeño apartamento familiar en el que conviven apretados Marcela, su marido y sus tres hijos, con breves excursos a la casa de Rina, la hermana de Marcela que acaba de fallecer y cuyo apartamento comienzan a vaciar. La cámara de una extraordinaria Hélène Louvart (que en este mismo 2018 ha fotografiado también Petra y Lazzaro felice) encuadra a los personajes con planos muy cortos que, apoyándose en las cacofonías de los diálogos y los sonidos, convierten el ambiente de esa casa en algo irrespirable y claustrofóbico. Los hijos buscan cualquier disculpa para irse a dormir a las casas de los amigos, el padre se va de viaje y Marcela se queda sola conviviendo con su duelo y con los fantasmas familiares. Son precisamente estas apariciones las que rompen el registro realista y las que elevan esta primera película de Alché (la “niña santa” de La niña santa) por encima de una mera repetición de la fórmula que puede representar el cine de Lucrecia Martel (aquí asesora en el guion) o de modelos tan exitosos como el de Gloria, de Sebastián Lelio. Eso y la entrada en escena del personaje de Esteban Bigliardi, el amigo de una de sus hijas, que es quien le ayuda a salir al exterior, primero echándole una mano con el embalaje de las cosas de Rina, después con una incipiente relación sentimental que parece tanto un regalo para Marcela como para la propia intérprete, una Mercedes Morán gloriosa, a la altura de la propia película. Jaime Pena

APUNTES PARA UNA PELÍCULA DE ATRACOS, de León Siminiani (Nuevos directores)

Hay algo de disfrute primario, que no placer culpable, en ver las películas de Elías León Siminiani. Después de Mapa, su primer largometraje, que servía de continuación al corto Límites: primera persona, con Apuntes para una película de atracos vuelve a apoyarse en su ferviente amor por el cine en todas sus dimensiones, desde la creación a su visionado, pasando por el análisis visual. Que la cámara de Siminiani es una prolongación de su mano (o de su mirada, su pensamiento o su ser), quedó claro desde Límites…, donde las imágenes tomadas terminaban (como él mismo explica) por superar los límites de su autor debido a su propia naturaleza, siendo ellas por sí mismas ‘puro cine’. Pero si hay algo que destaque más incluso que la autoconsciencia cinematográfica del conjunto, es el amor por el cine, una pasión que late en cada plano.

Con una gran diversidad de formatos, sorprende la maestría con la que es capaz de equilibrar el realismo documental con una planificacion formal milimétrica en la que ninguna decisión estilística se deja al azar. Con un fuerte componente autobiográfico (¿qué está dentro y qué fuera de la creación y del proceso creativo para el artista?), el paralelismo entre el autor y su obra encuentra un vínculo que se genera entre el cineasta y su protagonista, una relación que transgrede (bidireccionalmente), además de los límites profesionales, los personales, para llegar incluso a adentrarse en los bajos fondos (literalmente, en el caso de Siminiani). Si bien es cierto que el material de partida es de un gran potencial (desde la propia historia de Flako hasta las apariciones del personaje ante la cámara), es la destreza del realizador la verdadera responsable del resultado final: la construcción de un retrato íntimo y conmovedor de un criminal prescindiendo de juicios ni moralismos, dibujando el rostro escondido tras una máscara. Pero sobre todo, es el responsable de reconducir la mirada, dirigirla hacia aquellos lugares escondidos, (quizá inaccesibles como alcantarillas), que encierran las claves de la ficción. Siminiani deja al descubierto los mecanismos que lo delatan como cineasta, quizá porque para él la vida y el cine sean dos partes de una misma realidad, y porque para contar una historia, quizá, haya que superar los límites que devienen justo tras la primera persona. Cristina Aparicio

THREE FACES, de Jafar Panahi (Perlas)

Para entender el cine es necesario entender sus rostros. Tras una primera secuencia filmada con un teléfono móvil que mostraba el video-selfie de una niña aspirante a actriz, otro rostro femenino ocupa el centro de la pantalla durante los siguientes minutos: una mujer sentada en un coche que, atónita y preocupada, observa el vídeo de esa niña. La última cinta de Jafar Panahi podría ser una continuación natural de Taxi Teherán (su anterior no-película), partiendo desde el trayecto en un coche conducido por el propio Panahi (a quien se escucha mucho antes de aparecer en pantalla), hasta la derivación en una película íntegramente de ficción. Quizá no podría ser de otra manera: la vocación del iraní, la que le ha llevado a la reclusión domiciliaria y a la inhabilitación profesional, se impone ya sin excusas para hacer una película mayúscula en la que no muestra las barreras ni los artificios, limitándose a contar una historia con aquellos elementos que tanto le caracterizan: la condición de la mujer en la sociedad iraní, la imposibilidad de hacer cine y el cruce entre realidad y ficción.

A través de la experiencia de tres actrices (o, más bien, dos actrices consagradas y una aspirante), el cineasta repasa no solo la historia cinematográfica de Irán, sino también la del propio país y la situación de la mujer, un acercamiento que se apoya en los rostros de estas actrices, reconocibles para el público (el pueblo), mucho más representativas a pie de calle que los directores, como comenta el propio Panahi en una de las escenas. Esta misma lógica interna es la que reviste la cinta desde su inicio, con unos primeros planos de ellas ya sea dirigiéndose a cámara (la niña grabándose con su móvil), o las reacciones de la actriz famosa mientras mira ese vídeo. En el uso del primer plano se encuentra el alma del cine, o al menos así lo entendía Epstein; y es algo que quedó patente en Shirin de Abbas Kiarostami, aquel atrevido film cuyo relato se escribía en los rostros de las mujeres que eran filmadas mientras veían una película. Sus reacciones, al igual que la de Behnaz Jaffari, irradiaban toda una amalgama de emociones en silencio que componían un retrato tan personal como universal, tan íntimo como público. Three Faces serpentea por un sendero desconocido, un camino de ida y vuelta constantemente transitado y de lenguajes pactados (el de conductores y cláxons, y el que ya hay entre Panahi y su público). Un recorrido que, con todo, Panahi se atreve a filmar sin eclipsar, sin robar planos ni imponerlos; que condensa elementos simbólicos y referentes cinematográficos (Kiarostami a la cabeza) para terminar de hacer una película muy suya, deudor agradecido del pasado y comprometido con un futuro tan incierto como esperanzador. Cristina Aparicio


LE LIVRE D’IMAGE, de Jean-Luc Godard (Zabaltegi)

De la película de Jean-Luc Godard ya hablaron Àngel Quintana y Carlos F. Heredero en esta misma web con motivo de su pase en Cannes, por lo que no voy a extenderme más de lo que ellos ya hicieron sobre lo que significa su mera existencia, la irrupción de un objeto no identificado como este en el panorama cultural –no solo cinematográfico– de ahora mismo. Me limitaré, por lo tanto, a esbozar unos cuantos apuntes que podrían desarrollarse en el momento de su estreno entre nosotros.

1. No se trata tanto de una continuación de Histoire(s) du cinéma como de una refutación parcial, o quizá de una corrección. Uno de los fragmentos más emotivos pertenece a Saló, la última película de Pasolini, en concreto el momento en que los muchachos cautivos se arrodillan ante los fascistas mostrando el culo al espectador. Pasolini concibió su trabajo postrero como una reacción a lo que él mismo había hecho en la Trilogía de la Vida, que acababa de terminar con Las mil y una noches, en principio una celebración del sexo y de la vida. Saló era todo lo contrario: una orgía de violencia y destrucción. En Le Livre d’image, Godard habla de la “violencia de la representación”, de que no se puede representar nada sin ejercer una cierta violencia sobre el objeto representado. Y así es su película: las imágenes que en Histoire(s) du cinéma se presentaban de manera más o menos clara, aquí son manipuladas salvajemente. El color se altera, la voz se rompe o se ausenta, la imagen desaparece dejando la pantalla en negro –precisamente lo que sucede en Saló–, los fragmentos cinematográficos aparecen deformados y a menudo despedazados. Le Livre d’image es una película bastante más sucia y desagradable, difícil de ver, que Histoire(s) du cinéma. La melancolía ha dejado paso a la furia destructora. Otra cosa es a lo que conduce esta sustitución, idea que dejo en suspenso hasta nuevo aviso.

2. Esta manera de proceder alcanza su cénit en la parte dedicada a los trenes, que aparecen en distintas y variadas películas de la historia del cine. El tren como algo que arrasa, pero también que transporta vidas y las relaciona entre sí. El tren como metáfora del cine. Por otra parte, en el fragmento mítico de Johnny Guitar, la pantalla queda igualmente en negro durante el famoso diálogo romántico entre Joan Crawford y Sterling Hayden: una puesta en duda, entre paréntesis, de la cinefilia idealista a través de algo así como un tren que entra en la oscuridad de un túnel. Godard aprovecha así para matizar también aquella afirmación de François Truffaut en La noche americana, según la cual una película es como un tren en la noche.

3. El último capítulo de Le Livre d’image, dedicado a Arabia y el mundo árabe, conecta directamente con esa alusión ya comentada a Las mil y una noches, cuyas imágenes aparecen varias veces. De la misma manera en que Pasolini hubo de abjurar de esa visión adánica, Godard concibe Arabia como un universo mítico –contemplado desde la perspectiva de Hollywood y de la historia del color en las artes– que se ha visto gravemente alterado a partir de la irrupción de otra violencia, la que en la actualidad se asocia con todo “lo árabe”. El cromatismo flamboyante puede superponerse ahora a la imagen de una explosión o de un tiroteo, que también son visualmente fascinantes. El paraíso perdido se ha convertido en la última esperanza de la revolución, pero no se sabe aún muy bien en qué sentido.

4. Y al final, esa misma esperanza alcanza una imagen ambigua: el baile de “La máscara” –el episodio de Le Plaisir, de Max Ophuls– en el que un anciano se lanza cada noche a gozar de la vida nocturna parisina llevando una máscara que lo hace parecer joven. ¿No es así la esperanza de la utopía? ¿Una máscara que construimos para nuestro consuelo ante lo inevitable? ¿No se está identificando Godard con ese personaje y, por lo tanto, no está hablando de sí mismo como el poeta cuyo canto está a punto de terminar, como la danza del anciano bailarín? ¿Es Le Livre d’image, entre otras muchísimas cosas, una película sobre la proximidad de la muerte y el fin de la representación?

Entre otras muchísimas cosas, he dicho, y de eso se trata: me detengo aquí para no apuntar ninguna otra idea, para quedarme con estas hasta el estreno de la película, esperando –para entonces– estar a la altura de la gigantesca propuesta de Godard. Y esperando también, dicho sea de paso, que la distribuidora española mejore el subtitulado exhibido en el primer pase de San Sebastián, tan fragmentario como la propia película, quizá en un inesperado –e innecesario– homenaje al método godardiano. Carlos Losilla

EL  REINO, de Rodrigo Sorogoyen (Sección oficial)

Con la sana pretensión de trazar una punzante radiografía de la corrupción política que infecta la realidad española desde hace bastantes años, el nuevo largometraje del director de Que dios nos perdone (presente ya en Donosti-2016, donde ganó el premio al mejor guion) convierte a un cuadro medio de un partido corrupto (presumiblemente de derechas, aunque la película evita deliberadamente toda identificación con siglas específicas) en el conductor de un relato que tiene la virtud de proponer al espectador un doble y muy interesante juego: 1) la identificación narrativa –pero moralmente incómoda– con un político corrupto capaz de mentir, manipular y chantajear sin ningún escrúpulo, y 2) el reto de descifrar un lenguaje críptico y codificado como el que emplean, durante la totalidad del metraje, todos los integrantes de la trama para no hablar a las claras de lo que tienen entre manos sin poner en cuestión la complicidad que necesitan. Esas son las dos apuestas más sustanciosas de una película a la que Sorogoyen intenta inyectar un ritmo visual y de montaje que se quiere adrenalínico (su referencia estilística inequívoca es El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese, sin llegar a alcanzar nunca la potencia ni la organicidad que exhibe el maestro americano) para impulsar un relato al que se superpone –de manera muy artificiosa— una banda sonora efectista que es, con mucho, lo peor y lo más discutible de la propuesta, al desvelarse casi siempre impuesta desde fuera y machacante sin necesidad. Carlos F. Heredero

FERRUGEM / RUST, de Aly Muritiba (Horizontes Latinos)

El comienzo de la película brasileña Ferrugem no es nada esperanzador. La historia del amor adolescente que se ve alterado por la filtración de un vídeo sexual en Internet parece ya un tema recurrente, en los medios de comunicación y en las ficciones cinematográficas más o menos inspiradas en sucesos reales. Sobre ese terreno un tanto previsible transita la primera parte de la película de Aly Muritiba: los escarceos amorosos entre Tati y Renet, las antiguas relaciones de Tati, los continuos intercambios de fotos y vídeos a través de las redes sociales, los chats que convierten esas relaciones en una suerte de realidad paralela que posibilita las identidades ocultas o enmascaradas… Acuciada en el colegio por el escándalo, temerosa de la reacción de sus padres, Tati toma una decisión drástica que da un vuelco a la propia película. Muritiba traslada su interés hacia a la familia de Renet, su padre, profesor en el mismo colegio, que intenta proteger a sus hijos de la investigación policial, y la madre que, tras haberlos abandonado, reaparece ahora embarazada. Es entonces cuando Ferrugem se centra ya no tanto el hecho en sí ni en la propia víctima, sino en cómo este afecta directa o indirectamente a otras personas y en una familia que ve, tras una suerte de exorcismo que los lleva hasta el mismo óxido (ese lugar de la infancia que oculta todos los misterios y que explica el presente), cómo sus lazos se pueden restablecer o reconfigurar. Para Muritiba es menos importante encontrar al culpable que lograr que este asuma las implicaciones de sus actos. Su mejor cómplice es el fotógrafo Rui Poças: su cámara nunca se impone a los personajes, no es un peso que estos han de sobrellevar sobre sus mismos hombros. Jaime Pena

MARILYN, de Martín Rodríguez Redondo (Horizontes Latinos)

Marcos baila una cumbia titulada “Mi nombre es Marilyn”, dejándose llevar por la música y, sobre todo, por la libertad que siente en ese momento. Es Carnaval y Marcos se ha vestido de mujer, se ha maquillado, lleva un antifaz que lo mantiene en el anonimato. Marcos se siente mujer en un ambiente de rancia masculinidad y, por fin, el contexto del Carnaval le posibilita mostrarse sin tapujos. Él quiere estudiar, pero su familia le impele a trabajar en el campo. Curiosamente, es el padre quién mejor parece comprenderlo, no así su madre ni su hermano. Pero el padre muere repentinamente y todo se tuerce para Marcos. Tras ese baile, los muchachos del pueblo lo descubren, apalean y violan; y comienzan a llamarlo ‘Marilyn’. De algún modo, Marcos/Marilyn encontrará una vía de escape cuando surge la posibilidad de mudarse a la ciudad, donde conoce a un chico y una familia ante la que no tienen que esconderse. Este contraste campo/ciudad es un tanto burdo, como lo es en su conjunto el retrato de la familia de Marcos (el personaje de Catalina Saavedra es puro estereotipo) o el del pueblo, como si la película, inspirada en unos hechos reales acaecidos en 2009, tuviese que atenerse a los estrechos límites marcados por el subgénero de las películas LGBT. En potencia, la crónica negra podría haber dado lugar a otro Yo, Pierre Riviere, habiendo matado a mi madre, mi hermana, mi hermano… de Michel Foucault y René Allio, pero la propuesta de Rodríguez Redondo no logra trascender esa realidad. Como el propio Marcos, la película es mucho más libre cuando baila con Marilyn y deja a un lado la voluntad de denuncia. Jaime Pena

EL HOMBRE FIEL, de Louis Garrel (Sección oficial)

Segundo largometraje de Louis Garrel (hijo de Philippe) y ejercicio estilístico antes que ninguna otra cosa, El hombre fiel funciona como una comedia irónica –muy francesa y muy afrancesada, valga la diferenciación– que juguetea con los roles de hombres y mujeres en las relaciones amorosas dentro de un triángulo en el que la figura masculina es, a su vez, más un juguete en manos de las féminas que se enamoran de él que un sujeto activo en términos tradicionales. Aquí las mujeres no solo llevan la iniciativa, sino que además especulan desprejuiciadamente con los sentimientos del varón y controlan en todo momento los términos de la representación amorosa. La propuesta se desvela como deudora inequívoca de una larga tradición de cine francés con fuertes raíces literarias (los tres personajes ‘mueven’ el relato con sus respectivas reflexiones en off y los diálogos dejan pronto al descubierto sus raíces en la comedia culterana del país vecino), pero tampoco va mucho más allá ni en sus pretensiones (algo que se agradece), ni en la propia entidad fílmica de los resultados. Se corre el riesgo, además, de que la supuesta inversión de roles de género antes apuntada acabe por desvelarse, en realidad, como mera fachada de un esquema tan viejo como el de la más rancia cultura machista: las mujeres como manipuladoras del hombre, convertido este en mero juguete de sus caprichos casquivanos. Carlos F. Heredero

Con pervivencias derivadas de sus ancestros reales –su padre Philippe– y simbólicos –los “enfants terribles” de la Nouvelle Vague– Louis Garrel solventa con relativa soltura lo que no es más que un vodevil de equívocos amorosos, agradable a ratos, algo ortopédico en su desarrollo argumental y sin duda notablemente egocéntrico por parte de su director, a la vez absoluto protagonista masculino. De todas formas, diré que –una vez más- este film no ha conseguido desvelarme el encanto de Louis Garrel, cuya sobrada actitud en la pantalla tantas veces perjudica la entidad de sus personajes. Y ahora, dirigiéndose a sí mismo, pues ya pueden imaginárselo… José Enrique Monterde      

DEL LÄUFER, de Hannes Baumgartner (Nuevos  realizadores)

Enfáticamente indicada como basada en ‘hechos reales’, se trata de una nueva –es un decir– aproximación a la figura de un joven atleta que dobla sus entrenamientos y hazañas deportivas con una progresivamente violenta actividad nocturna en su obsesión por atacar a jóvenes solas. Correcta hasta la extenuación, pero sin pizca de emotividad, la historia, que por supuesto tiene sus orígenes en una desgraciada infancia y en un suceso que separó definitivamente al protagonista de la intensa relación con su hermano, va transcurriendo progresivamente hacia un final semicerrado que no aporta mucho más al retrato de ese introvertido personaje, sujeto del complejo de ser desconsiderado por aquellos que le rodean. Debut, pues, que no parece vaya a renovar el cine suizo, más allá de lo sorprendente que puedan resultar en la pacífica Suiza esas carreras paramilitares, con un fusil a la espalda. José Enrique Monterde

EL AMOR MENOS PENSADO, de Juan Vera (Sección oficial)

Ópera prima como director de un profesional del cine argentino que tiene ya a sus espaldas una consolidada trayectoria en el campo de la producción, El amor menos pensado es una comedia dramática que funciona aceptablemente bien en su primera media hora: exactamente, hasta que sus protagonistas, un matrimonio en la cincuentena, que se quedan solos cuando su hijo se marcha a estudiar a España, se descubren a sí mismos presos del síndrome del nido vacío y, tras hacer balance emocional, deciden separarse. Hasta ese momento, la película tiene una cierta unidad orgánica y se mantiene en pie, incluso con cierta distinción, gracias a una competente carpintería de guion y al excelente trabajo de sus actores (Ricardo Darín y, sobre todo, de Mercedes Morán). El problema es que, llegados a ese trance, queda todavía por delante ¡hora y media! de película rellena —­de manera más bien cansina y con gracia desigual­­— con una sucesión de sketches más propios de una sitcom televisiva con acento porteño que de una película con entidad propia.

El resultado final es una remarriage comedy que se ve venir a mucha distancia, que transita los más tópicos lugares comunes y que está sobreescrita en casi todas sus secuencias. Una película que, al fin y a la postre, se descubre como un film de productor, un ejercicio de artesano aplicado que prefiere apostar sobre seguro y fiarse, sobre todo, de valores tradicionales; es decir, de la más vieja artesanía dramática, del oficio de sus actores y, también, de la moral más conservadora y tradicionalista. Un nuevo ejemplo, a su vez, de las igualmente conservadoras opciones de casi todos los festivales a la hora de elegir las películas de inauguración: cine para el público de la alfombra roja, en definitiva. Carlos F. Heredero

Hacia el principio de la cinta, un momento de entendimento tácito entre Marcos (Ricardo Darín) y Ana (Mercedes Morán), una mirada correspondida con una sonrisa callada y elocuente, se convierte en la paradoja aparente que vertebra todo el relato: la incomprensible disolución de una pareja sólida y en perfecta sintonía. El amor menos pensado cuenta con pocos momentos de alarde formal, algo que compensa a través de las notables interpretaciones del tándem Darín-Morán cuya complicidad se convierte en un personaje más dentro de la cinta. Así, el inicio del film, donde Ricardo Darín rompe la cuarta pared expresando a cámara su estado emocional, es quizá el punto de partida que se aleja de manera significativa del resto del conjunto. Porque no se trata de un trabajo innovador en cuanto a sus formas, y Juan Vera prescinde de este tipo de maniobras para rodar desde una postura más convencional.

Así, mientras uno se adentra en los vaivenes del amor, en un sinfín de encuentros y desencuentros, y todos  los caminos incomunicados y desconectados por los que se pasean sus protagonistas, se un pone un sentimiento cotidiano, sintomático del tiempo líquido, donde las certezas están ausentes, se tambalean las estructuras conservadoras y se extinguen vínculos añejos que sostienen las relaciones. Ahora el amor hay que repensarlo, aunque solo sea para volver de nuevo al punto de partida, esta vez teniéndolo todo mucho más claro. Cristina Aparicio

THE INNOCENT, de Simon Jaquemet (Sección oficial)

Segundo largometraje de un cineasta que ya estuvo presente en la sección Nuevos Directores de Donosti-2014 con su ópera prima, The Innocent navega en la oscuridad fílmica igual que su protagonista (una mujer casada y con dos hijos, científica de profesión, pero integrante de una comunidad cristiana fundamentalista) deambula por las tinieblas del oscurantismo religioso, del sexo reprimido y de la  neurociencia. Cabe pensar que la estrategia narrativa de la propuesta busca hacerse cargo del via crucis y del trance casi permanente en el que vive el personaje, pero el problema, como tantas otras veces cuando se opta por este camino, es que las imágenes no consiguen objetivar la conducta de su protagonista y, al mismo tiempo, proponer una lectura coherente de la misma. De ahí que el film salte de incoherencia en incoherencia hasta el milagrito final, que no se sabe muy bien si responde a la fe religiosa de los personajes, a una imagen simbólica que busca erigirse en oscura metáfora o a una caprichosa opción del cineasta para hacerse notar a costa de un último plano que parece querer medirse –ingenuamente— con algunos famosos momentos de la historia del cine. El paso confuso de la realidad objetiva al delirio mental, de este a la representación simbolista y de esta a la diégesis realista, es solo una más de las numerosas torpezas de un trabajo que solo desvela detrás de sus imágenes a un director inmaduro, pero más bien pretencioso y con tanta confusión mental como la de su protagonista. Carlos F. Heredero

LAS HEREDERAS, de Marcelo Martinessi (Horizontes Latinos)

Las herederas es una película sin errores; esa es su mayor virtud, también su mayor defecto. La historia de esas dos mujeres, Chela y Martina, que ya han cumplido sobradamente los sesenta y que llevan una treintena de años viviendo juntas en un barrio acomodado de Asunción (Paraguay), está narrada con indudable elegancia. Marcelo Martinessi apunta sutilmente el pasado de estas dos mujeres que, de cara a la sociedad, han vivido siempre como hermanas, gestionando una fortuna familiar que se está agotando y que les obliga a ir vendiendo sus propiedades. Cuando las estrecheces las llevan a deshacerse incluso del mobiliario, Martina es encarcelada por no haber pagado unas deudas y Chela se encuentra en una situación insólita por primera vez en su vida. Comienza entonces a prestar un servicio de taxi a sus amistades, lo que le lleva a conocer a otra mujer, mucho más joven, Josefina, de la que se enamora. La tensión sexual se hace evidente, como también las marcadas relaciones de clase en la sociedad paraguaya, el contraste entre un mundo cerrado en sí mismo y al borde de la ruina y otro, el de los barrios de las afueras, incluso el de la cárcel, que representa para Chela algo así como un soplo de aire fresco, una salida al exterior y a las nuevas costumbres. Más que un resquicio del pasado, Chela es una mujer que vivió en una época que no era la suya y quien, seguramente, le habría gustado ser (como) Josefina. En realidad, esta es una película que ya hemos visto en otras ocasiones, unas veces más torpemente, otras contada con algo más de originalidad y riesgo, sin ese pudor que parece coartar a Martinessi. En las entrañas de Las herederas late un Fassbinder, pero el director, quizás también los productores que querían lanzar la película en los festivales europeos, prefirió optar por Lucrecia Martel. La directora de La ciénaga nunca será una mala opción, pero, más allá de unas grandes interpretaciones, Las herederas trasluce poco más que una caligráfica aplicación de una fórmula. Aunque carezca de errores. Jaime Pena

MANTA RAY, de Puttiphong Aroonpheng (Zabaltegi)

Estamos en algún lugar de Tailandia, allá  donde un pescador rescata a un hombre a la deriva, cubierto de lodo y sangre, y lo cura, lo cuida y lo integra en su vida cotidiana, solitaria y devastada después de que su mujer lo haya abandonado. Pero estamos también en un lugar en el que, bajo la tierra, donde antes podía haber piedras preciosas, según la leyenda, ahora hay cabezas de bebé. Y donde, bajo el agua, puede ser posible una realidad alternativa. Y donde, bajo la apariencia de una vida mísera y sombría, se oculta un paraíso de luz y color, quizá creado por unos hombres extraños que se pasean por la selva cubiertos de bombillitas de colores, las mismas que adornan a veces la casa del pescador, cuando quiere convertirla en una discoteca y bailar, bailar olvidándose de todo junto con su nuevo amigo.

Como imaginarán, no es esta una película realista acerca de los rohingya, ni sobre el tema de la inmigración, como parecen sugerir todas las sinopsis. Al principio, una dedicatoria se refiere a esa etnia y, por supuesto, el hombre misterioso que rescata el pescador es uno de sus integrantes, que ha estado a punto de morir ahogado en las costas de Tailandia. Pero la ópera prima de Puttiphong Aroonpheng está más cerca de la poesía que de la prosa y, en el fondo, propone una historia misteriosamente elíptica, más sugerente que explícita: una suplantación de identidad y, de paso, una aventura existencial que tiene que ver con la mantarraya del título, ese pez también en extinción. Puttiphong crea una experiencia sensorial única, una orgía de luz y sonido con escenas por completo abstractas, lejos de cualquier concreción ya no solo semántica sino también figurativa. Y moldea –no encuentro una palabra mejor– su película a través de la tierra, el agua, el cielo, la sangre, el vómito, vistos como elementos naturales que, fusionados, acaban formando algo así como un viaje astral, o quizá una visión mística. Las escenas explicativas lastran un poco el experimento pero, aun así, Manta Ray, en sus mejores momentos, conserva una fuerza insólita, una potencia visual a veces hipnótica, siempre alucinatoria. Carlos Losilla