El segundo largometraje de David Pérez Sañudo bascula entre dos conceptos: la conexión y el contacto. Desde los primeros minutos del film, queda patente el aislamiento que envuelve a la protagonista de esta historia. Un teleobjetivo filma a Irune (Miren Gaztañaga) cuando sale de trabajar de su fábrica y camina hacia su casa. La imagen está acompañada por las voces casi imperceptibles de otros trabajadores que caminan cerca pero sin interactuar con ella. Y así, con un travelling lateral a larga distancia, se presenta a un personaje que vive rodeado de gente pero sin tener apenas contacto con ellos. El contacto es un punto clave de esta adaptación de la novela homónima de Txani Rodríguez, una fisicidad que en Irune, a la hora de relacionarse con otros, resulta torpe o inexistente; y que, cuando se dirige hacia ella misma (al palparse la mama y encontrarse un bulto), es una experiencia aterradora que le hace pensar en la muerte. Es aquí cuando la conexión resulta crucial: cuando resulta imposible ese contacto, Irune busca desesperadamente conectar con alguien. En su empeño por combatir la soledad, surge un amor que traspasa las fronteras físicas y se materializa en un curioso canal de comunicación: el teléfono. Pero para Sañudo el cine es la herramienta que permite hacer real lo invisible a los ojos, y aquí el cineasta lo lleva a cabo de forma literal: se sumerge en una suerte de realismo mágico, rompiendo las barreras espaciotemporales y trayendo al interlocutor de la protagonista a su lado. Distintos rostros, distintos lugares que visitar… Cada llamada es un encuentro, una conexión convertida en contacto para el espectador y para esta mujer que imagina, que no pierde la esperanza. Los últimos románticos es nostálgica, es bella, pero también es una reflexión sobre la incomunicación, uno de los grandes males de una sociedad que, parece decir el director, quizá sea mejor combatir bailando solos, en medio de un montón de gente.

Cristina Aparicio