A través de pequeños grabados en blanco y negro y enteramente conducido por la música de José Antonio Labordeta, Carlos Saura conforma una pequeña miniatura que tiene mucho que ver con un distante recuerdo autobiográfico, el de una infancia marcada por unas lecciones cuyos ecos aún resuenan en la memoria y por la constante presencia de los efectos de la Guerra Civil. Saura, siempre entregado a que sea la música la que atraviese el corazón de sus películas, permite que la canción de Labordeta resuene en las imágenes mientras los grabados terminan revelándose como una suerte de Guernica particular.