Jara Yáñez.

En el arranque de Pelo malo, Junior, el protagonista del film, desobedece a su madre y en lugar de limpiar el jacuzzi de una casa de lujo donde ella trabaja, se baña en él. Con el despido y, sobre todo, el enfado consecuentes, ambos cogen entonces un autobús y vuelven a la casa-colmena (propia de la vivienda social venezolana) donde viven y donde el sonido de los disparos y de las peleas toman enseguida el espacio sonoro de la cinta. De este modo, y en apenas unos minutos, Pelo malo deja establecida la dualidad del esquema narrativo que lo caracteriza y que se basa en una muy particular fusión entre el desarrollo de una historia íntima y familiar y el de una mirada crítica hacia un país del que se quiere mostrar su desigualdad social, su corrupción y su violencia. Será, de hecho, esa unión entre lo doméstico, lo social, lo político y lo económico, o cómo lo primero funciona como reflejo preciso de los últimos, uno de los puntos fuertes de la propuesta.

Sin embargo, el ‘pelo malo’ que da título al film, que es el de Junior y que él buscará a toda costa alisar para la foto del colegio, introduce, también muy pronto, un elemento más para el análisis y la crítica, el de la homosexualidad (y todos los prejuicios a ella asociados). Sin embargo, en este caso el asunto se sostiene con menos consistencia, da muestras de alguna que otra debilidad de guion y conduce, por momentos, a la falta de fuerza dramática o a la arbitrariedad en los actos de los personajes. Unas ligeras pero sustanciales fallas, que justifican, quizá, el revuelo formado tras la concesión al film de la Concha de Oro en la última edición del Festival de San Sebastián. Más aún si tenemos en cuenta que es, precisamente ese pelo, uno de los elementos narrativos esenciales para el avance de la trama y el lugar donde se concentra, de nuevo, no solo un motivo para profundizar en la muy complicada relación entre madre e hijo (a través del rechazo visceral, radical y firme, de ella hacia él por este motivo) sino también en una nueva crítica a la sociedad venezolana, esta vez centrada en la falsa moral. Convertido el pelo en un auténtico eje simbólico del film, escuchamos cómo las noticias de un televisor cuentan que algunos ciudadanos han decidido raparse como acto de solidaridad con su presidente convaleciente. Y de este modo, una vez más, la enfermedad de Chavez se convierte, al cabo, en la enfermedad de un país entero.

Construida a través de un estilo naturalista que busca el acercamiento directo, no solo como herramienta de verosimilitud sino también de ‘compromiso’ con la realidad que se quiere mostrar, el film va tomando fuerza emocional a medida que se acerca a su final. Entra en juego entonces, además de la puesta en primer término de aquella violencia en inicio soterrada, un tono sórdido, incómodo, incluso angustioso. El desamor, la dureza desmesurada de la madre con su hijo, y sobre todo la incomprensión del niño respecto a todo ello, expresada a través de una profundísima vulnerabilidad y tristeza, va haciendo surgir en él una agresividad que, de nuevo, puede ser leída como la de la sociedad entera. Junior pide a gritos a su madre que lo mire. La mirada esquiva de ella condensa en una poderosa secuencia todo el desprecio, la desatención y la desafección de la sociedad venezolana hacia  ciertas realidades. Porque mirar no es solo observar, sino también reconocer, aceptar, tolerar.