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Una inmersión cinematográfica en las vidas de los habitantes de una pequeña aldea escondida, que utiliza con maestría el lenguaje y los recursos tradicionales de la ficción audiovisual. La vuelta de Tatiana Huezo al documental, tras su anterior ficción Noche de fuego (2021), supone un nuevo acercamiento diferente pero igualmente delicado al universo infantil. Un universo que en Huezo se carga de sensaciones, texturas y verdad comprometida ahora especialmente con una mirada muy sensible en lo que respecta a su perspectiva de género. Y es que las personas que viven en El Eco, especialmente las niñas y las mujeres, centro sobre el que pivota toda la cinta, respiran tanto el peso del paso del tiempo como la crudeza de la vida y la muerte a través de sus relaciones con el entorno, con los cambios estacionales y con los animales con los que conviven, seres a los que crían también para sustentarse.

La película de Huezo es tan evocadora, metafórica y elegante como su título. Su enorme capacidad de observación y la potenciación del resultado gracias a un universo sonoro que amplifica significados y hace de hilo conductor naturalista y envolvente, consigue elevarla a la mejor categoría de arte. Ese que parece generarse sin esfuerzo.

El trabajo diario de las madres de familia, la sociedad patriarcal en la que se enmarca su duro día a día y un tono esperanzador, deliberadamente más luminoso en fondo y forma que el de sus anteriores trabajos, merece un análisis detenido y pormenorizado no apto para una primera impresión propia de una lectura de festival (que es el texto que aquí nos ocupa). Lo mismo pasa con su soberbio uso de la elipsis, que la cineasta convierte en un elemento a favor y de relevancia fundamental. Algo muy difícil de hacer en un metraje que tenía la elipsis obligada casi como condena, ya que tuvo que rodarse en intervalos de tiempo distribuidos a lo largo de cuatro años. Raquel Loredo