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Carlos F. Heredero

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A veces las rutinas de la crítica y de la historiografía nos llevan a establecer diagnósticos demasiado fáciles y potencialmente engañosos. Y el reciente festival de Cannes nos ha servido en bandeja una de estas ocasiones, porque sí, es cierto, por sus pantallas ha circulado un desfile casi agotador de maldades humanas, miserias morales, hipocresías sociales, tragedias históricas y aberraciones políticas, así que la tentación es poderosa…

Podemos concluir que el cine del presente está reflejando el estado del mundo, que las pantallas reproducen los efectos más devastadores de la crisis económica generada por la voracidad depredadora del capitalismo financiero, de las ambiciones geopolíticas, del fundamentalismo terrorista, de la involución nacionalista y de los horrores de las guerras alimentadas por los fabricantes de armas, con todas sus aberrantes secuelas migratorias, insolidarias y xenófobas.

Y sí, claro, el diagnóstico puede ser todo lo exacto y justo que se quiera, y además la equivalencia genera un efecto sedante y casi narcótico: el cine habla de lo que existe y es el reflejo de un mundo en crisis. Levantamos acta del fenómeno y nos quedamos tan tranquilos. A fin de cuentas, siempre ha sido así, ¿verdad…?, pues ahora también. No hace falta que pensemos más. Cogemos el manual y nuestra buena conciencia historiográfica se queda tan pancha. Todo en orden.

Ahora bien, ¿qué pasa si además de fijarnos en lo que las películas muestran nos preguntamos por cómo lo muestran…? ¿qué sucede si en vez de hablar tanto de los argumentos nos fijamos más en el estilo y en la mirada de los cineastas…? ¿a qué conclusiones podemos llegar si, en lugar de teorizar sobre un supuesto contenido independiente de las formas (algo que, en realidad, nunca ha existido), nos interrogamos sobre los modelos narrativos y sobre la puesta en escena de todas aquellas atrocidades y maldades que inundaban las películas de Cannes…?

Las preguntas vienen a cuento porque la mayoría de las obras que han registrado semejante estado de las cosas obedecen a un modelo en el que el dispositivo de partida actúa como un corsé que predetermina todo lo que vemos en la pantalla, en el que las formas enfáticas o ampulosas parecen imponerse siempre ‘desde fuera’ y no como derivación orgánica de lo que se muestra, en el que un ‘guion de hierro’ apenas deja espacio para que las imágenes respiren, en el que las ideas y los conceptos no nacen de los hechos, sino que son ‘ilustrados’ por las imágenes.

De manera que, si esto es así, surge entonces una pregunta incómoda: ¿es el estado del mundo (algo que ciertamente no puede generar apenas optimismo en el momento presente) o es la mirada de los cineastas lo que en verdad resulta tan negro y tan desolador…? Se podría pensar que tanto monta, monta tanto, pero sucede que, si hablamos de cultura y de arte, el cine –como tampoco las otras artes– no son matemáticas aplicadas ni ciencias exactas, sino una actividad creativa que deriva no solo del contexto histórico y social en el que surge, sino también de una expresión personal condicionada de manera determinante por la mirada del creador, por sus formas y por su manera de contemplar el mundo y sus criaturas.

Así que volvamos a la pregunta: ¿lo que hemos visto en Cannes es un reflejo del mundo actual o más bien un síntoma del estado involutivo en el que se encuentra cierto cine de autor contemporáneo…? Un cine que, ante tanta incertidumbre y desasosiego, opta por refugiarse en las viejas certezas del guion, de los conceptos apriorísticos y del subrayado estilístico más propio del viejo cine de qualité que de las liberadoras conquistas de la modernidad cinematográfica, alérgicas a todo dogmatismo conceptual y abiertas a la búsqueda permanente de la puesta en escena. ¿Nos atrevemos a pensar y reflexionar sobre estos interrogantes…?