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Parece trivial, incluso frívolo, considerar que una conversación, una charla distendida u otra totalmente trascendente puedan tener la fuerza suficiente para transformar el arraigado sistema de creencias por el que se rige cada individuo. Quizá por ello resulten imprescindibles en la ficción las grandes gestas, hitos monumentales que funcionen como génesis creíbles de relatos de reconstrucción y búsqueda personal. Sin embargo, no hay nada de eso en Nomadland, el último trabajo de Chloé Zhao. No hay una tragedia reciente (la que hay sucedió hace ya tiempo), ni un hecho impactante que redireccione el rumbo que toma Fern (Frances McDormand). Aunque puede que este planteamiento atente contra las normas de estilo de un guion convencional, Nomadland resulta completamente coherente con la realidad que representa.

Y esa realidad no es otra que la América de las grandes corporaciones, del individualismo como estilo de vida, de la precariedad laboral y la especulación urbanística, del abandono a sus mayores. Zhao desvía la atención de los grandes males y villanos que retrata (representados en el colosal imperio de Amazon) para mostrar el reverso de dicha sociedad, y sobre todo la realidad de aquellos a quienes el sistema fagocita y, con suerte, permite vivir en sus márgenes. Y lo hace con honestidad, con la sencillez de lo mínimo en sus formas, en una estética que se fundamenta en la belleza del paisaje (el desierto como espacio facilitador de la apertura a la trascendencia), en sus atardeceres y amaneceres que simbolizan la posibilidad de un nuevo comienzo.

Nomadland es el lado luminoso y sensato del atrevido impulso de romper con lo impuesto, de resistir a la seducción consumista sin recurrir a elaborados discursos antisistema. Es la sencillez formal como reformulación de los enredos en que se pierde la vida, un retrato esperanzador que plantea preguntas existenciales otorgando siempre el espacio y el tiempo necesarios para que cada cual encuentre sus propias respuestas.