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De juzgarse únicamente por los rótulos finales, Nanu Tudor no pasaría de ser un mero panfleto contra el abuso infantil. Las imágenes, sin embargo, dicen otra cosa, por mucho que nunca desmientan ese afán de denuncia. Estamos en tierras moldavas y Olga Lucovnicova, la directora, vuelve a casa, en la campiña, para encontrarse con los suyos. Excepto por un plano fijo, inmisericorde, que filma una comida familiar, durante el resto del metraje la cineasta permanece en el exterior del encuadre, de manera que solo se oye su voz, mientras la cámara recoge fotografías, rostros, cuerpos a los que observa con una cierta extrañeza. Lucovnicova no se siente a gusto en ese ambiente, al que de hecho ha vuelto para saldar una cuenta y resolver un trauma: de pequeña, su tío Tudor la tocaba y manoseaba, e incluso algo más, mientras dormían en la misma cama junto con otro miembro de la familia…

Nanu Tudor, Oso de Oro al mejor corto en el último Festival de Berlín, es una película sobre la imposibilidad del retorno al hogar. Lucovnicova, que ha pasado los últimos años en el extranjero, ya no tiene nada que ver ni con ese tipo de vida ni con esa cultura, en realidad la responsable de lo que ocurrió. Y entonces el bucolismo de las imágenes iniciales se convierte poco a poco en un ambiente opresivo, repleto de enigmas e intrigas invisibles, como parecen dejar entrever las telas y cortinas que no cesan de aparecer en pantalla a modo de umbral infranqueable. ¿Qué se oculta tras el rostro atontolinado y fofo del tío Tudor? Sin duda la monstruosidad y el mal, pero también un misterio que –y esa es su verdadera condena– la cineasta nunca podrá resolver. Los escasos veinte minutos de Nanu Tudor contienen más terror que todas las películas juntas de las últimas ‘promesas’ del género.