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Durante los primeros minutos de Marocco la cámara adopta la actitud de un observador furtivo: se coloca dentro de un armario o tras las puertas entreabiertas de los dormitorios. Desde estos lugares, mitad dentro mitad fuera de las habitaciones, las escenas parecen filmadas casi sin permiso, como si se trasgrediera cierta intimidad o si no estuviese aún definido el objetivo exacto al que se va a dirigir la mirada. Emanuel Pârvu debuta en la dirección sin obviar el momento actual en el que se encuentra. La pandemia irrumpe en la narración sin más evidencias que las mascarillas que todos se quitan y ponen continuamente, sin imponerle condiciones a un relato que quiere estar en el presente. Pasada una primera parte, la película abandona esa condición de espionaje que planteaban sus formas y adopta un estilo minimalista de largos planos, sin apenas cortes. Una puesta en escena austera que favorece el realismo de una narración que, por momentos, parece rozar el melodrama. Hay una búsqueda de la contención que entra en conflicto con las emociones que van aflorando a medida que se complica la trama. Pârvu privilegia la dimensión interpretativa, supeditando a ella el resto de elementos formales que no se sienten respirar con la libertad necesaria para brillar con más fuerza. Y sin embargo, sus numerosas virtudes (entre las que se cuentan el nerviosismo de una cámara a poca distancia de los personajes, la ingeniosa construcción de la trama a partir de muy pocos elementos, o la iluminación de los espacios como simbólicos y fuertes contrastes entre las luces y sombras que en ellos habitan) sostienen con suficiente fuerza una cinta que concluye con una terrible verdad: a veces, reparar el daño causado es, sencillamente, un acto egoísta.