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En Nagisa la ruptura del estatismo, uno de los elementos en los que se fundamenta su puesta en escena, se produce de forma abrupta. Un accidente, un golpe o una suerte de impacto durante un trayecto en coche provoca que uno de los pasajeros termine fuera del vehículo. La escena, que se desarrolla inmersa en el contraste de luz y sombra que producen los faros del túnel por el que pasan los personajes, resulta tan ambigua como inquietante. Es a partir de este momento cuando aparecen los primeros flashbacks, que serán una constante dentro de la narración. Pero también es cuando se producirá ese cambio formal: la cámara se libera de su quietud siguiendo los pasos de ese joven caído que comienza a deambular por el túnel.

Para Takeshi Kogahara esta es la entrada en el purgatorio. El cineasta planifica este incidente desde el desconcierto y desde la posibilidad de estar ante un fallecimiento. Por eso, cuando el joven se levanta y comienza a caminar, lo hace de manera ortopédica, casi quebrado e iluminado únicamente por una intensa luz roja (única referencia visual dentro del túnel). Hay en este lugar una fuerza gravitatoria, un anclaje al que vuelven los personajes una y otra vez. Figuras fantasmagóricas que caminan medio vivas, medio muertas en busca de expiación, a modo de penitencia. Nagisa resulta ser un galimatías temporal de imágenes crípticas que ofrece pocos asideros, una historia de culpas que navega la realidad a tientas. Porque las verdades terribles suelen esconderse en lo más oscuro, en los agujeros negros que se crean dentro del plano, en las zonas a las que no llegan ni siquiera los destellos de las luces rojas.

Cristina Aparicio