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El segundo largo de Laura Citarella se estrenó en el último Festival de Venecia en una versión de más de cuatro horas proyectada en continuidad. Ahora, para su inclusión en la sección Zabaltegi del Festival de San Sebastián, se ha presentado de dos maneras alternativas, la que ya se conocía y otra en dos partes. Ignoro si Trenque Lauquen, que así se ha titulado en las dos ocasiones, adoptará más formas en el futuro, pero a la vista del resultado es evidente que podría hacerlo: relato multiforme, cambiante, no tanto en forma de muñeca rusa como de material que parece estirarse y contraerse a voluntad, este experimento que es también un tratado narrativo camuflado tiene en su centro argumental una misteriosa criatura mutante cuya existencia y naturaleza no resultan finalmente tan importantes como su condición de metáfora del conjunto, igualmente voluble y mudable. Y sin embargo tampoco es esa la trama de Trenque Lauquen, o no solo esa, pues estamos ante una intriga que poco a poco se va transformando en varias: una mujer que desaparece, los dos hombres que la buscan, la historia de otra que obsesionó a la primera, o del tipo que se enamora de ella…

Sea como fuere, ocurre en la versión en dos partes –la que ha podido ver este crítico– que la segunda es muy distinta a la primera, hasta el punto de que también pueden funcionar de manera independiente, como dos películas diferentes. No sé cómo se percibirá eso viendo una detrás de otra, pero es evidente que mientras el primer segmento se muestra desbordante, el segundo es más pausado, incluso contiene menos lances narrativos, centrándose en la historia de Laura, la bióloga desaparecida en Trenque Lauquen –localidad de la Pampa argentina–, que aquí se vuelve omnipresente y cuyo punto de vista se adopta, por mucho que sus razones tampoco queden del todo claras. Citarella ha dicho que todo parte de La aventura de Antonioni, donde otra mujer desaparece sin dejar rastro, pero está claro que ese desvanecimiento le interesa en múltiples aspectos: como tropo de una cierta literatura y un cierto cine, como signo de la propia imagen, como huella de la evanescencia de aquello que se narra y debe dejar paso a otra cosa para continuar vivo… Debo detenerme, no obstante, pues el peligro de escribir acerca de Trenque Lauquen consiste en caer igualmente en ramificaciones infinitas, en perder de vista el quid de la cuestión. ¿Existe algo parecido, por otro lado? A la vez cerca y lejos de La flor, de Mariano Llinás –aquí asesor de guion–, producida igualmente por El Pampero, estamos ante una obra mayor que no admite resúmenes ni simplificaciones, un enigma sin posible solución, una interrogación acerca de la naturaleza del misterio –del amor, del cine, de la propia identidad– que solo puede desembocar en otro misterio. Y así sucesivamente.

Carlos Losilla