Ojos abiertamente cerrados: volver a Triste le Roy
Jaime Pena
En la crítica de cine son inevitables los prejuicios y eso que no hay nada más sano y reconfortante que desprenderse de ellos. Sin embargo, ¿es posible enfrentarse a una nueva película de Víctor Erice sin algún tipo de juicio previo, no digamos ya expectación? Personalmente, lo que viví en Cannes 2023 con Cerrar los ojos no tenía precedentes en mis veinte años asistiendo a un festival en el que todo se magnifica: las expectativas y los juicios apresurados, muchas veces exagerados e injustos. Por un lado estaba esa expectación ante un nuevo largometraje de un director que muchos creíamos alejado de la industria para siempre, una película, decían las pocas informaciones que se habían filtrado en torno a su argumento, que utilizaba o reciclaba materiales de sus películas anteriores y en la que eran perfectamente perceptibles los ecos de los proyectos fallidos en los que Erice se había embarcado en los últimos treinta años, los que mediaban desde la presentación en Cannes de El sol del membrillo (1992). Al mismo tiempo, que Cerrar los ojos fuese relegada a una sección tan secundaria como Cannes Première, fuera de la competición, por lo tanto, había despertado los peores augurios, el de una película que no estaría a la altura del genio de Erice; por si fuera poco, desde el entorno del festival parecía irradiar esa idea, la de la catástrofe o el naufragio absolutos, algo que la ausencia del propio director en la presentación no parecía sino confirmar.
Viví aquella proyección con un temor irracional, también con una atención como no había experimentado jamás. Con los ojos muy abiertos, buscaba, porque esa es la palabra, dos cosas: los signos de ese borrón en la trayectoria inmaculada de su director y las huellas de esos proyectos inconclusos que habían servido para conformar esta nueva película. Por supuesto, estas últimas las encontré por todos lados, desde la escena inicial en Triste le Roy que remitía al proyecto de adaptación de la novela de Juan Marsé, El embrujo de Shanghai, a las referencias tan explícitas a El espíritu de la colmena, con Ana Torrent volviendo a enunciar su ya clásico “Soy Ana”, que elevaron mi entusiasmo a unas cotas que no recordaba, por circunscribirme a Cannes, desde la presentación en 2010 de Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas, de Apichatpong Weerasethakul, que casualmente vi desde la misma fila de butacas en el balcón de la sala Debussy. Ni que decir tiene que los restos del tan cacareado naufragio fui incapaz de localizarlos, por más que la respuesta del público y de muchos amigos y colegas distase de ser tan favorable. Para mí, y eso era lo más importante, aún sin verla a la altura de sus anteriores largometrajes, Cerrar los ojos era la película que llevaba esperando tres décadas, una película que respondía a todo aquello que me había preguntado durante todo ese tiempo: cómo sería una nueva película de Víctor Erice, más aún en la tercera década del siglo XXI, cuando el cineasta había cumplido ya 83 años.
Dejando pasar un tiempo prudencial, al día siguiente escribí la crónica diaria para la web argentina A Sala Llena, centrada, como no podía ser menos, en Cerrar los ojos (unas mil palabras) y con un demasiado breve comentario sobre Fallen Leaves, de Aki Kaurismäki, vista el mismo día. En resumen, el texto destacaba esos apuntes autorreferenciales (las escenas rescatadas de la adaptación de El embrujo de Shanghai, la estructura del proyecto original de El Sur, el diálogo con El espíritu de la colmena, también la irrupción de la voz del propio cineasta) y arrancaba con una extraña cita a un artículo que Erice había publicado en El País en 2016 impugnando el libro de Elvira Navarro, Los últimos días de Adelaida García Morales, además de intentar en él la defensa de un Erice que pensaba que había sido malinterpretado al no haber podido rodar la segunda parte de El Sur ni el proyecto de La promesa de Shanghai: en ambos casos la estructura narrativa conduce a unos finales que buscan la emoción más pura y sincera, esa que deriva de la empatía que el espectador (o el lector, en estos casos) establece con unos personajes a los que ha acompañado en un proceso de conocimiento compartido. Cerrar los ojos formaría parte de la misma estirpe.
Al mes siguiente escribí otro artículo muy similar para el dossier de Cannes incluido en el número de julio-agosto de Caimán CdC. Si el texto para A Sala Llena respondía en buena medida a un mecanismo defensivo, una réplica a ciertos comentarios negativos destacando, precisamente, los aspectos más autorreflexivos (y, por lo tanto, modernos) de la película, este nuevo texto para Caimán no dejaba de ser una repetición de las mismas ideas haciendo hincapié en su carácter ‘extemporáneo’, esto es, respondiendo a su vez a esas críticas que se habían extendido en el sentido de que Cerrar los ojos era una película ‘vieja’. La boutade final, una anécdota real que implicaba a Albert Serra, acabó haciéndole gracia al propio Erice, que me escribió un correo de agradecimiento por el tiempo que le había dedicado a su película. Aproveché entonces para hacerle llegar el texto para A Sala Llena, que no había leído. Creo que le gustó más bien poco: ni que lo titulase Triste le Roi en lugar del correcto Triste le Roy, ni que sacase a relucir su artículo en torno al libro de Navarro, algo, me decía, que jamás había pasado por su cabeza (una licencia literaria, me defendí), mucho menos mi insistencia en identificar referencias a sus otros proyectos, algo que, ahora lo entiendo, opacaba la propia historia que Erice y su coguionista, Michel Gaztambide, habían construido en torno a los personajes de Miguel Garay y Julio Arenas, como si esta no fuese más que un armazón donde ir colgando los materiales reciclados de sus anteriores películas y proyectos.
Como no hay dos sin tres, con ocasión del estreno de Cerrar los ojos volví a escribir otro texto, Soy Ana, para el número correspondiente de Caimán CdC, el de octubre. Como no era una crítica en sentido estricto, gocé de más libertad para centrarme solo en dos o tres aspectos que me interesaban. Además, para aquel entonces, no solo había podido leer la exhaustiva entrevista que Carlos F. Heredero le había hecho a Erice y que se iba a publicar en ese mismo número, sino que también había podido ver por segunda vez la película, gracias a un link que me había facilitado un muy buen amigo. Este segundo visionado me acabó sirviendo para descartar algunas dudas que me habían acompañado desde Cannes, particularmente en torno a las escenas del programa televisivo y su pertinencia narrativa. Ahí radicaba el origen de mi comentario sobre el artículo de El País, en la necesidad de buscar un sentido a ese reality show que juzgaba, a priori y muy a la ligera, como ajeno al mundo que yo identificaba con el de Erice. Pero fue en este segundo visionado cuando fui consciente de que la información que se facilitaba en esa escena era esencial en el devenir de la trama, como lo serán prácticamente todos y cada uno de los diálogos de la película, a veces apareciendo tangencialmente en una escena para prolongarse en una posterior, de tal forma que se fuese completando el puzle (o los puzles) narrativo(s). Al mismo tiempo, aún cuando insistía en ese carácter autorreferencial de la película a partir de la doble afirmación del “Soy Ana”, entendí que Cerrar los ojos invertía el tema recurrente en los dos anteriores largometraje de ficción de Erice, el de la ausencia del padre. Lo que nos encontramos aquí es justo la versión opuesta, la de unos padres en su día ausentes que han perdido a sus hijos definitivamente y que ahora ya no pueden transmitir su legado: Julio Arenas porque ha perdido la memoria, Miguel Garay porque ha sobrevivido a la muerte de su hijo.
Cuando ya has escrito tres artículos sobre una película que has visto dos veces, el temor es descubrir a la tercera nuevos elementos que se te podían haber escapado. O equivocarte en una descripción: ¿Cuándo cierra los ojos Ana Torrent? ¿El paso atrás lo da antes de pronunciar por segunda vez “Soy Ana” o antes? En San Sebastián volví a ver Cerrar los ojos con ocasión de la entrega del Premio Donostia. Esa mañana Víctor Erice había dado una rueda de prensa antológica. De todos modos, en mi cabeza rondaba una frase de José Coronado en el mismo acto. Cuando le preguntaron qué le había pedido Erice para encarnar a su personaje, Coronado fue muy contundente: “el despojamiento radical de mi persona y de mi ser”. Creo que es algo que se aprecia muy bien en las interpretaciones de Coronado y Manolo Solo, esa idea de huir del exhibicionismo sentimental, de que sus rostros solo puedan reflejar de forma muy tangencial sus tormentos interiores o el vacío de sus sentimientos. En cualquier caso, la palabra que aquí me interpelaba era ‘despojamiento’, porque ahí vi una relación muy evidente entre la dirección de actores y la propia puesta en escena, tan austera que había llevado a unos a calificarla de ‘vieja’ y a otros a intentar explicarla como ‘extemporánea’.
Pero esa interpelación no se produjo durante la proyección de la película en el Teatro Victoria Eugenia sino a la mañana siguiente, en el mismo teatro y en la primera sesión del día, con el pase de The Killer, de David Fincher. La misma pantalla reflejando con muy pocas horas de diferencia dos visiones antagónicas del cine, la nueva y la antigua, dirán algunos. O una que se sustenta en el artificio, en el puro exhibicionismo formal y retórico (de intrincados movimientos de cámara, de luces y sonidos apabullantes, de una banda sonora que impone su propio sentido a las imágenes) frente a otra que hace del despojamiento su razón de ser, que no se deja contaminar con lo que hoy podemos entender con los recursos de postproducción de moda, esos que dentro de mil años no precisarán del carbono 14 para identificar exactamente su época de producción. Si nos fijamos bien, en Cerrar los ojos apenas hay tres movimientos de cámara algo llamativos: la entrada en el asilo de Belén, la trabajadora social, seguida por Miguel y mientras varias personas le comentan o preguntan sobre determinados asuntos; una combinación de dos travellings en el comedor del asilo, uno lateral y otro de retroceso sobre una mesa; y, en la escena final de La mirada del adiós, la película dentro de la película, la llegada del señor Franch a Triste le Roy llevando (casi arrastrando) a Qiao Shu mientras la cámara los sigue en paralelo… Salvo error, estos son los tres únicos movimientos de cámara de cierta amplitud en toda la película. Durante el festival de Cannes se había extendido el rumor de que su dirección artística había rechazado la película de Víctor Erice para su competición por su “pobreza visual”. Todo puede ser, ese es un argumento tan válido como otro cualquiera, por más que sea difícil creérselo cuando una de las películas que sí estaba en la sección oficial del festival era El viejo roble, de Ken Loach, tan esplendorosa visualmente como refractaria a la demagogia.
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No miento si reconozco que he ido descubriendo Cerrar los ojos a medida que la volvía a ver una y otra vez. Poco queda de aquella primera experiencia en Cannes, tanto de las sensaciones que experimenté como de la propia película que vi o quise ver en aquel momento. Cuanto más te fijas en ciertos detalles o en algunos diálogos más aprecias el profundo trabajo de un guion y una puesta en escena que apunta constantemente ideas sin necesidad de explicitarlas ni mucho menos subrayarlas. Por ejemplo, un par de detalles que podrían pasar perfectamente desapercibidos. En primer lugar, en la primera escena de la película y de La mirada del adiós hay varias referencias más o menos veladas a La muerte y la brújula, el cuento de Borges para cuya adaptación televisiva Erice escribió un guion que nunca se llegó a realizar. Dos de esas referencias se han incorporado al relato, con la estatua de Jano y el nombre del lugar, Triste le Roy, por el que Franch le pregunta a Monsieur Levy: “Ese nombre lo elegí yo, pero no lo inventé. Lo encontré en un cuento que leí”, dice, señalando hacia la mesa que está entre los dos hombres. “Era muy interesante. El cuento, me refiero”, continúa mientras vuelve a señalar a la mesa, antes de cambiar de tema. Esa insistencia en señalar a la mesa, a uno de los libros que se observan en los planos generales de la escena, parece reclamar un contraplano o un plano de detalle, pero esa cita con la portada de Artificios o Ficciones nunca se le proporciona al espectador, por más que esté implícita.
El segundo de los ejemplos es todavía más anecdótico, pero muy representativo de una forma de concebir la puesta en escena que atiende a muchos detalles sin necesidad de darles un sentido causal. Siempre me extrañó que cuando Miguel Garay llega a la televisión y se presenta, una mujer de recepción, ante su aspecto, le diga que el casting es en la puerta de al lado. Tardé en darme cuenta de que en el plano anterior, cuando vemos la fachada del edificio de la Ciudad de la Imagen y a Miguel dirigiéndose hacia la puerta, se observa a una fila de gente en el lateral derecho. Sin duda, son las personas que están esperando para ser seleccionadas en un casting, pero en ese plano general apenas las podemos distinguir, mucho menos identificar su función narrativa.
Cerrar los ojos tiene una clara estructura en dos partes, el norte (Madrid) y el sur (la costa granadina), que más que enunciar un misterio y después resolverlo, como escribía en aquellos textos iniciales, lo que hace es hablarnos del pasado y del presente, respectivamente. La primera parte funciona en realidad como un flashback, sin necesidad de que volvamos al pretérito, pero evocándolo constantemente para reconstruir las biografías de Julio Arenas y Miguel Garay. Poco sabemos a lo largo de toda esta primera mitad de la película de lo que le sucedió a Arenas, tan solo la leyenda o las especulaciones que en torno a su desaparición van planteando algunos personajes. Sin embargo, con esa estructura de encuesta unos y otros nos van relatando acontecimientos de la vida de los protagonistas. En la entrevista televisiva con Marta Soriano sabemos cómo se conocieron Arenas y Garay en el servicio militar, su estancia en la cárcel, cómo Arenas se ganó la confianza de los funcionarios siendo un manitas que podía arreglarlo todo, la militancia antifranquista o del primer libro de Garay (Las ruinas). Por boca de la hija de Arenas, Ana, sabremos que la tuvo muy joven, un año antes de una fotografía de él y Garay de 1967 en la marina, haciendo el servicio militar, también de que apenas llegó a conocerlo pues “aparecía y desaparecía” constantemente. Garay pondrá a Ana al tanto de su nueva vida en la costa granadina, con trabajos ocasionales de traductor y saliendo a pescar casi todos los días o cultivando un huerto.
Al mismo tiempo, en las conversaciones con Marta Soriano, Max o, finalmente, Lola, se van trasluciendo los problemas de Arenas durante el rodaje, el no saber envejecer o su alcoholismo. Todo estalla en la escena de la casa de Segovia, en un encuentro con Lola, ‘la porteña’, que Erice ha ido preparando en una progresión muy calculada. Empieza en la Cuesta de Moyano, donde Garay encuentra un ejemplar de Las ruinas con una dedicatoria a Lola, sigue después en una reunión con Marta Soriano, cuando esta le descubre el viejo anuncio de Mario Guardione, profesor de tangos y se prolonga en una larga conversación con Max, por la que sabemos de la rivalidad entre los dos amigos, Arenas y Garay, por el amor de Lola. Por fin, una llamada del hermano de esta le facilita a Garay el encuentro con Lola en la casa de Segovia.
Es una secuencia muy larga, que incluye algo así como otra película dentro de la película, a mayores de La mirada del adiós, el relato de Garay de cómo se imagina la desaparición voluntaria de su amigo (“¿Por qué la idea de Julio no pudo ser esa, desparecer?”). Hay todavía una cierta tensión amorosa, pues claramente Garay nunca se ha sentido correspondido por Lola (ese rencoroso “qué sabrás tú”), pero es Lola quien aporta la información esencial, esa llamada que recibió de Arenas durante el rodaje de la película y que lleva a Garay a reconocer por fin algo que había quedado más o menos sugerido con anterioridad: Arenas había vuelto a beber y “empezó a no recordar los diálogos”, todo motivado por una relación sentimental que lo traía por la calle de la amargura, algo que había ocultado en el programa televisivo. Con esta información, podemos retrotraernos a la escena inicial de La mirada del adiós y fijarnos en el rostro de Arenas (el actor) o Franch (el personaje) cuando Levy le dice aquello de “está usted cansado de luchar y le gustaría llevar una vida normal”. Más que cansado, Franch (o Arenas) aparece ante nosotros como derrotado y desencantado, su voz siempre quebrada, el rostro al borde de las lágrimas, trasmitiendo una fragilidad que quizás no fuese solo la del personaje (Franch) sino más bien la del actor (Arenas), en un periodo muy difícil de su vida, afectado tanto por una relación sentimental conflictiva como por su alcoholismo.
Esta primera parte de Cerrar los ojos culmina con la segunda visita de Garay al trastero donde guarda (las cosas de) su vida anterior. Son dos retornos al pasado, la primera vez para volverse a vestir con las ropas de antes, de su vida en Madrid, y para recuperar algunas grabaciones de los ensayos de La mirada del adiós. En esa ocasión apenas se asoma a su recuerdo más doloroso, el contenido del baúl de su hijo, Mikel. Pero poco después iremos sabiendo, sobre todo por Max, de sus habilidades con el lápiz o de su muerte en un accidente de tráfico. Habrá otra mención más velada a su muerte cuando Lola le pregunte a Garay por Odette, su exmujer. Sabremos entonces que la última vez que se vieron fue en el entierro de Mikel y que ahora ella vive en Bretaña después de volver a casarse. Es por esa razón que la segunda visita de Garay al trastero ya no tiene la misma finalidad de la primera. Ahora su único interés radica en ese baúl lleno de pelotas y juguetes, también de una cajita de madera con fotos, una postal o ese librito con los fotogramas de la película de los Lumière, que Garay se lleva con él, de la misma manera que Estrella guardaba en su maleta el péndulo del padre en el momento de partir hacia el sur.
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Si toda la parte del norte es muy oscura y densa en lo narrativo, con mucha información que se va acumulando secuencia a secuencia y que le confiere un tono muy grave, la del sur es por el contrario mucho más luminosa y, sobre todo, ligera, al menos hasta que llegamos a la secuencia final en el Lecrín Cinema. Prácticamente toda esta segunda parte se desarrolla en dos escenarios, Marina Rincón, el chambao donde vive Garay, y la residencia de ancianos El Pocico. Y en Marina Rincón lo que vemos es a Garay haciendo todo aquello que le había contado a Ana: traduciendo, pescando, cuidando de su huerto… El diálogo pierde peso, al menos hasta que, llegados a El Pocico, la amnesia de Arenas (Gardel, en este tiempo y lugar) se convierta en el objetivo prioritario de curación por parte de Garay y los demás personajes.
No hay ningún misterio que resolver, Cerrar los ojos no plantea ninguna duda sobre la identidad de ese interno al que conocen como Gardel y al que Garay pronto identifica: “Es Julio”. Sin embargo, nos encontramos de nuevo con una progresión que ha de conducir hasta la resolución no de una, sino de varias tramas, pues Cerrar los ojos culminará de forma simultánea en su final dos reencuentros: el de La mirada del adiós, es decir, el que afecta a Levy, Franch y Judith, y el de la película propiamente dicha, con Gardel/Arenas, Garay y Ana. Pero es muy significativo que una película que trata de los recuerdos perdidos o de la amnesia se sostenga siempre sobre un conocimiento retrospectivo: las piezas del puzle, al menos en mi caso, terminarán de encajar tras sucesivos visionados.
Decía Levy en la primera escena de La mirada del adiós, cuando le hacía el encargo a Franch: “Quiero que busque a mi hija porque es la única persona en el mundo que me puede mirar de una manera distinta, única”. Por su lado, después de su primer encuentro con Gardel en el comedor, Garay dirá: “Lo que más me ha impresionado fue su mirada. Me ha mirado como si yo fuera… nadie”. Y Ana, al llegar al hotel, manifestará un temor similar: “A mí lo que más miedo me da es no reconocerlo yo a él”. Levy estaba proponiendo justo lo opuesto, la necesidad vital de ser reconocido por su hija. Ana se presenta ante su padre (su “Soy Ana”, la primera vez dirigido a Julio Arenas, la segunda a los espectadores, a Erice y a ella misma) sin ninguna esperanza de que él la llegue a reconocer, consciente de que un día salió de su vida para no volver. “Era su voz lo que yo reconocía. No su imagen, sino su voz”, había dicho en Madrid, hablando de ese padre que de vez en cuando la llamaba por teléfono.
Cerrar los ojos es una película de personajes que se buscan con la mirada y se reconocen por sus voces. O mejor: por las canciones. De nuevo hay aquí una progresión de una sutileza que, en cuanto eres consciente, te desarma como espectador. Son esos elementos que estaban ahí desde el primer momento y que tardas en percibir, al menos su relación. Hay cuatro canciones en la película y las cuatro, en mayor o menor grado, cumplen la misma función: sirven para consolidar los recuerdos y subrayar los lazos entre los personajes, esos lazos musicales que van más allá de lo racional y que a veces delatan afinidades inesperadas. Garay le pregunta a Lola, “¿Te acuerdas de aquella canción?”. Ella empieza a desgranar unas notas en el piano: “Esa no”. Cambia a otra canción: “Esa”. Y ella, entonces, comienza a cantar: “Hoy que el tiempo ya pasó…” El tema La canción y el poema une sus recuerdos, habla de un pasado común del mismo modo que, ya en Marina Rincón, Garay y Toni, acompañados de las risas de Teresa y Patón, unen sus voces para cantar My Rifle, My Pony, and Me, una canción que define tanto el espacio y el modo de vida que lleva aparejado, como las relaciones de complicidad entre los personajes.
Si hay un primer momento de reconocimiento entre Garay y Gardel ese es el de la escena en la que este comienza a cantar el tango Caminito. Garay le pregunta, tratándole de usted, “¿Qué es lo que canta?”, y un diálogo que sería en principio inimaginable se hace posible por vía de un mecanismo automático que activa el recuerdo. Gardel comienza a cantar “Caminito que el tiempo ha borrado…”, continúa Garay y, en ese momento, Gardel esboza una sonrisa. Los dos se van alternando hasta que, de pronto, ya están cantando a dúo. Lo de Mario Guardione podía parecer un detalle anecdótico, pero acabará cumpliendo un papel esencial en esta segunda parte: los tangos son lo único que conserva Gardel de cuando era Julio Arenas, también algo que aún parece activar el recuerdo de su amistad con Garay.
La cuarta canción tiene aún más importancia, pues implica la conclusión de la trama de La mirada del adiós. Franch se presenta en Triste le Roy con Qiao Shu, la hija de Levy. Sigue siendo, y así lo proclama, Qiao Shu y no Judith, como la llama Levy. La niña agarra el abanico y hace ‘el gesto de Shanghai’ que le enseñó su madre. Pero su resistencia comienza a derribarse cuando Levy se vuelve al piano y toca las primeras notas de una canción sefardí, Hija mía, mi querida. Se la nota turbada, nerviosa, y cuando su padre le limpia la cara Qiao Shu vuelve a ser Judith. Levy agoniza intentando cantar una canción que su hija continúa entre sollozos. De nuevo el recuerdo de una canción como algo que la memoria no ha podido borrar. No sabemos si Levy ha podido sentir la mirada distinta y única de su hija, lo que está claro es que una canción ha restablecido el lazo paterno-filial.
Mientras esto sucede en la pantalla del Lecrín Cinema, todas las miradas del patio de butacas están puestas en Gardel, esperando ese momento de la revelación de su identidad como Julio Arenas. Hay que reconocer que el momento debe ser lo suficientemente confuso para él: Franch, Gardel y Arenas son las tres identidades de una misma persona. Garay confiaba en que dos objetos rescatados del pasado y que Arenas llevaba consigo, la foto de Qiao Shu y la figura de ajedrez del rey, reactivasen de nuevo su memoria gracias a la capacidad epifánica del cine: “Si tu padre”, le dice a Ana, “vuelve a Triste le Roy entenderá de donde viene esa foto que ha llevado de un lado a otro durante años”. Garay, Ana y el resto de personajes que los acompañan en el cine miran todos a Gardel, esperando el milagro dreyeriano. Tenemos que fijarnos en el rostro de Gardel, en sus pequeños matices, en cómo traga saliva mientras mantiene la mirada alta dirigida a la pantalla donde otros dos personajes, Franch y Judith, miran a cámara, es decir, nos miran a nosotros y lo miran a él. La pregunta que nos hacemos es inevitable: ¿qué ve Gardel: a Franch, a Arenas, su pasado…?
La hipótesis del doctor Benavides, el neurólogo, es que Arenas habría sufrido una amnesia retroactiva y que habría perdido la memoria en el momento de su desaparición, “cuando no supo volver ya al rodaje”. Si esto fuera cierto, Gardel estaría reviviendo uno de los últimos momentos en los que aún era conscientemente Arenas. La secuencia de la entrevista con Benavides se revela ahora, otra vez retrospectivamente, como esencial en el devenir de la trama (Juan Margallo, el fugitivo de El espíritu de la colmena, de nuevo como catalizador de las películas de Erice). Unos cuarenta minutos antes de que las distintas identidades de Arenas crucen sus miradas, Benavides nos había dado las instrucciones para interpretar el rostro de Gardel: “Una persona no es solamente memoria. Es también sentimiento, sensibilidad. Es ahí donde usted y sus familiares pueden hacer algo por él capaz de conmoverle, capaz de despertar su alma.”
Lejos de lo que pudiera esperarse, el final de Cerrar los ojos no es un momento de catarsis. Al contrario, lo que nos tenemos que preguntar es si esta proyección y este reencuentro con su pasado han sido capaces de conmover y despertar el alma de Gardel/Arenas. Su rostro parece responder afirmativamente. La suya ya no es esa mirada perdida y vacía. Ha bajado la vista de la pantalla mientras su rostro refleja una placidez y una cierta satisfacción que hasta ese momento no habíamos conocido, ni en Gardel ni en el Arenas que interpretaba a Franch. Cierra los ojos, pero algo parece haberse abierto en su interior.
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